En el seco y desolado Territorio de Colorado, durante el invierno de 1882, el viento aullaba como el lamento de una viuda. La diligencia entró en el pueblo de Dry Hollow, sus ruedas chirriando contra el barro congelado. Cuando la puerta se abrió, Clara May descendió. Su aliento se condensó en el aire helado. Llevaba un vestido de viaje azul oscuro que se ceñía con demasiada fuerza a sus curvas, la tela tensa sobre su pecho amplio y tirante en sus caderas. Un desgarro en el escote delataba el largo y difícil viaje desde Filadelfia.

Sus mejillas ardían por el viento, pero sus ojos eran agudos, implacables, escaneando la calle con un fuego que desafiaba el frío. No era una flor delicada del Este; de cerca, era una mujer que había cargado demasiado durante demasiado tiempo, su cuerpo un mapa de resiliencia.

Amos Beard, el hijo del banquero que la había mandado llamar, se acercó. Sus ojos la recorrieron, deteniéndose en la curva de su pecho y en el dobladillo deshilachado. Sus labios se apretaron.

—Señorita Clara —dijo, con voz cortante—. Esto no funcionará. No es lo que esperaba.

Él quería a alguien modesto, refinado; no a esta mujer cuya presencia llenaba el espacio. Clara apretó la mandíbula.

—Crucé medio país por usted.

Amos se encogió de hombros y se dio la vuelta, dejándola abandonada en la plataforma, con las miradas de la gente del pueblo arrastrándose por su piel.

Entonces, desde el otro lado de la calle, Jeb Harlond observó. Sus anchos hombros tensaban un gastado guardapolvo y su cojera delataba una vieja herida de guerra. Era un hombre que había perdido demasiado como para preocuparse por los chismes. Se acercó, sus botas pesadas sobre la tierra, y le ofreció una salida.

El carromato de Jeb crujía por el sendero helado. Clara se sentó a su lado, envuelta en el guardapolvo que él le había ofrecido, que olía a humo de pino y a cuero. No hablaron. La cabaña de Jeb apareció al anochecer, una estructura robusta al borde de un claro. Dentro, el aire era cálido pero espartano. Había un solo catre, un rifle junto a la puerta y una estufa que brillaba débilmente.

Jeb le ofreció el catre; ella insistió en el suelo, junto al fuego.

—¿Por qué me trajo aquí? —preguntó ella, rompiendo el silencio.

Él se encogió de hombros, con la mirada perdida en las llamas.

—Necesitaba un lugar.

Los días se convirtieron en un ritmo de trabajo y silencio. Clara aprendió rápido, sus manos, antes suaves, se llenaron de ampollas mientras ayudaba a Jeb con los establos, la leña y las cercas. Él era un hombre de pocas palabras, marcado por pérdidas que no necesitaba nombrar: una esposa, un hermano, su pierna. Ella tampoco hablaba de su pasado, pero la tensión entre ellos crecía.

Él notaba la forma en que la camisa de franela prestada se ceñía a sus curvas cuando ella se inclinaba para acarrear agua; ella notaba el peso de su mirada, diferente al juicio frío de Amos.

Una noche, mientras Clara se cepillaba el cabello junto al fuego, el fino tejido de su camisón se adhería a su piel, dibujando la suave curva de su cadera. Jeb, que estaba reparando un arnés, dejó su trabajo. Se acercó, el aire entre ellos cargado de deseo. Su mano rozó la muñeca de ella, y Clara se volvió para encontrar su mirada.

Él se inclinó, sus labios a punto de tocar los de ella. Pero la mano de Clara, al buscar apoyo en su pecho, rozó algo pequeño y frío bajo su camisa: un guardapelo. Cayó abierto, revelando el rostro desvaído de otra mujer.

Jeb se congeló, su respiración entrecortada por un dolor antiguo. Se apartó bruscamente, guardando el relicario sin decir palabra. El momento se había roto, destrozado por el fantasma de su pasado.

La tensión se agrió en los días siguientes, hasta que una tarde, el ayudante del sheriff, Cooper, llegó al rancho.

—Harlond —llamó—. Esa chica está causando problemas. Amos Beard dice que le debe dinero por el billete y… por su orgullo.

Clara salió al porche, con la barbilla en alto.

—No le debo nada.

La voz de Jeb fue como el acero.

—Ella se queda. Dile a Beard que mantenga su distancia.

El ayudante se fue, pero la amenaza quedó flotando como humo. Esa misma noche, el ladrido de los perros de Jeb los despertó. Él tomó su rifle. A la luz de la luna, tres jinetes se acercaban: Amos Beard y dos hombres contratados.

—Ella es mía, Harlond —gritó Amos, su voz engreída—. Pagué por ella.

Clara salió junto a Jeb, su corazón latiendo con furia.

—No soy de nadie.

—¿Crees que este lisiado puede protegerte? —se burló Amos.

Uno de sus hombres desenfundó rápido, pero Jeb fue más rápido. Un disparo resonó, y la pistola del hombre voló de su mano mientras la sangre brotaba de su manga.

Amos palideció, pero Clara se interpuso entre ellos, sosteniendo un cuchillo de cocina que brillaba a la luz de la luna.

—Basta —dijo, su voz firme.

Amos la miró, pero vio el acero en sus ojos. Escupió en la tierra.

—Esto no ha terminado, Harlond.

Se marcharon, y la noche quedó en silencio, excepto por el viento. Jeb bajó el rifle, su mano temblando ligeramente. Se volvió hacia Clara, su mirada intensa en la oscuridad.

—No tenías que hacer eso —dijo ella en voz baja.

Él se acercó, su mano rozando el brazo de ella.

—Sí, tenía que hacerlo.

Volvieron a la cabaña. Mientras subían al porche, un crujido en los árboles cercanos hizo que Jeb levantara el rifle de nuevo. Pero solo fue un zorro, huyendo de la luz del amanecer que comenzaba a teñir el horizonte.

El amanecer trajo una calma decidida. La retirada de Amos se sentía como una pausa, no un final, pero Clara ya no era la mujer rota que había llegado a Dry Hollow. Sus manos ahora tenían callos; su corazón, una vez magullado, latía con fuerza junto a un hombre que había visto su valor.

Esa tarde, mientras el sol se ponía, Jeb se arrodilló frente a ella, a pesar del dolor en su pierna. Puso una pequeña caja en sus manos. Dentro, había un simple anillo de plata.

—Esto es tuyo —dijo, su voz áspera pero segura—. Si te quedas.

Los ojos de Clara se llenaron de lágrimas mientras deslizaba el anillo en su dedo.

—Ya lo he hecho —susurró.

Las semanas pasaron. La nieve se derritió, dando paso al primer verde tímido de la primavera. Una mañana, Clara sintió los primeros indicios de vida en su vientre. Se lo dijo a Jeb esa noche, mientras miraban el valle desde el porche.

Él no dijo nada, simplemente la rodeó con sus brazos, atrayéndola hacia sí, su barba rozando la sien de ella. La sombra de Amos Beard se desvaneció con el invierno. La cabaña, antes un refugio para un solo hombre, ahora albergaba dos tazas en el estante y sus botas juntas junto al fuego.

Este valle, duro e implacable, se había convertido en su redención. Ya no eran dos almas rotas sobreviviendo solas; eran una familia, forjada en el frío de Colorado, esperando juntos la promesa de una nueva vida.