El Diagnóstico Final de Alejandro Velasco
Alejandro Velasco recorría los pasillos estériles del Hospital Central con la precisión mecánica de un reloj suizo, portando su bata blanca como una armadura impenetrable contra el sufrimiento ajeno. A sus cincuenta y tantos años, había aprendido a ver a los pacientes no como historias, sino como complejos rompecabezas biológicos, ignorando deliberadamente las lágrimas de los familiares que aguardaban noticias en las salas de espera.
Su genialidad para el diagnóstico era venerada por todos, desde los internos más jóvenes hasta la junta directiva, pero su frialdad quirúrgica mantenía al mundo a una distancia segura. Se protegía en la lógica pura para no sentir absolutamente nada. No permitía que nadie viera al hombre detrás del médico, pues en su mente, la empatía era un error de cálculo, una variable inestable que solo conducía a decisiones equivocadas y a un dolor innecesario.
Sin embargo, en la soledad hermética de su consultorio privado, cuando la noche caía sobre la ciudad, la máscara de eficiencia se deslizaba pesadamente al suelo. Allí, el gran doctor se revelaba como un hombre quebrado por dentro y consumido por el miedo. Alejandro se miraba en el espejo del pequeño baño anexo, examinando con ojo clínico los moretones violáceos que florecían en su torso, mapas de una guerra interna que estaba perdiendo irremediablemente.
Sabía perfectamente que era una leucemia agresiva. Los marcadores eran claros, la fatiga era aplastante y la palidez, innegable. Pero se negaba a oficializarlo en un papel. Mientras no hubiera un diagnóstico escrito en su historial, era solo una pesadilla teórica. Se automedicaba en secreto con cócteles de fármacos robados del dispensario, utilizando la negación obstinada como su último y desesperado refugio vital para seguir trabajando un día más.
Aquella tarde, resolvió un caso que parecía imposible para el resto del equipo, diagnosticando una infección rara con solo observar el color de unas uñas y un leve temblor en el párpado del paciente. Cuando la madre de la joven, abrumada por el alivio, intentó abrazarlo llorando de gratitud, Alejandro retrocedió con visible repulsión. Corrió a lavarse las manos compulsivamente con alcohol hasta enrojecer su piel, como si el afecto fuera un patógeno. No soportaba la vulnerabilidad que implicaba la gratitud; para él, resolver el enigma era suficiente recompensa.
Fue entonces cuando el Dr. Fausto Cárdenas apareció en el umbral, proyectando una sombra alargada que parecía devorar la poca luz del pasillo aséptico.
El director del hospital sonrió con una afabilidad ensayada, posando una mano paternal sobre el hombro de Alejandro, gesto que le provocó un escalofrío instintivo de rechazo.
—Otra vez haciendo horas extra, hijo —preguntó Fausto, pero sus ojos calculaban fríamente cada movimiento y debilidad de su colega más brillante.
Había una rivalidad silenciosa y tóxica entre ellos. Fausto, el político médico, envidiaba profundamente el talento natural que a él le faltaba y buscaba constantemente cualquier grieta en la armadura de Alejandro. Sabía que Alejandro era el único que podía desenmascarar sus negligencias pasadas, específicamente el caso del senador Méndez, un expediente sucio que Fausto creía enterrado.

Al llegar a su casa esa noche, el silencio recibió a Alejandro como un golpe físico en el pecho. Su apartamento era un mausoleo lleno de torres de libros, sin fotografías familiares ni recuerdos de una vida compartida. Se sentó en su sillón con un vaso de whisky, sintiendo que su existencia era tan frágil y efímera como el humo del cigarrillo que consumía nerviosamente. Había sacrificado todo tipo de amor por la medicina, impulsado por el trauma de un error en su residencia que le costó la vida a un niño. Desde entonces, juró ser una máquina perfecta.
Pero la máquina se estaba rompiendo.
Un dolor agudo y repentino lo dobló sobre el escritorio, cortándole la respiración. Al intentar beber agua, el vaso estalló en el suelo. Al ver su reflejo fragmentado en los vidrios rotos, sintió por primera vez un terror real: no a la muerte, sino a desaparecer sin dejar huella, sabiendo que su tiempo se agotaba y que Fausto estaba acechando.
Los días siguientes se arrastraron con una lentitud agónica. Fausto, oliendo la sangre en el agua, comenzó su ofensiva. Primero, bloqueó los accesos digitales de Alejandro al archivo del caso Méndez. Después, restringió su capacidad para recetar medicamentos, humillándolo públicamente en la farmacia al presentarlo como un adicto a los analgésicos frente al personal.
—Alejandro, estás dando un espectáculo lamentable —dijo Fausto con falsa compasión ante las enfermeras—. He tenido que restringir tus accesos por tu propio bien.
La jugada maestra de manipulación dejó a Alejandro aislado. Esa misma tarde, tras una confrontación en el pasillo donde Alejandro intentó, con voz quebrada, acusar a Fausto, el director lo guio “paternalmente” de regreso a su oficina y ordenó que nadie lo molestara.
Encerrado, Alejandro colapsó. Una hemorragia interna masiva, consecuencia final de su leucemia no tratada, lo derribó. Intentó alcanzar su teléfono, pero sus dedos entumecidos fallaron. Cayó al suelo, viendo cómo el picaporte giraba; Fausto lo había encerrado con llave desde fuera.
Alejandro Velasco murió solo, tendido en el linóleo frío, comprendiendo en su último aliento que su soledad no era un triunfo de la independencia, sino una tumba construida por él mismo. Su último pensamiento no fue para la ciencia, sino un deseo desesperado de no dejar que la mentira ganara.
Fausto encontró el cuerpo dos días después. Fingió dolor, organizó un homenaje hipócrita y, en el caos del descubrimiento, robó la carpeta física que Alejandro guardaba con las pruebas del caso Méndez. Fausto creyó haber ganado.
Pero la muerte no fue el final que Alejandro esperaba.
Despertó en una inmensidad grisácea, una nada opresiva. Sin embargo, su intelecto, liberado de la carne enferma, ardía con una furia fría. Se negó a cruzar hacia la luz o a disolverse en la entropía. La imagen de Fausto robando la carpeta actuó como un ancla. Una fuerza brutal lo arrastró de vuelta, haciéndolo descender a través de capas de realidad hasta aterrizar en una calle oscura y lluviosa de la ciudad.
Allí, bajo un puente de hormigón, su espíritu vibrante y translúcido se sintió atraído por una figura acurrucada contra un muro sucio: Gabriel.
Alejandro no conocía al muchacho, pero al acercarse, su visión de médico, ahora sobrenatural, percibió algo único. Gabriel, un joven indigente que temblaba de fiebre, tenía un “brillo” especial, una sensibilidad neurológica que le permitía percibir frecuencias que otros ignoraban.
Alejandro se concentró. No podía tocar la materia, pero descubrió que podía influir en la electricidad y en la mente de aquel chico febril.
—Gabriel… —susurró Alejandro. No usó voz, sino una transmisión directa de pensamiento.
El chico abrió los ojos de golpe. No vio a un fantasma de sábana blanca, sino a una figura hecha de estática y ozono. Gabriel, acostumbrado a que el mundo lo ignorara, no sintió miedo, sino una extraña calidez proveniente de aquella entidad.
—¿Eres un ángel? —preguntó Gabriel con voz ronca.
—Soy un médico —respondió la consciencia de Alejandro—, y necesito tus manos porque yo ya no tengo las mías.
Durante las semanas siguientes, ocurrió algo inaudito. El espíritu de Alejandro guio a Gabriel. Lo ayudó a sanar su fiebre indicándole qué hierbas y restos de comida eran seguros. A cambio, Gabriel se convirtió en el avatar de la venganza de Alejandro.
Alejandro sabía que Fausto era un hombre de rituales. Sabía que guardaba los documentos robados no en el hospital, sino en la caja fuerte de su despacho personal, un trofeo de su victoria.
La noche de la gala anual del hospital, donde Fausto iba a recibir un premio por “Excelencia Médica” en honor póstumo a Alejandro, el plan se puso en marcha. Guiado por el espectro, Gabriel se infiltró en el edificio de la administración. Alejandro manipulaba las cámaras de seguridad, haciéndolas parpadear justo cuando el chico pasaba, y abría las cerraduras electrónicas con pulsos de su propia energía residual.
Llegaron al despacho de Fausto. Gabriel, con manos temblorosas, abrió la caja fuerte cuya combinación Alejandro recordaba haber visto reflejada en las gafas de Fausto años atrás. Allí estaba la carpeta. Pero no solo eso; Alejandro instruyó a Gabriel para que encendiera el ordenador.
—Escribe lo que te dicto —ordenó el espectro.
Gabriel envió un correo masivo a toda la junta directiva, a la prensa y a la policía, adjuntando las fotos de los documentos y, lo más importante, un archivo de audio que Alejandro había grabado en su teléfono antes de morir, el cual había quedado olvidado bajo el escritorio y que nadie había encontrado… hasta que Alejandro guio a Gabriel para recuperarlo. En el audio, se escuchaba a Fausto encerrando a Alejandro y negándole ayuda.
En el auditorio, Fausto estaba en medio de su discurso, fingiendo llorar por su “amigo caído”.
—Alejandro fue un pilar… —comenzó a decir.
De repente, su teléfono vibró. Luego el de la persona a su lado. Luego cien teléfonos a la vez. Un murmullo recorrió la sala. La pantalla gigante detrás de él, manipulada por la energía de Alejandro, cambió. Ya no mostraba el logo del hospital, sino el informe toxicológico del senador Méndez y la hora de muerte real de Alejandro Velasco.
Fausto palideció. Miró hacia la entrada del auditorio y allí, en la penumbra, vio a Gabriel, un chico sucio de la calle, sosteniendo el teléfono de Alejandro. Y detrás del chico, Fausto vio algo que le heló la sangre: la silueta inconfundible de Alejandro, brillando con una luz azulada y terrible, señalándolo con un dedo acusador.
El director colapsó en el escenario, víctima de un infarto provocado por el terror puro. Mientras los paramédicos corrían hacia él, Alejandro sintió que el ancla que lo ataba al mundo se soltaba.
Miró a Gabriel, quien sonreía cansado pero victorioso.
—Gracias, doctor —susurró el chico.
—Gracias a ti, hijo —respondió Alejandro, sintiendo por primera vez en su existencia (viva o muerta) una emoción pura, cálida y liberadora: gratitud.
La figura de Alejandro Velasco comenzó a disiparse, no hacia la oscuridad gris, sino hacia una calidez dorada que lo envolvía. Ya no era el médico frío, ni la máquina eficiente. Era, finalmente, un alma que había sanado su propia herida. Mientras se desvanecía, la lluvia cesó y una luna clara iluminó la ciudad, marcando el final de su guardia y el inicio de su verdadera paz.
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