El Contrato de la Montaña

 

La noche era fría en Silverbff, el pequeño pueblo fronterizo apretado contra las montañas de Colorado. Dentro del salón, los hombres susurraban sobre la vergüenza de la familia Zuck.

“El viejo Zuk está vendiendo a su hija”, escupió uno. “Dice que está demasiado pesada, demasiado lenta. Ningún hombre la querrá, a menos que venga con tierra”.

Afuera, en la cresta sobre el pueblo, Miriam Zuk, de solo 22 años, tropezaba a través de la nieve. Su chal se aferraba a sus hombros anchos, pero ninguna tela podía cubrir el peso en su corazón. Su padre había declarado que sería vendida como ganado al primer postor.

Avergonzada y sin esperanza, Miriam vagó hacia la vieja cabaña que todos decían estaba vacía. Con el techo medio colapsado y el hogar frío, susurró al viento: “Tal vez si termino aquí, me olvidarán”.

Pero dentro, un gigante de hombre estaba arrodillado junto a un fuego que acababa de revivir. Kenneth Bu, de 40 años, un hombre de montaña ancho como un buey, había vivido virgen y en soledad toda su vida. Había pagado 10 centavos por esta choza arruinada, buscando solo la soledad.

La puerta se abrió de golpe. Kenneth se volvió y la vio: una mujer llorando, con nieve en el cabello y el rostro pálido de desesperación.

“¿Qué demonios…?”, comenzó él.

Pero Miriam se desplomó a sus pies, susurrando: “Por favor, solo déjame morir”.

Cuando Kenneth la levantó en sus brazos, un papel doblado se deslizó de su chal. Era un contrato matrimonial firmado por su padre, atándola a la cabaña misma. Quien fuera dueño de la tierra, también poseía su mano en matrimonio. Kenneth se congeló, mirando el papel y luego a la mujer temblorosa. Por ley y por destino, ahora era su esposo.

Miriam despertó bajo una colcha que olía a humo de pino. Vio las vigas toscas y al hombre silencioso junto al fuego, afilando un hacha. Kenneth Bu parecía una estatua tallada de las mismas montañas.

“Te desmayaste”, dijo simplemente. “Come algo”. Puso ante ella un plato de lata con frijoles calientes.

Miriam se sonrojó, acostumbrada a las miradas crueles sobre su tamaño. Pero la mirada de Kenneth no tenía crueldad, solo una honestidad brusca. Sobre la mesa yacía el contrato.

“Debes odiar esto”, susurró ella. “Estar encadenado a mí por el engaño de mi padre”.

Kenneth gruñó, deslizando el papel de vuelta en el chal de ella. “No me gustan los hombres que venden a sus hijas. Esa es su vergüenza, no la tuya”.

Pronto, la palabra se extendió por el pueblo. “¿Escuchaste? Miriam Zuk huyó. El viejo Bun compró la cabaña. Supongo que eso la hace su novia ahora”. La risa fue aguda.

Ese sábado, Kenneth llevó a Miriam al mercado. Ella caminó con la cabeza gacha, pero las burlas la encontraron. “Mira eso”, resopló un ranchero. “La chica gorda finalmente encontró un hombre lo suficientemente desesperado”.

Miriam quería desaparecer. Pero Kenneth se volvió, su voz tronando sobre la calle: “¡Suficiente!”.

Los hombres se congelaron. “Esta mujer está bajo mi techo, bajo mi nombre. Hablarán de ella con respeto o me responderán a mí”.

Mientras se alejaban, Miriam sintió que algo se agitaba en su pecho. Por primera vez, alguien había luchado por ella.

El invierno profundizó su agarre. La cabaña, que una vez fue una ruina, lentamente se transformó. Miriam se levantaba antes del amanecer, encendiendo el hogar, barriendo, remendando y horneando pan. Kenneth, acostumbrado al silencio y a las comidas frías, observaba asombrado cómo el lugar se llenaba de calor y olor a estofado.

Comenzaron a compartir los ritmos de la vida. Una mañana, ella le pidió que le enseñara a cortar leña. Con paciencia vacilante, él puso el hacha en sus manos, cubriendo las de ella con las suyas para guiar el golpe. Cuando el tronco se partió, Miriam rió, un sonido brillante que sobresaltó a Kenneth.

En otra ocasión, necesitaron suministros. El sendero al pueblo era áspero y nevado. Miriam tropezó más de una vez, pero Kenneth nunca la dejó caer. “¿Por qué eres tan amable conmigo?”, preguntó ella.

Él la miró, sus ojos pálidos como el cielo invernal. “Porque nadie más lo fue jamás. Y porque la amabilidad no me cuesta nada”.

En el pueblo, las burlas se reanudaron. Cuando un grupo de hombres jóvenes murmuró chistes crudos, Kenneth se volvió, su voz aguda como un hacha: “Dilo otra vez”. Los hombres palidecieron y se escabulleron.

En el camino a casa, la nieve cayó espesa. Kenneth construyó un refugio rápido y un fuego. Le dio a ella una taza de caldo. La sopa era delgada, pero Miriam nunca había probado nada tan reconfortante. Más tarde, cuando los pasos de Miriam se volvieron pesados por el agotamiento, ella jadeó: “Sigue sin mí”.

Kenneth se detuvo, se volvió, la levantó en sus brazos y la cargó el resto del camino como si no pesara nada. “Te dije”, dijo silenciosamente, “no dejo a la gente atrás”.

Esa noche, mientras las tormentas golpeaban la cabaña, se sentaron junto al fuego. Él tallaba madera; ella remendaba sus camisas. Miriam despertó y lo encontró dormido en la silla, habiéndose quedado despierto para mantener el fuego encendido para ella. Puso una colcha sobre sus hombros. Su corazón latió fuerte. Se estaba enamorando de él.

Kenneth también luchó con sentimientos desconocidos. Había comprado soledad, pero en su lugar, le habían dado una compañera. La cabaña se había convertido en un hogar.

Con el deshielo primaveral llegaron extraños. Un hombre en un abrigose presentó como Thomas Wier, aunque se le conocería mejor como Augustus Pierce, del ferrocarril del Pacífico Occidental.

“Hermoso pedazo de tierra”, dijo. “La compañía necesita este tramo. Hay un manantial en su tierra. Estamos preparados para pagar”.

Kenneth apareció en la puerta. “No está en venta”.

“Todo está en venta”, sonrió Wier.

Antes de que Kenneth pudiera responder, Miriam se adelantó. “Esta tierra es mía”. Levantó el papel doblado, el pacto matrimonial. “La escritura me nombra propietaria legítima de 50 acres y el manantial”.

La máscara de Wier se deslizó. “¿Una mujer? ¿Una chica gorda? No seas ridícula”.

“La escritura fue registrada. Es legal”, dijo Miriam. “No pueden intimidarnos”.

“Se arrepentirán de esto”, siseó Wier mientras montaba. “El ferrocarril siempre gana”.

Las amenazas de Wier no fueron vacías. Una noche, las ventanas de la cabaña se destrozaron bajo piedras arrojadas. Las llamas lamieron el granero; los caballos se perdieron. Días después, los diputados llegaron. Wier había acusado a Kenneth de agresión. Kenneth fue llevado con grilletes al pueblo.

Miriam se quedó sola en las ruinas humeantes. Esa noche, caminó las millas al pueblo, suplicando ayuda. La mayoría la rechazó. Finalmente, encontró al pastor John Avery. Él escuchó mientras ella desplegaba la escritura. “Niña”, dijo gentilmente, “tienes la verdad de tu lado. Y la verdad, aunque lenta, prevalecerá”.

Pierce regresó al anochecer, esta vez con carretas llenas de hombres armados y antorchas.

“¡Salgan!”, gritaron. “¡Entreguen la escritura!”.

Kenneth salió a la luz de la linterna. “Esta es nuestra tierra”.

“¡Hazte a un lado o arde con ella!”, gritó Pierce.

Los disparos partieron la noche. Las balas golpearon la cabaña. Kenneth disparó de vuelta con su rifle de caza, cada disparo deliberado; sus años de soledad no habían embotado sus instintos de soldado.

Miriam no vaciló. Tiró baldes de agua sobre las chispas del techo y cargó cartuchos, pasándoselos a Kenneth. “Estoy contigo”.

Los atacantes presionaron. “¡Arrástrala afuera!”, gritó Pierce. “¡Ella es el eslabón débil!”.

Pero cuando sus hombres se lanzaron por Miriam, ella se adelantó, agarrando la escritura, su voz sonando sobre el caos. “¡Esta tierra es mía!”, gritó. “¡Por ley, por Dios y por sangre, es mía! No pueden robar lo que nunca fue suyo”.

Los hombres vacilaron ante su ferocidad. En esa pausa, Kenneth golpeó. Se lanzó como un oso, derribando a los hombres con una fuerza cruda. Luchó, y Miriam se mantuvo a su lado, su coraje un escudo.

Al amanecer, la batalla se rompió. Pierce yacía atado en la nieve. La gente del pueblo, convocada por la campana del pastor, había llegado.

El sheriff cabalgó, cansado pero resuelto. Miró a Miriam, con el cabello salvaje y el vestido chamuscado, y luego a Kenneth, ensangrentado pero inquebrantable. “Por ley”, dijo el sheriff, “esta tierra les pertenece. Y por Dios, la han defendido bien”.

En la quietud después del fuego y la furia, Kenneth se volvió hacia Miriam. Hundiéndose en una rodilla, a pesar de sus heridas, su voz se quebró con ternura.

“No pregunto por contratos o escrituras. Pregunto porque mi corazón es tuyo. Miriam, ¿serás verdaderamente mi esposa?”.

Sus lágrimas cayeron sobre la mano áspera de él mientras susurraba: “Ya lo soy”.

La cabaña aún llevaba las cicatrices de la batalla, pero adentro, el hogar brillaba firme. Se sentaron juntos, dos almas que habían sido marginadas por el mundo. Afuera, el viento barrió suavemente a través de los pinos. El humo se curvó hacia el cielo pálido de la mañana, llevándose las cenizas de sus enemigos, dejando solo la promesa de su futuro. Kenneth tomó su mano. “Te querré hasta mi último aliento. Esta cabaña, esta tierra… nada de eso significa algo sin ti”. Y en la luz del fuego, el hombre de la montaña y la mujer que había sido vendida, finalmente, encontraron su hogar.