La Deuda de la Novia Gigante

Bajo la luna fría, el ranchero sintió un escalofrío que no era del viento, sino de unos ojos que lo acechaban desde la oscuridad.

En el polvoriento pueblo de San Gregorio, donde el sol quemaba la tierra y el honor pesaba más que el oro, vivía don Esteban, un ranchero de mirada dura y corazón de hierro. Aquella noche, la cantina estaba silenciosa, salvo por el crujir de las tablas bajo botas pesadas. “Hagámoslo rápido esta noche”, susurró Esteban a su compadre, Juan, mientras apuraban el mezcal. Hablaban de un trato oscuro, un cargamento de ganado que no era suyo, pero que los haría ricos.

De pronto, la puerta se abrió con un chirrido que heló la sangre. Una figura colosal llenó el umbral: una mujer de casi siete pies con un vestido de lino blanco que parecía brillar bajo la luna. La llamaban la Novia Gigante, una leyenda que los viejos contaban al calor del fuego. Nadie sabía su nombre, pero su sombra era suficiente para apagar cualquier valentía.

Esteban se quedó petrificado, su mano temblando sobre la pistola. Ella no habló; solo señaló un pergamino que sostenía, cerrado con un sello rojo como la sangre. “¿Qué quieres, mujer?”, gruñó Esteban, pero su voz traicionó su miedo. Los ojos de la novia, oscuros como pozos, lo atravesaron sin responder. Juan, sudoroso, susurró que era un mal presagio y que debían huir. Pero Esteban, terco como una mula, rompió el sello. El pergamino hablaba de una deuda antigua firmada por su padre, un juramento que prometía algo más que oro y que ataba a la familia a un destino maldito.

Un viento helado llenó la cantina y los murmullos de los parroquianos se apagaron. La novia dio un paso adelante y el suelo tembló. “Cumple o la muerte vendrá por ti”, dijo con una voz que parecía surgir de la tierra misma. Esteban sintió el peso de sus antepasados aplastándolo, pero algo en él, quizás el miedo o la codicia, lo empujó a desafiarla. “No creo en cuentos de viejas”, escupió, aunque su corazón latía como un tambor de guerra.

La novia sonrió, una sonrisa que prometía tormentas, y desapareció en la noche, dejando tras de sí un eco que susurraba venganza. Esteban supo entonces que el trato de esa noche no era solo con hombres, sino con algo mucho más antiguo y temido.

El alba pintaba de rojo las colinas cuando Esteban y Juan cabalgaron hacia el Cañón de las Ánimas, donde el trato del ganado robado debía cerrarse. El pergamino ardía en la mente de Esteban como una maldición, pero su orgullo lo cegaba. “No hay mujer, gigante o no, que me doblegue”, gruñó apretando las riendas. Al llegar, los compradores esperaban con el ganado, pero los animales estaban inquietos, sus mugidos eran lamentos.

De pronto, un trueno resonó en el cielo despejado. La tierra tembló y, desde lo alto del cañón, apareció la figura de la Novia Gigante, su vestido blanco ondeando como un sudario. Los compradores desenvainaron sus armas, pero las balas se perdieron en el aire como si la mujer fuera un espejismo. “¡Maldita seas!”, gritó Esteban, con el corazón en la garganta. La novia levantó una mano y el ganado huyó en estampida. “La deuda no es de oro, sino de sangre”, sentenció ella, su voz resonando como un coro de fantasmas.

Juan cayó de rodillas, rezando, mientras los compradores huían. Desafiante, Esteban sacó su revólver, pero la mirada de la novia lo paralizó. En el suelo, el pergamino se abrió solo, revelando palabras que no había visto antes: un pacto sellado con la vida de su primogénito. Esteban no tenía hijos, pero el horror lo golpeó al recordar a su hermana Clara, embarazada en el pueblo. ¿Era eso lo que la novia reclamaba? La tradición de proteger la sangre de su familia se desmoronaba. “¿Qué eres?”, balbuceó, pero ella solo señaló el horizonte, donde nubes negras se alzaban como un mal augurio, y desapareció dejando un eco de su risa.

La noche cayó sobre San Gregorio como un manto de plomo. Atormentado, Esteban cabalgó bajo un cielo sin estrellas para advertir a su hermana. Encontró su casa en silencio, la puerta entreabierta y un frío antinatural en el aire. Clara, pálida, estaba sentada con los ojos fijos en la nada. “Ella estuvo aquí”, murmuró. Sobre la mesa, un nuevo pergamino idéntico al primero tenía una línea añadida: “La deuda se paga esta noche”.

Desesperado, Esteban corrió al cementerio, donde los viejos decían que la novia había surgido. Allí, entre las tumbas, la vio. “Tu padre prometió mi descanso a cambio de riqueza, pero me traicionó. Ahora tú pagarás”, resonó su voz. Tembloroso, Esteban suplicó por Clara y su hijo por nacer. La novia, con una sonrisa cruel, le ofreció un trato: su vida por la de ellos. Sin dudarlo, Esteban aceptó y, rompiendo la última tradición de su linaje —nunca rendirse—, clavó su cuchillo en su propio pecho.

Pero no cayó. La novia se rio, un sonido que llenó el cementerio. “No es tu sangre lo que quiero”, dijo. “Sino tu alma, atada a mí para siempre”. El suelo se abrió bajo sus pies y Esteban sintió que caía en un abismo sin fin.

Al amanecer, Clara despertó sin recordar nada, su hijo a salvo. En el pueblo, los rumores decían que Esteban había huido con el dinero, pero los viejos sabían la verdad. La Novia Gigante lo había reclamado. Desde entonces, cada noche de luna llena, los vaqueros juran ver a un hombre cabalgando junto a una imponente figura blanca, su rostro congelado en un grito eterno. La tradición rota de Esteban se convirtió en una advertencia: nunca desafíes a la Novia Gigante, pues su precio es mucho más que la vida.