La Sombra en el Sótano

Me desperté cuando los primeros rayos del amanecer apenas lograban colarse por la rendija de la ventana, tiñiendo el dormitorio de un gris plateado y difuso. Era una costumbre ya muy arraigada, una herencia silenciosa que me dejó mi esposo José. Cuando él vivía, siempre nos despertábamos juntos a esta hora, compartiendo la primera taza de café del día en la quietud de la casa. Ahora solo quedaba yo con esa quietud, pero la costumbre persistía como una forma de retener su presencia un poco más.

Me levanté de la cama con cuidado, tratando de no hacer ningún ruido que pudiera despertar a mis hijos y nietos. La vieja escalera de madera crujía suavemente bajo cada uno de mis pasos, un sonido tan familiar como el susurro de los recuerdos. Al llegar a la cocina, encendí la cafetera eléctrica y su zumbido fue llenando el silencio. Abrí el bote de café y el aroma intenso y profundo de los granos recién molidos inundó mis fosas nasales. Una fragancia con un extraño poder calmante. Para mí, la mañana solo comenzaba de verdad cuando este olor se esparcía por la pequeña cocina, como el aliento mismo de la casa.

—Abuela —una voz clara como el tintineo de una campana interrumpió mis pensamientos.

Mi nieta Sofía había bajado corriendo en algún momento. Su cabello castaño avellana estaba un poco alborotado, sus grandes ojos redondos todavía somnolientos, pero su sonrisa ya brillaba como el sol de la mañana. Se arrojó a mis brazos, rodeando mi cadera con sus pequeños brazos.

—Mira, abuela, el dibujo que hice anoche —me mostró una hoja de papel en la que había trazos torpes, pero llenos de color, propios de una niña de ocho años.

Me reconocí de inmediato con mi cabello canoso, que ella había pintado de un blanco puro, y a su lado su padre, Manuel, alto y fuerte. Junto a Manuel estaba Isabela, su madrastra, con un bonito vestido azul. Y arriba de todo, flotando entre nubes rosadas, había el dibujo de un ángel con alas blancas y una aureola dorada y resplandeciente.

—Esta es mi mamá, Lucía —dijo Sofía señalando al ángel con un susurro lleno de orgullo—. Nos está mirando desde el cielo, abuela.

Sonreí sintiendo una punzada de dulce tristeza en el corazón. Le acaricié la cabeza y le di un beso en su frente inocente. —Es hermoso, mi amor. Seguro que a mamá Lucía le encantaría.

El amor que sentía por su madre fallecida y su aceptación hacia su madrastra siempre me reconfortaba en el corazón. Quizás Dios había compensado a mi familia con una nuera tan buena como Isabela. Empecé a preparar el desayuno, algo sencillo, pero siempre hecho con todo mi amor: pan tostado con mantequilla y huevos estrellados. Sofía se sentó a la mesa balanceando sus pequeños pies en el aire mientras parloteaba sobre su próximo examen de matemáticas. Ella siempre era una fuente inagotable de energía que iluminaba toda la casa con su inocencia.

Justo en ese momento, Isabela bajó las escaleras. Ella siempre era así, perfectamente arreglada y pulcra, incluso a primera hora de la mañana. Hoy llevaba un elegante vestido de lino color crema con su cabello negro recogido en un moño bajo que dejaba al descubierto su esbelto cuello. Me sonrió con dulzura, una sonrisa impecable.

—¿Durmió bien, mamá? —Dormí bien. Siéntate. El desayuno ya casi está listo.

Isabela no se sentó de inmediato. Entró en la cocina con andares gráciles y ligeros. —Déjeme ayudarla con algo.

Abrió el refrigerador, sacó unas naranjas jugosas y empezó a exprimir un jugo para Sofía. La observé agradeciendo en silencio a la vida. Desde que se había convertido en mi nuera, Isabela siempre había demostrado ser una madrastra perfecta. Cuidaba de Sofía con esmero, le enseñaba con paciencia y nunca le levantaba la voz ni mostraba favoritismo.

—Aquí tienes tu jugo, princesita —dijo Isabela con voz dulce colocando el vaso frente a Sofía.

Cuando la niña estiró el brazo, la ancha manga de lino de Isabela se le subió sin querer, revelando parte de su blanca muñeca. Y fue entonces cuando mis ojos captaron algo extraño. En su muñeca tenía una quemadura de aspecto muy peculiar. No parecía una quemadura de aceite o agua hirviendo. Era de un color rojo violáceo y la piel de esa zona parecía ligeramente corroída, formando una mancha oscura e irregular. Una imagen inusual, fuera de lugar en su piel perfecta. La preocupación de una madre se apoderó de mí y solté la pregunta.

—¿Qué te pasó en la mano, Isabela?

Mi pregunta pareció sobresaltarla. Retiró la mano rápidamente, bajándose la manga con prisa y forzando una sonrisa. —Ah, no es nada, mamá. Seguramente es una alergia al nuevo detergente. Se me olvidó ponerme guantes.

La respuesta parecía lógica, pero su actitud nerviosa me dejó una ligera inquietud. Después de desayunar, Isabela llevó a Sofía al coche para llevarla a la escuela, como de costumbre. Antes de irse, me recordó que no olvidara tomar mi medicamento para la presión. Me quedé en la puerta viendo como el coche desaparecía al final de la calle.

La casa se quedó en silencio. Empecé con mis tareas de limpieza diarias. Al lavar los jeans que Isabela había usado el día anterior, por costumbre, metí la mano en los bolsillos. Mis dedos tocaron un trozo de papel arrugado, duro y crujiente. Lo saqué con la intención de tirarlo, pero la curiosidad detuvo mi mano.

Desdoblé lentamente el papel. No era una factura del supermercado. El texto en negrita rezaba: Equipos Químicos Industriales Vargas, S.A. de C.V. Nunca había oído ese nombre. Fruncí el ceño. Isabela trabajaba en marketing. ¿Qué tenía que ver con productos químicos? Leí la lista: “Bomba dosificadora de diafragma electromagnética”, “Válvula de control con temporizador digital”, “Tanque de polietileno de 50L” y el nombre de un químico impronunciable. El total era una cifra astronómica.

La confusión se convirtió en una verdadera preocupación. La extraña quemadura, esta factura… Algo no cuadraba. Decidí llamar a Manuel.

—¿Diga, mamá, pasa algo? —Su voz sonaba lejana, mezclada con el tecleo de una oficina. —Manuel, no es nada importante, pero… ¿Isabela está trabajando en algún proyecto nuevo? He encontrado una factura de unos equipos muy raros. “Equipos Químicos Industriales Vargas”.

El tecleo cesó en seco. Se oyó un crujido, como si Manuel se hubiera levantado de golpe. —Mamá, ¿qué acabas de leer? ¿Puedes repetirme el nombre? —Equipos Químicos Industriales Vargas —repetí, con el corazón encogido.

Hubo una pausa aterradora. —Mamá, ¿dónde estás? Quédate en casa y cierra todas las puertas con llave ahora mismo. La principal, la de atrás, todas. ¡No te muevas de ahí! Voy para allá. —Manuel, ¿qué pasa? —¡No preguntes nada! ¡Haz lo que te digo!

Colgó. Me quedé paralizada. El silencio de la casa se volvió sofocante. Y entonces lo oí: un zumbido muy suave, mecánico, proveniente de la puerta del sótano. Un sonido constante, como la respiración de un insecto gigante. Me acerqué a la puerta del sótano. Estaba cerrada con llave. José siempre decía que el sótano debía estar ventilado. ¿Quién la había cerrado?

Intenté llamar a Manuel de nuevo, pero saltaba el buzón. Presa del pánico, cerré todas las puertas y ventanas. La casa se convirtió en una fortaleza y a la vez en una jaula.

Minutos después, un coche frenó bruscamente fuera. Era Manuel. Entró como un huracán, pálido, sudoroso, con la mirada salvaje. —¡Mamá, ya no podemos seguir en esta casa! ¡Tenemos que mudarnos ya! —Manuel, ¿qué está pasando? —No hay tiempo. ¡Vámonos!

Me arrastró hacia las escaleras, pero al pasar junto a una rejilla de ventilación, se detuvo y empezó a toser violentamente. Me miró con horror. —Es Isabela. Instalé una cámara en el sótano porque notaba cosas raras. Mamá, nos está envenenando a todos lentamente a través del sistema de ventilación. Quiere la casa y la herencia.

Sentí que el mundo se derrumbaba. ¿Isabela? ¿La mujer que me sonreía cada mañana? En ese momento, mi teléfono sonó. La pantalla mostraba la foto de Isabela abrazando a Sofía. Iba a contestar, pero Manuel me arrebató el teléfono. —¡No le contestes! Si sabe que sospechamos, inventará algo. Apaga el teléfono.

Manuel corrió, tomó una palanca y forzó la puerta del sótano. Un olor químico, picante y dulzón, nos golpeó. Bajamos. Allí estaba: un tanque, una bomba conectada a los conductos del aire acondicionado y un temporizador. Y un diario. El diario de Isabela, donde anotaba fríamente las dosis y nuestros síntomas. “La casa pronto será mía”, decía la última entrada.

Manuel tomó fotos como evidencia y salimos huyendo. Subimos al coche y arrancamos. Pero en la avenida principal, Manuel frenó en seco, golpeando el volante. —¡Sofía! —gritó—. Isabela te llamó y no contestaste. Sabrá que algo pasa. Su primer movimiento será ir a por Sofía a la escuela para usarla como rehén.

El terror me heló la sangre. Manuel dio un volantazo y aceleró hacia la escuela. —¡Llama al 911, mamá! ¡Ahora!

Con manos temblorosas, marqué el número. —911, ¿cuál es su emergencia? —Soy María Gómez. Mi nuera está intentando asesinarnos y ahora va camino a secuestrar a mi nieta en la escuela primaria Benito Juárez. ¡Por favor, ayúdenos!

Le di los detalles a la operadora mientras Manuel conducía como un poseso, esquivando coches y saltándose semáforos. La voz de la operadora intentaba calmarme, asegurando que las patrullas ya iban en camino, pero cada segundo parecía una eternidad.

Llegamos a la escuela. El coche de Manuel se detuvo con un chirrido ensordecedor frente a la puerta principal. —¡Ahí está! —gritó Manuel señalando hacia la zona de recogida.

Mi corazón se detuvo. El coche de Isabela estaba mal aparcado junto a la acera. A unos metros, la vi. Isabela tenía a Sofía agarrada fuertemente por la muñeca y la arrastraba hacia su vehículo. Sofía lloraba, tratando de soltarse, sus pequeños pies resbalando en el pavimento.

—¡Suéltame! ¡Me haces daño! —gritaba mi nieta. —¡Cállate y entra al coche, niña malcriada! —bramaba Isabela, su máscara de dulzura completamente destrozada, revelando un rostro contorsionado por la furia y la desesperación.

Manuel no esperó a que el coche se detuviera por completo. Saltó del vehículo en movimiento y corrió hacia ellas con una velocidad que solo la adrenalina de un padre puede otorgar. —¡Isabela! ¡Aléjate de ella!

Isabela se giró, y al ver a Manuel, sus ojos se abrieron con sorpresa y odio. Sacó algo de su bolso, un spray de pimienta, pero Manuel no se detuvo. Se abalanzó sobre ella justo cuando intentaba meter a Sofía en el asiento trasero.

—¡Corre, Sofía! ¡Ve con la abuela! —gritó Manuel mientras forcejeaba con Isabela.

Yo salí del coche, mis piernas temblaban, pero el instinto de protección me impulsó. Sofía corrió hacia mí y la envolví en mis brazos, protegiéndola con mi cuerpo. —Ya pasó, mi amor, ya pasó —susurraba, aunque mis ojos estaban fijos en la lucha.

Isabela, histérica, arañaba y gritaba maldiciones. —¡Todo esto es mío! ¡Ustedes debían morir! ¡Ese viejo estúpido dejó demasiado dinero para desperdiciarlo en ti!

En ese instante, el sonido de las sirenas inundó el aire. Dos patrullas de policía derraparon en la entrada, bloqueando la salida del coche de Isabela. Cuatro oficiales salieron con las armas desenfundadas. —¡Policía! ¡Sepárense y manos arriba!

Manuel soltó a Isabela y retrocedió, levantando las manos, jadeando. Isabela, viendo que no tenía escapatoria, se desplomó sobre el capó de su coche, sollozando no de arrepentimiento, sino de rabia por haber perdido. Mientras la esposaban, ella levantó la vista y me miró. Ya no había rastro de la nuera perfecta, solo la mirada vacía de un monstruo.

La policía revisó el coche de Isabela y encontró, en el maletero, dos maletas llenas y pasaportes. Planeaba llevarse a Sofía fuera del país para extorsionarnos desde lejos una vez que Manuel y yo estuviéramos incapacitados o muertos.

Esa tarde fue un borrón de declaraciones, médicos y lágrimas. Los paramédicos nos examinaron allí mismo. Confirmaron que teníamos niveles leves de intoxicación química, pero que habíamos escapado a tiempo antes de que el daño fuera irreversible. El plan de Isabela era lento, diseñado para parecer una enfermedad natural.

Han pasado seis meses desde aquel día.

Ya no vivimos en esa casa. No podíamos. Cada rincón nos recordaba la traición y el veneno que circulaba bajo nuestros pies. La vendimos y compramos una casa más pequeña, llena de luz, al otro lado de la ciudad, lejos de los recuerdos oscuros.

Manuel ha recuperado su salud y su sonrisa, aunque sus ojos a veces se oscurecen cuando mira las noticias. Sofía va a terapia; le costó entender cómo alguien que la trataba con tanto cariño podía ser tan malvada, pero los niños son resilientes. Ha vuelto a dibujar. Ayer me mostró un nuevo dibujo: estamos Manuel, ella y yo, haciendo un picnic bajo el sol. No hay ángeles ni nubes, solo nosotros tres, vivos y juntos.

En cuanto a Isabela, el juicio fue rápido gracias a las pruebas irrefutables: el diario, la maquinaria, los químicos y su intento de secuestro. Fue condenada a treinta años de prisión sin posibilidad de libertad condicional.

A veces, por las mañanas, cuando me despierto con los primeros rayos del sol y preparo mi café, todavía siento un escalofrío al recordar el zumbido del sótano. Pero luego oigo los pasos de Sofía bajando la escalera y el aroma del café recién hecho disipa los fantasmas. Hemos sobrevivido. Y mientras tenga a mi familia a salvo, ningún veneno podrá con nosotros.