El Silencio del Desierto

El calor de Hermosillo en agosto golpeaba las calles como un martillo invisible, levantando espejismos sobre el asfalto y haciendo temblar el aire entre las palmeras. En la Colonia Modelo, donde las casas de ladrillo se alineaban con disciplina militar detrás de rejas de hierro forjado, la familia Ontiveros ocupaba una propiedad esquinera de dos plantas que todos conocían como “la casa del ingeniero”.

Allí, bajo un techo de tejas rojas que absorbía el sol del mediodía hasta convertirse en brasa, convivían tres generaciones unidas por apellido y separadas por silencios que ningún ventilador podía disipar. Don Esteban Ontiveros, patriarca de 62 años, con bigote plateado y un porte marcial heredado de su padre revolucionario, había construido esa casa con sus propias manos en los años 50. En aquel entonces, Hermosillo aún conservaba cierto aire de pueblo grande y las fortunas se levantaban desde el polvo del desierto con voluntad de hierro.

Viudo desde hacía cuatro años, compartía ahora la propiedad con su único hijo varón, Rodrigo, ingeniero civil como él, y con la esposa de este, una mujer llamada Gabriela. Ella había llegado desde Guaymas tres años atrás, portando la belleza serena de las mujeres costeras y un silencio que don Esteban confundió al principio con timidez.

La llegada de Gabriela había transformado la casa de maneras imperceptibles al principio: cortinas nuevas en la sala, macetas de buganvilia junto a la entrada y el aroma a café recién molido que antes nadie preparaba con esmero. Rodrigo la había conocido durante la construcción del malecón de Guaymas, donde supervisaba obras portuarias, y regresó a Hermosillo con ella del brazo y una sonrisa que su padre no le había visto desde la infancia. Era una muchacha de 23 años, delgada pero de presencia firme, con ojos oscuros que miraban directamente cuando hablaba y manos que sabían moverse con propósito, ya fuera sirviendo agua de jamaica o arreglando las flores que cortaba cada mañana del pequeño jardín trasero.

Don Esteban aprobó el matrimonio con un gesto sobrio durante la cena de pedida, observando cómo Gabriela respondía a las preguntas de la familia con esa mezcla de respeto y dignidad que él valoraba. Venía de familia modesta; su padre trabajaba en la aduana, pero ella había estudiado comercio en el Tecnológico y ayudaba en la ferretería de un tío. Nada en su historia levantaba sospechas, nada en su conducta merecía reproche.

Fue precisamente esa corrección impecable lo que, meses después de la boda, comenzó a inquietar al viejo ingeniero de maneras que no supo nombrar hasta que fue demasiado tarde. Al principio fueron detalles sin importancia aparente: la forma en que Gabriela doblaba las servilletas en triángulos perfectos durante la comida, un gesto que le recordaba a don Esteban cómo su difunta esposa jamás logró tal precisión; el modo en que descendía las escaleras por las mañanas, descalza sobre las baldosas frescas, con el cabello aún suelto cayendo sobre una bata blanca de algodón que la luz del patio trasero volvía casi transparente. O la risa breve y cristalina que soltaba cuando Rodrigo llegaba del trabajo y la abrazaba por la cintura en la cocina, un sonido que atravesaba las paredes y encontraba a don Esteban en su estudio, donde fingía revisar planos antiguos mientras el ventilador giraba sin aliviar nada.

Durante los primeros dos años, don Esteban mantuvo esas observaciones encerradas en un compartimento mental que él mismo se negaba a abrir. Se decía que era natural prestar atención a la nueva señora de la casa, asegurarse de que cumpliera con las tradiciones familiares, de que tratara bien a su hijo. Pero en las tardes sofocantes, cuando Rodrigo salía a supervisar obras en los pueblos cercanos y no regresaba hasta el anochecer, Esteban comenzó a encontrarse bajando a la cocina con pretextos insignificantes: revisar si había llegado el gas, preguntar por la cena… solo para cruzarse con Gabriela mientras ella preparaba limonada o planchaba camisas con la radio prendida, sintonizada en estaciones que transmitían boleros y música tropical que él nunca había escuchado en esa casa.

Gabriela lo trataba con la deferencia exacta que correspondía. —¿Don Esteban, gusta un vaso de agua? —Déjeme ayudarlo con esos papeles, pesan mucho. —Le guardé su postre favorito en el refrigerador.

Cada frase correcta, cada gesto medido. Y, sin embargo, había algo en la manera en que sostenía su mirada un segundo más de lo necesario, en cómo se humedecía los labios antes de hablar cuando estaban solos, en la forma en que ajustaba el cuello de su blusa cuando él entraba a la habitación, que plantaba en la mente del viejo ingeniero una semilla venenosa. Una semilla que germinaba en la oscuridad de su cuarto, donde pasaba noches enteras escuchando a través de las paredes los susurros y risas que subían desde la recámara del matrimonio.

El verano de 1980 llegó con una sequía que agrietó la tierra y puso nerviosa a toda la ciudad. Las noticias hablaban de racionamiento de agua, de incendios en la sierra, de precios que subían como la temperatura. En la casa de los Ontiveros, el calor parecía amplificar todo: roces accidentales en el pasillo estrecho, el olor a jabón de coco que quedaba flotando después de que Gabriela se duchaba, el sonido de sus pasos descalzos sobre las baldosas a medianoche cuando bajaba por agua fría, bebiéndola directamente de la jarra frente al refrigerador abierto, sin saber que don Esteban la observaba desde la penumbra del comedor, conteniendo la respiración como un ladrón en su propia casa.

Rodrigo, absorto en un proyecto de construcción de bodegas industriales que lo obligaba a viajar frecuentemente a Nogales, no notaba nada. O quizás no quería notar. Confiaba en su padre como se confía en las columnas de cemento que sostienen un edificio, con la certeza ciega de quien nunca ha visto una grieta. Confiaba en su esposa con la tranquilidad de quien ha encontrado en otro ser humano una lealtad que no necesita vigilancia. Esa doble confianza, noble y terrible, construía sin saberlo el escenario perfecto para que lo prohibido germinara en el silencio.

Fue un miércoles de finales de agosto cuando la rutina se quebró. Rodrigo tuvo que extender su viaje a Nogales tres días más por problemas con los cimientos de una nave industrial. Llamó desde un teléfono público para avisar y fue Gabriela quien contestó, enrollando el cable del teléfono de pared alrededor de sus dedos mientras hablaba, de pie junto a la ventana de la cocina. La luz de media tarde la convertía en una silueta recortada contra el cielo polvoriento. Don Esteban escuchó la conversación desde el umbral, sin entrar, registrando cada palabra, cada pausa.

Esa noche, compartieron la mesa solo ellos dos por primera vez desde que podían recordar. Gabriela había preparado caldo de pollo con verduras, tortillas recién hechas y frijoles refritos. Comieron en silencio al principio. El único sonido era el tintineo de las cucharas contra los platos de barro y el ventilador del techo girando con un chasquido rítmico. Afuera, los perros del vecindario ladraban a algo invisible.

—¿Le falta sal, don Esteban? —preguntó Gabriela levantando la vista. —Está perfecto —respondió él sin dejar de mirarla.

Ella sostuvo la mirada un momento, luego volvió a su plato. Pero algo había cambiado en el aire, una electricidad que no tenía que ver con la tormenta que se anunciaba desde la tarde, acumulando nubes grises sobre los cerros que rodeaban la ciudad.

Después de la cena, mientras Gabriela lavaba los trastes, don Esteban se quedó en el comedor fumando un cigarrillo que no necesitaba, observando cómo las manos de ella se movían bajo el agua jabonosa, cómo el agua salpicaba su blusa pegándola a su piel. Cuando ella terminó y se volvió para secarse las manos en el delantal, lo encontró mirándola con una intensidad que hizo que el paño cayera al suelo. Ninguno de los dos lo recogió.

—Hace mucho calor, ¿verdad? —dijo Gabriela, y su voz sonaba distinta, más grave. —Insoportable —respondió don Esteban, aplastando el cigarrillo en el cenicero sin apartar los ojos de ella.

Gabriela se quitó el delantal con gestos lentos, lo colgó en su gancho habitual y se volvió hacia las escaleras. Al pasar junto a él, sus hombros casi se rozaron. El espacio entre sus cuerpos no medía más de diez centímetros, pero contenía un abismo y un puente al mismo tiempo.

—Buenas noches, don Esteban —susurró ella sin mirarlo, y subió las escaleras con pasos que resonaban como campanas en la cabeza del viejo.

Esa noche, don Esteban no durmió. Escuchó los ruidos de la casa como una sinfonía prohibida. Y más tarde, cuando creyó que ella dormía, subió las escaleras con el sigilo de quien comete un crimen. Se detuvo frente a la puerta entreabierta de la recámara de Rodrigo y observó la silueta de Gabriela bajo la sábana blanca. No entró. Regresó a su cuarto temblando, sintiéndose monstruo y niño.

Los siguientes dos días fueron una danza cruel entre proximidad y distancia. El viernes por la noche, una tormenta violenta cortó la electricidad. A la luz de las velas, en la sala, don Esteban rompió el protocolo y habló de su vida, de su soledad.

—A veces pienso que la vida es muy injusta con los tiempos. Uno conoce a la persona correcta en el momento equivocado —dijo él. —¿Y cuál sería el momento correcto? —preguntó ella. —Cuando uno todavía puede hacer algo con ese encuentro.

Gabriela cortó la conversación y se retiró, pero el daño estaba hecho. Las palabras habían abierto una puerta que ya no cerraría.

Cuando Rodrigo regresó, la tensión se volvió subterránea. Semanas de evasión, de miradas esquivas. Hasta la noche de la feria en octubre. Rodrigo no pudo ir y sugirió que su padre acompañara a Gabriela. En lo alto de la rueda de la fortuna, con la ciudad extendida a sus pies, el contacto físico de sus piernas en el asiento estrecho y la confesión de don Esteban sobre su propio matrimonio infeliz sellaron una complicidad dolorosa. Gabriela intentó poner un alto esa misma noche: “Se termina con distancia y silencio hasta que se muere de hambre”.

Pero el hambre no moría.

Llegó diciembre y la noticia del embarazo de Gabriela. Fue la sentencia final para don Esteban, la confirmación de que ella pertenecía a otro mundo, a un futuro donde él solo figuraba como el abuelo, el anciano en el rincón. Sin embargo, su obsesión se tornó oscura. Comenzó a entrar en la habitación de la pareja cuando no estaban, buscando su rastro en los objetos.

Hasta esa tarde en que el destino le jugó la última carta.

Gabriela y Rodrigo regresaron antes de una cita médica cancelada. Don Esteban estaba sentado en el borde de la cama matrimonial, con el rostro cubierto por las manos, tras haber acariciado la ropa interior de ella. Gabriela lo descubrió.

—Don Esteban… —su voz fue de cristal quebrado—. Por favor, salga de aquí. —Gabriela, yo… —Salga, por favor. No es lo que piensas. —Sé exactamente lo que es y sé que esto tiene que terminar ya.

Don Esteban pasó junto a ella rumbo a la puerta y cuando estaban uno junto al otro en el espacio estrecho del umbral, se detuvo y susurró: —No puedo…

Gabriela se tensó, retrocediendo un paso instintivo, protegiendo su vientre con una mano. Sus ojos, antes llenos de miedo, ahora destilaban un acero frío. —Tiene que poder —siseó ella, bajando la voz para que no llegara a la planta baja donde Rodrigo silbaba mientras cerraba la cochera—. Porque si no puede, don Esteban, si vuelve a cruzar esta puerta o a mirarme como me mira, yo tomaré a su hijo y a su nieto y nos iremos tan lejos que ni en sus sueños nos va a encontrar. Y le diré a Rodrigo por qué. Le romperé el corazón a su hijo para salvar mi vida. ¿Es eso lo que quiere? ¿Ser el verdugo de su propia sangre?

El viejo ingeniero sintió las palabras como bofetadas físicas. El calor de la habitación parecía haber desaparecido, reemplazado por un frío sepulcral. Escuchó los pasos de Rodrigo subiendo las escaleras de madera, despreocupados, felices.

—¡Gabriela! ¡Papá! ¿Dónde están? —gritó Rodrigo desde el pasillo.

Don Esteban miró a Gabriela una última vez. En esa mirada no había ya deseo, sino la derrota absoluta de un hombre que comprende que ha perdido todo sin haber tenido nada. —No —dijo él con voz ronca—. No quiero eso.

Rodrigo apareció en el marco de la puerta, con las llaves del coche girando en su dedo índice. —Ah, aquí están. ¿Qué pasa? ¿Todo bien con el bebé? Se ven muy serios.

Gabriela no apartó la vista de su suegro durante un segundo eterno antes de girarse hacia su esposo. Su rostro cambió en un instante, componiendo una máscara de fatiga maternal. —Todo bien, mi amor. Solo le estaba contando a tu papá que me sentí un poco mareada por el calor. Me estaba ayudando a sentarme.

Rodrigo se apresuró a abrazarla, besando su frente, y luego miró a su padre con gratitud. —Gracias, papá. No sé qué haríamos sin ti.

Don Esteban asintió, incapaz de hablar, sintiendo cómo la gratitud de su hijo le quemaba más que el desprecio. Salió de la habitación con paso lento, arrastrando los pies como el anciano que se negaba a ser, y se encerró en su estudio. Esa tarde, mientras el sol se ponía pintando de sangre el cielo de Hermosillo, don Esteban tomó una decisión.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, anunció que se mudaría al rancho de Carbó indefinidamente. —El médico me recomendó aire más limpio —mintió, evitando la mirada de Gabriela—. Y el ganado necesita atención. Además, ustedes van a necesitar espacio con el bebé que viene. Esta casa es grande, pero… a veces sobra gente.

Rodrigo protestó, argumentando que no podía vivir solo allá, que estaba lejos, que pronto sería abuelo. Pero don Esteban se mantuvo firme con esa terquedad que todos atribuían a la edad, pero que Gabriela sabía que era penitencia. Ella no dijo nada para detenerlo. Simplemente le sirvió más café y, por primera vez en meses, sus manos no temblaron.

Don Esteban se marchó tres días después. Rodrigo y Gabriela lo ayudaron a cargar la camioneta con maletas, libros y esa vieja escopeta que nunca usaba. Al despedirse, abrazó a su hijo con fuerza, cerrando los ojos para grabar su olor, sabiendo que la próxima vez que se vieran, él ya sería un extraño, un visitante en la vida de los suyos.

—Cuídate, papá —dijo Rodrigo con los ojos húmedos. —Cuídala a ella —respondió don Esteban, y luego se volvió hacia Gabriela.

No hubo abrazo. Se dieron la mano con la formalidad de dos socios que disuelven un contrato ruinoso. —Que tenga buen viaje, don Esteban —dijo ella. Su agarre fue firme, definitivo. —Adiós, hija —respondió él. Fue la primera y única vez que la llamó así.

El motor de la camioneta rugió y don Esteban se alejó por la calle de la Colonia Modelo, dejando atrás la casa de ladrillo, las bugambilias y el fantasma de lo que pudo haber sido.

Los años pasaron sobre Hermosillo, trayendo nuevos veranos y nuevas sequías. El hijo de Rodrigo y Gabriela nació en primavera, un niño sano que heredó los ojos de su madre y la sonrisa de su padre. Lo llamaron Esteban, por insistencia de Rodrigo, un homenaje que al viejo, allá en su soledad del desierto, le supo a ironía amarga.

Don Esteban visitaba la ciudad pocas veces, solo para Navidad o cumpleaños, y sus estancias eran breves. Se volvió un hombre de pocas palabras, con la piel curtida por el sol del rancho y una tristeza perenne en la mirada que todos atribuían a la viudez. Nunca volvió a quedarse a dormir en la casa del ingeniero. Decía que extrañaba su cama, sus animales, su silencio.

Gabriela fue una madre devota y una esposa ejemplar. Con el tiempo, el miedo se desvaneció, pero la memoria permaneció como una cicatriz antigua que solo duele cuando cambia el clima. Jamás le contó a nadie lo ocurrido. Entendió que hay secretos que sirven de cimiento para que las familias se mantengan en pie, y que la felicidad de Rodrigo dependía de su ignorancia.

Siete años después de aquella tarde en la recámara, don Esteban murió de un infarto fulminante mientras revisaba los cercos en el rancho. Lo encontraron sentado bajo un mezquite, con los ojos abiertos mirando hacia el sur, hacia la ciudad.

El funeral fue concurrido. Amigos, ingenieros, políticos locales. Todos hablaron de su rectitud, de su legado, de las obras que construyó. Rodrigo lloró desconsolado sobre el ataúd de caoba. Gabriela, de negro riguroso, sostuvo la mano de su hijo pequeño y se mantuvo seca, estoica.

Cuando el panteón comenzó a vaciarse y el sol del atardecer alargaba las sombras de las cruces, Gabriela se acercó a la tumba recién cubierta de flores. Rodrigo había ido a acompañar a unos parientes al coche. Estaba sola.

Miró la lápida: Esteban Ontiveros (1918 – 1987). Padre y Abuelo ejemplar.

Gabriela tocó la piedra fría. No sentía odio, ni amor, ni siquiera lástima. Solo una inmensa paz, la paz de los ciclos cerrados. —Descansa —susurró al viento caliente que levantaba polvo entre las tumbas—. Tu secreto está a salvo. Siempre lo estuvo.

Se dio la vuelta y caminó hacia la salida, donde su esposo y su hijo la esperaban. El pequeño Esteban corrió hacia ella y Gabriela lo levantó en brazos, besando sus mejillas sucias de tierra. Rodrigo la rodeó con el brazo y juntos salieron del cementerio, dejando atrás a los muertos, regresando a la vida, a la casa de ladrillo que seguía en pie, inmutable, bajo el eterno y silencioso calor de Hermosillo.