El norte de Chihuahua en 1913 era tierra donde Dios y el diablo peleaban cada amanecer, y nadie sabía quién ganaría al final del día. En el rancho Las Tres Cruces, enclavado entre cerros pelones y arroyos secos, don Rutilio Talino era amo y señor de todo lo que alcanzaba la vista. A los 52 años, llevaba grabadas en el cuerpo las cicatrices de una vida construida a punta de rifle y machete. Controlaba más de mil cabezas de ganado, tres pozos de agua que valían oro y mantenía bajo su yugo a cerca de 400 familias de peones. En aquellas tierras no había ley federal; la palabra del patrón era más temida que la Revolución que desangraba al país.

Fue en ese infierno donde, una mañana de diciembre de 1905, nació Rosita. La partera, una india vieja llamada Soledad, casi deja caer a la criatura. La niña era blanca como la cal fresca, con cabellos finos del color de la plata y ojos color de rosa.

“Virgen santísima,” murmuró Soledad, persignándose. “¿Qué cosa es esta?”

La madre, Rosana, soltó un grito ahogado. El marido, Tomás, un vaquero curtido y supersticioso, retrocedió hasta la pared de adobe. “Eso no es hija mía,” dijo con voz ronca. “Eso es cosa del chamuco.”

La noticia se regó como pólvora. Antes del anochecer, todo el rancho sabía del nacimiento de la “niña fantasma”. Don Rutilio recibió la información de Jacinto, su cruel jefe de guardias. El hacendado, hombre de muchas supersticiones, mandó traer a la criatura.

Temprano al día siguiente, Tomás subió a la casa grande, una fortaleza de piedra y cal. Presentó a la niña dormida ante don Rutilio y sus guardias.

“Dios del cielo,” murmuró Doroteo, uno de los guardias.

“Es Albina,” dijo don Rutilio, que había leído sobre esa condición. “Pero la gente no va a entender eso. Van a pensar que es obra del chamuco.”

Tomás asintió desesperado. “Así mero es, patrón. Dicen que va a traer desgracias.”

Don Rutilio contempló sus tierras y tomó una decisión. “Llévate a la niña. Pero que quede claro: si ella trae cualquier problema a mi rancho, si la gente se alborota, tú vas a responder con la vida.”

Los años que siguieron fueron un calvario. Tomás construyó una cerca alta para esconder a Rosita del mundo. La niña crecía sana, pero aislada, preguntando a su madre por qué era diferente. “Porque no saben reconocer la belleza cuando la ven, hijita,” le decía Soledad, la única que se atrevía a visitarlas.

Mientras Rosita crecía, las desgracias cayeron sobre Las Tres Cruces. Una sequía brutal diezmó el ganado. Luego, en 1911, la esposa de don Rutilio, doña Esperanza, murió en el parto tratando de darle un heredero. Los murmullos se volvieron gritos ahogados: era culpa de la niña fantasma.

Don Rutilio, más viejo y amargado, escuchaba a Jacinto: “Patrón, la gente anda muy nerviosa. El padre de la parroquia dijo que criaturas así son marca del mal, que solo el fuego las purifica.”

La semilla del odio estaba plantada. Pronto, una plaga atacó el algodón, dos pozos se secaron y una peste desconocida mató al ganado restante. El pueblo vivía en terror.

Fue en ese ambiente que, en abril de 1913, llegó la noticia: Pancho Villa se acercaba. El Centauro del Norte tenía cuentas pendientes con don Rutilio. Años atrás, en 1909, Villa le había prestado hombres y dinero para ganar una disputa de tierras, a cambio de un pago futuro y refugio seguro. Don Rutilio aceptó, ganó, pero a la hora de pagar, intentó engañar a Villa, pagando solo la mitad. Villa aceptó, pero advirtió: “Deuda de hombre es cosa seria. Vengo a cobrar con intereses.”

Ahora, Villa estaba a dos leguas, con 21 de sus hombres más temidos, incluyendo a Rodolfo Fierro, “El Carnicero”. Don Rutilio, sintiendo el hielo en sus venas, cabalgó al campamento revolucionario.

“Don Rutilio Talino,” dijo Villa sin levantar la vista de su rifle. “Qué bueno que vino. Me debe 3000 pesos, contando los intereses.”

El hacendado, temblando, rogó. No tenía esa cantidad. Villa, con una sonrisa cruel, le ofreció un trato diabólico: Don Rutilio se convertiría en sus ojos y oídos en la región, informándole de movimientos federales y dándole refugio discreto cuando lo necesitara. A cambio, la deuda se reducía a la mitad, a pagar antes de fin de año. Don Rutilio aceptó.

Regresó al rancho más tenso que nunca, atrapado entre la deuda de Villa y la supuesta maldición de la niña. Tomó una decisión. Esa misma tarde, llamó a Jacinto: “Reúne a toda la gente en la plaza mañana temprano.”

Al amanecer, la multitud se congregó en silencio. Don Rutilio subió a la escalinata de la capilla.

“Amigos míos,” comenzó, su voz resonando como campana de muerte. “Todos saben de los problemas que nuestro rancho ha enfrentado. La sequía, las enfermedades, las plagas. ¡Todo por una aberración que nació entre nosotros! ¡Ha llegado la hora de purificarnos!”

El silencio era total. Tomás y Rosana, al fondo, sintieron que las piernas les fallaban.

“¡La niña albina será quemada viva mañana al atardecer!” anunció Rutilio. “En presencia de todos, para que el mal sea expulsado.”

El grito de Rosana atravesó la plaza. Cayó de rodillas, sollozando. Nadie se atrevió a protestar. Esa noche, en el jacal de Tomás, reinaba la desesperación. Rosita, con ocho años, no entendía qué pasaba, solo sentía el terror de sus padres.

Al día siguiente, la hoguera fue levantada en el centro de la plaza: una pila imponente de mezquite seco. Don Rutilio, con los ojos inyectados en sangre por el mezcal y el fanatismo, ordenó traer a la niña.

La ataron a un poste sobre la pira. Rosana gritaba, contenida por los guardias.

“¿Ustedes creen que soy cruel?” gritó Don Rutilio a la multitud silenciosa. “¡Cruel es la maldición que esta criatura del demonio trajo a nuestras vidas! ¡Miren sus ojos rosados! ¿No ven la marca del infierno? ¡Mi esposa murió por su culpa! ¡El ganado se enfermó por su culpa y la sequía llegó por su culpa! ¡Dios me ordena purificarla con fuego sagrado para salvar nuestro pueblo!”

La gente alrededor miraba en silencio. Algunos creían. Los que no, simplemente no podían hacer nada. Jacinto se acercó con una antorcha. Las llamas empezaron a subir y las lágrimas de la niñita comenzaron a caer mientras rezaba bajito.

Fue en ese preciso instante que un grito resonó desde la entrada del pueblo: “¡VIVA VILLA! ¡VIVA LA REVOLUCIÓN!”

Veintiún jinetes entraron al galope, levantando una nube de polvo que casi ahoga el fuego. Eran Pancho Villa y sus Dorados. Venían huyendo de una batida de Federales, buscando el refugio discreto que Rutilio les había prometido.

Villa frenó su caballo bruscamente al ver la escena. No le importaba la niña ni la maldición. Le importaba que su “socio” había encendido una hoguera gigantesca, una señal de humo visible a leguas, justo cuando él necesitaba el máximo secreto.

“¡Compadre!” rugió Villa, su voz silenciando el crepitar del fuego. “¿Qué significa esta fiesta? ¿Está llamando a los Federales para que vengan por mí?”

Don Rutilio palideció. Se había olvidado por completo de Villa, consumido por su propia superstición. “General… yo… ¡Estoy limpiando mi tierra del demonio!”

Villa soltó una carcajada fría. “Usted no está limpiando nada, compadre. Usted es un traidor. Ayer me juró refugio secreto y hoy me recibe con una fogata que se ve desde Parral. Y todavía me debe mil quinientos pesos.”

Rutilio intentó dar una orden a sus guardias, pero era demasiado tarde. Los Dorados ya los tenían rodeados.

“Fierro,” dijo Villa, tranquilo, sin bajarse del caballo. “Cóbrele la deuda al patrón.”

Rodolfo Fierro, “El Carnicero”, desenfundó su pistola con la velocidad de un rayo. Sonaron dos disparos. Don Rutilio Talino cayó muerto sobre el polvo que había gobernado durante décadas.

El silencio fue total. Jacinto y los demás guardias soltaron sus armas.

Tomás, el padre de Rosita, reaccionó primero. Corrió hacia la hoguera, que apenas comenzaba a lamer los pies de la niña, y cortó las cuerdas con su cuchillo, rescatándola del fuego.

Villa observó a la niña albina, sucia de hollín y temblando de terror, abrazada a su padre.

“Apaguen ese fuego,” ordenó a sus hombres. “Esta noche, Las Tres Cruces es nuestro cuartel.”

Esa tarde, el sol se puso sobre un rancho que había cambiado de amo. La maldición de la niña fantasma se había roto, no por el fuego sagrado, sino por la pólvora de la Revolución. Los peones de Las Tres Cruces habían sido liberados de un tirano, solo para descubrir que, en aquella tierra sin ley, simplemente habían cambiado de señor.