Era marzo de 1917. La Revolución había dejado el norte de México sembrado de viudas y huérfanos. Pietra tenía nueve años, pero sus ojos hundidos y sus costillas marcadas la hacían parecer de siete. Su madre, Guadalupe, trabajaba desde antes del alba lavando ropa para las familias pudientes, pero el dinero apenas alcanzaba para un puño de frijoles y masa de maíz rancia. Vivían en un jacal de adobe agrietado, más tumba que casa, con piso de tierra y techo de zacate.

El padre de Pietra había muerto dos años atrás, no en combate heroico, sino de un balazo perdido en una cantina, dejándolas a merced de un mundo sin piedad. Guadalupe se mataba trabajando para Don Jardinei Torisco, el hombre más rico y cruel de la comarca. Un tipo gordo y calvo que había hecho su fortuna vendiendo armas a federales y revolucionarios por igual. Su hacienda se alzaba como un palacio en medio del desierto, defendida por guardias blancas que disparaban primero y preguntaban después.

Esa mañana de marzo, Pietra despertó con las tripas retorciéndose de hambre. El aroma dulce del piloncillo recién hecho llegó flotando desde la hacienda como una tortura. Su madre había salido al río y no regresaría hasta el anochecer. Sola con su hambre, Pietra tomó una decisión.

Conocía la hacienda. Se deslizó por un agujero en la cerca que usaban los coyotes, arrastrándose entre los nopales hasta la bodega trasera. La puerta estaba entreabierta. Adentro, el olor era tan intenso que la mareó. Vio costales de frijol, jamones colgando y, sobre una mesa, docenas de panelas de piloncillo envueltas en hojas de elote. Tomó solo uno, el más chiquito, y se lo guardó bajo el rebozo.

Corrió a su jacal y desenvolvió su tesoro. Brillaba como oro. Le dio una mordida pequeña, saboreando cada cristal de dulzura. Por primera vez en días, sintió algo parecido a la felicidad. No sabía que ese momento de dulzura le iba a costar los dientes.

El Capitán Esteban Guerrero, capataz de don Jardinei, había vuelto temprano. Vio una sombra pequeña saliendo de la bodega. Descubrió que faltaba un piloncillo y reconoció las huellas de pies descalzos en el polvo.

Cuando don Jardinei se enteró, la sangre se le subió a la cabeza. No importaba el valor; importaba el principio. Nadie tocaba lo suyo. “Esa escuincla va a aprender que robar duele”, rugió. “Y va a servir de ejemplo”.

Al día siguiente, cuatro guardias blancas aparecieron en el jacal. “¿Dónde está la chamaca que robó el piloncillo del patrón?”, preguntó el jefe, un tipo flaco con ojos de víbora.

Guadalupe salió, presintiendo lo peor. “Por favor, señores, es solo una niña. Yo les pago el piloncillo, trabajo de balde, pero no le hagan daño”.

Los hombres no vinieron a negociar. Agarraron a Pietra de los brazos, ignorando los gritos desesperados de la madre.

“¡Agárrenla fuerte!”, ordenó el hacendado maldito frente a la casa grande.

El dentista del pueblo, al que por alguna razón también le decían el carnicero, temblaba con los alicates en la mano. Se llamaba Teodoro.

“No puedo hacerlo, patrón”, murmuró Teodoro. “Es solo una niña. Déjeme pagarle el piloncillo de mi bolsa”.

Don Jardinei lo miró con ojos de víbora. “¿Acaso te estoy pidiendo tu opinión? Haz lo que te ordeno o busco otro que tenga más agallas”.

Los peones se escondían, avergonzados. Guadalupe se arrojó a los pies del patrón. “¡Por piedad, castígueme a mí, pero a ella déjela en paz!”

El terrateniente la apartó de una patada. “Debiste enseñarle mejor, Guadalupe”.

Don Jardinei se volvió hacia Teodoro. “Te voy a dar una última oportunidad. O le arrancas dos dientes a esta escuincla o te arranco la lengua a ti. ¿Qué eliges?”

El pobre Teodoro cerró los ojos. “Perdóname, niña”, susurró. Se acercó a Pietra, que lo miraba con una resignación que partía el alma.

“¡Ábranle!”, ordenó don Jardinei a los guardias.

Uno le sujetó la cabeza mientras el otro le forzó las mandíbulas. Pietra intentó morder, pero era un ratoncito contra gatos. Cuando Teodoro acercó los alicates al primer diente, Pietra cerró los ojos con tanta fuerza que las lágrimas salieron disparadas.

El primer diente salió con un crujido húmedo. Pietra gritó como si le hubieran arrancado el alma. La sangre brotó de su encía.

“Uno”, contó Don Jardinei, sádico. “Falta uno más”.

El segundo diente fue peor. La niña ya no gritó; emitió un gemido ahogado.

“Dos”, anunció don Jardinei. “Que sirva de ejemplo”.

Los guardias soltaron a Pietra. Cayó al suelo, escupiendo sangre. Teodoro dejó caer los alicates y se fue tambaleando a la cantina, a ahogar en alcohol la imagen de esos ojos suplicantes. Guadalupe corrió y levantó a su hija, acunándola mientras la sangre le manchaba el delantal.

Pero la noticia corrió por el desierto como reguero de pólvora. Llegó a los oídos de un hombre que había jurado proteger a los pobres: Francisco Villa.

Guadalupe pasó tres días curando a su hija con hierbas. Pietra no hablaba; solo miraba el techo con los ojos vacíos. Al cuarto día, apareció un desconocido. Alto, de bigotes espesos y ojos que habían visto todas las injusticias.

“Buenos días, señora”, dijo. “¿Es usted la madre de la niña Pietra?”

“Sí, señor. ¿Viene de parte de don Jardinei?”

El hombre negó. “Me llamo Antonio Hernández”, dijo, usando uno de sus muchos nombres falsos. Sacó de su morral un envoltorio de manta. Adentro había piloncillo del más fino. “Esto es para Pietra. Y quiero que sepa algo, señora Guadalupe. Lo que le pasó a su hija no va a quedar así nomás. Hay una justicia más grande que la de los ricos. Y esa justicia ya se enteró”.

Se montó en su caballo y desapareció en una nube de polvo. Guadalupe no sabía que ese “ángel” era el mismo Pancho Villa.

En su campamento, Villa escuchaba el reporte. Su furia era fría y calculada. “Ese cabrón va a saber lo que es el dolor”, murmuró. Castigarlo sería mandar un mensaje a todos los poderosos de Chihuahua.

Envió a su mejor espía, Aurelio “El Sombra” Vázquez, disfrazado de comerciante de ganado. Durante la cena, Aurelio estudió la hacienda, memorizó la rutina de los guardias y la ubicación de la caja fuerte, mientras Don Jardinei presumía: “Hasta las niñas aprenden a respetarme cuando es necesario”. Aurelio apretó los puños bajo la mesa.

El reporte de Aurelio fue claro: “Doce guardias en total, mi general. Pero los sábados en la noche, seis se van al burdel. Se quedan solo seis”.

Villa eligió a quince de sus mejores hombres. “Muchachos”, les dijo la noche del viernes, “mañana no vamos a un asalto común. Vamos a hacer justicia por una niña. No vamos por el dinero, aunque nos lo vamos a llevar. Vamos a demostrar que en esta tierra hay una ley más fuerte que la de los terratenientes”.

La noche del sábado cayó sobre la hacienda como manta negra. Sin luna. Villa y sus hombres se movieron como espíritus vengadores.

El primer guardia cayó sin hacer ruido, noqueado por Rodolfo Fierro. El segundo y el tercero fueron neutralizados con la misma precisión silenciosa. Los tres restantes, que jugaban cartas en el barracón, fueron sorprendidos y atados antes de que pudieran tomar sus rifles. En menos de diez minutos, la hacienda era de Villa.

Don Jardinei y su esposa fueron despertados por el cañón de una pistola en sus frentes. “Buenas noches, Don Jardinei”, dijo Villa, su voz tranquila pero cargada de pólvora.

Arrastraron al terrateniente en ropa de dormir hasta el patio, al mismo lugar donde Pietra había sufrido. Los peones, despertados por el movimiento, miraban desde las sombras, esta vez no con miedo, sino con una esperanza temblorosa.

“Aurelio”, ordenó Villa. “Tráeme al carnicero”.

Trajeron a Teodoro, sacado a rastras de la cantina, aún borracho y confundido.

“¿Se acuerda de mí, Don Jardinei?”, preguntó Villa. “Soy el hombre que le manda saludos a los ricos que lastiman niños”.

Don Jardinei temblaba, su arrogancia desaparecida. “¡Tome lo que quiera, Villa! ¡Mi oro, mis caballos, pero déjeme la vida!”

Villa sonrió, una sonrisa que helaba la sangre. “Su oro ya es nuestro. Pero vine por algo más”. Se volvió hacia Teodoro y le puso los alicates ensangrentados de Pietra en la mano.

“Te voy a dar una última oportunidad, Teodoro”, dijo Villa, repitiendo las palabras del hacendado. “O le arrancas dos dientes a este cabrón, o te arranco la lengua a ti. ¿Qué eliges?”

Teodoro miró a Don Jardinei, luego a Villa, y luego a los rostros expectantes de los peones. Vio al revolucionario y entendió que esta vez, la orden venía de la justicia. Tomó los alicates con mano firme.

“¡No! ¡Por piedad!”, gritó Don Jardinei.

“¡Agárrenlo fuerte!”, ordenó Villa.

Dos hombres de Villa sujetaron al hacendado, forzando su boca abierta. El primer diente salió con un crujido húmedo. Don Jardinei aulló de dolor. El segundo le siguió.

“Dos”, contó Villa. “Para que sirva de ejemplo”.

Dejaron a Don Jardinei en el suelo, gimiendo y escupiendo sangre en el polvo. Su poder se había roto junto con sus dientes.

Los hombres de Villa vaciaron la caja fuerte y la bodega. Repartieron maíz, frijoles y la mitad del piloncillo entre los trabajadores de la hacienda. “Esto les pertenece a ustedes”, dijo Villa.

Antes del amanecer, Francisco Villa se detuvo en el jacal de Guadalupe. La mujer y la niña lo miraban con asombro.

Villa se quitó el sombrero. Le entregó a Pietra una pequeña bolsa de lona pesada. Adentro brillaban monedas de oro de la caja fuerte de Don Jardinei.

“Esto es para tus dientes nuevos, mi’jita”, dijo el general con una voz sorprendentemente suave. “Y para que nunca olvides que en este mundo hay mucha maldad, pero también hay hombres que pelean para que los pobres tengan justicia”.

Pietra, por primera vez desde la agresión, esbozó una leve sonrisa, aunque sus ojos seguían guardando la sombra del dolor. Vio a los revolucionarios alejarse a caballo, tragados por el amanecer, como una leyenda que cabalgaba hacia la siguiente batalla.

Don Jardinei Torisco vivió muchos años más, pero nunca recuperó su poder. La gente ya no le temía; le tenían lástima. Se convirtió en un viejo chimuelo y amargado, un recordatorio viviente de que la justicia del norte, a veces, llega montada a caballo y cobra sus deudas con alicates.