La Máscara de la Virtud: El Secreto de la Calle Atocha

I. La Noche de los Cristales Rotos

La primavera de 1897 llegó a Madrid no con flores, sino con una tormenta eléctrica que sacudió los cimientos de la ciudad. Sin embargo, en la aristocrática calle de Atocha, los truenos no eran el sonido más aterrador de la noche del 14 de abril. Dentro de la imponente mansión de los Altamirano, una casa que había resistido guerras e invasiones, el silencio era más pesado que el plomo.

Ese silencio se rompió, no con un grito, sino con el sonido sordo de un cuerpo cayendo contra el suelo de madera noble, seguido por el tintineo metálico de un objeto al rodar.

Doña Jimena Altamirano, matriarca de 72 años, estaba de pie en el centro de la habitación de invitados. Sus manos, habitualmente ocupadas con el rosario o la costura, estaban ahora empapadas en un carmesí caliente y viscoso. A sus pies yacía Celestina Velázquez, la mujer que Madrid adoraba, la esposa de su hijo, la “santa” de la parroquia. Celestina tenía los ojos abiertos, congelados en una expresión de sorpresa final, mientras la mancha roja se extendía sobre su camisón de seda blanca como una amapola floreciendo a cámara rápida.

Jimena no temblaba. En sus ojos claros, rodeados por el mapa de arrugas de una vida larga, no había arrepentimiento, sino una terrible y desoladora paz. Había hecho lo impensable. Había asesinado. Pero para entender por qué una dama de la alta sociedad española se había convertido en verdugo, es necesario retroceder tres años, al momento en que la oscuridad entró en la casa disfrazada de luz.

II. La Llegada del Ángel

La familia Altamirano era un pilar de la sociedad madrileña. Desde la muerte de su esposo hacía nueve años, Jimena había dedicado su vida a preservar el legado familiar y a cuidar de Teodoro, su único hijo. Teodoro, un hombre de cuarenta años, administrador eficaz de la fortuna tabaquera heredada, era un alma obediente, gris y solitaria. Hasta que conoció a Celestina.

Ocurrió en 1894. Celestina Velázquez llegó de Valencia como un vendaval de frescura. Era joven, devastadoramente hermosa y poseía un carisma que desarmaba a cualquiera. Teodoro cayó rendido a sus pies con la desesperación de un náufrago que encuentra tierra firme. Se casaron en una ceremonia opulenta que fue la comidilla de la corte.

Al principio, Jimena quiso creer en la felicidad de su hijo. Celestina se transformó en la señora perfecta de la casa. Organizaba tés benéficos, asistía a misa diariamente y se convirtió en la mano derecha del padre Baldomero Sánchez. El sacerdote, un hombre de sonrisa fácil y mirada esquiva, no dejaba de repetir desde el púlpito: “Doña Celestina es la encarnación misma de la misericordia de Cristo. Un ángel enviado a nosotros”.

Pero los ojos de una madre, especialmente una tan astuta como Jimena, ven sombras donde otros solo ven luz. Había algo en Celestina, una frialdad calculadora que aparecía cuando creía que nadie la miraba, un brillo metálico en sus ojos cuando se hablaba de dinero o herencias, que erizaba la piel de la anciana.

III. El Milagro Sospechoso

En 1895, la noticia que todos esperaban finalmente llegó: Celestina anunció que estaba embarazada. Teodoro estaba eufórico; el linaje Altamirano continuaría. La casa se llenó de regalos, flores y felicitaciones.

Sin embargo, para Jimena, el embarazo se convirtió en un enigma inquietante. A medida que pasaban los meses, notó detalles que escapaban a la percepción masculina de su hijo. Celestina no sufría náuseas, ni fatiga, ni los cambios de humor típicos. Más extraño aún, su cuerpo no cambiaba de forma natural. Usaba vestidos amplios y corsés modificados, y se negaba rotundamente a ser examinada por el médico familiar, el prestigioso doctor Arriaga.

—Solo una partera de confianza me tocará —insistía Celestina con una dulzura que no admitía réplica—. Es una tradición de mi familia en Valencia, Teodoro. Debes respetarla.

Y Teodoro, ciego de amor, obedecía. Cuando Jimena intentaba expresar sus dudas, su hijo estallaba en ira. —¿Estás celosa, madre? —le gritó una tarde en el salón—. ¿No puedes soportar que haya otra mujer en esta casa? Deja en paz a mi esposa y a mi futuro hijo.

La ruptura entre madre e hijo comenzó a abrirse como una grieta en la pared.

La noche del parto fue la confirmación de los temores de Jimena. Ocurrió a medianoche. Una partera desconocida, una mujer de rostro duro y manos ásperas, entró por la puerta de servicio. No se escucharon gritos de dolor. No hubo sábanas empapadas en sudor y sangre. No hubo agua caliente ni toallas. Apenas una hora después, la partera salió con un bebé en brazos: un varón robusto, rosado y demasiado grande para ser un recién nacido.

A la mañana siguiente, Celestina caminaba por la casa erguida, fresca como una rosa, recibiendo a las visitas. Jimena observó al niño. No tenía los rasgos de los Altamirano, ni tampoco los de Celestina. Pero lo más aterrador era la certeza matemática en la mente de Jimena: ese niño tenía al menos dos semanas de vida.

IV. La Investigación Solitaria

Jimena comprendió que estaba sola. Si quería descubrir la verdad, tendría que hacerlo en las sombras. Comenzó una investigación meticulosa, impropia de una mujer de su edad y clase. Escribió cartas a conocidos en Valencia, contrató a un investigador privado bajo seudónimo y rastreó los movimientos de la misteriosa partera.

La verdad comenzó a emerger, fragmentada y horrible.

Un día, una mujer demacrada y vestida con harapos interceptó a Jimena a la salida de la catedral. Su nombre era Inés Roqueta. —Usted es la abuela, ¿verdad? —susurró la mujer, temblando—. Ese niño… el que presentaron como suyo… Jimena la llevó a un rincón apartado. —Hable, mujer. Por Dios, hable. —Me llamo Celestina —dijo Inés, confundiendo a Jimena por un momento—. No, la señora que vino a verme se hacía llamar así. Me dijo que si le entregaba a mi bebé, él tendría una vida de rey y yo me salvaría de la vergüenza. Me dio cien pesos. Cien malditos pesos por mi hijo. Nunca más lo vi.

El corazón de Jimena se rompió, no por ella, sino por la crueldad del engaño. Ese bebé que Teodoro mecía con tanto orgullo era un niño comprado, robado a una madre desesperada.

Pero Jimena no se detuvo ahí. Tirando del hilo, descubrió una madeja podrida. Visitó los registros civiles y los comparó con los libros del convento de Santa Cruz. En los últimos cinco años, doce bebés habían sido registrados como “fallecidos” al nacer en el hospital de la caridad. Sin embargo, no había tumbas para ellos en el cementerio. Todos esos niños habían desaparecido.

La conclusión fue monstruosa: Celestina Velázquez no actuaba sola. Era el rostro amable de una red de tráfico de bebés que involucraba a la partera, al convento y, para horror de Jimena, al mismísimo padre Baldomero. Vendían hijos de pobres a familias ricas estériles, falsificando milagros a cambio de fortunas.

V. Puertas Cerradas

Armada con estas pruebas, Jimena intentó hacer lo correcto. Primero, acudió a Teodoro. —Es una locura, madre —dijo él, sin siquiera mirar los documentos—. Estás perdiendo la razón. Celestina es un ángel. Si vuelves a decir una palabra contra ella, te internaré en un asilo.

Desesperada, Jimena fue a la iglesia. En la sacristía, enfrentó al padre Baldomero. El sacerdote escuchó con una calma gélida. —Doña Jimena —dijo con una voz suave que destilaba veneno—, usted es una mujer anciana. La soledad le hace imaginar cosas. Tenga cuidado con sus acusaciones. La Iglesia es poderosa, y Dios castiga a los calumniadores. Vaya a casa y rece por su alma.

Como último recurso, acudió a la ley. El comisario don Evaristo Gabilán, un hombre de bigote frondoso y moral laxa, ni siquiera abrió la carpeta con las declaraciones de Inés Roqueta. —Señora Altamirano, no voy a manchar el nombre de una de las familias más nobles de Madrid por los desvaríos de una mendiga. La señora Celestina es respetable. Olvide este asunto o podría haber consecuencias.

Jimena salió de la comisaría bajo la lluvia, comprendiendo la terrible realidad: El sistema estaba diseñado para proteger a los monstruos, siempre y cuando los monstruos fueran ricos y devotos.

VI. El Juicio de la Daga

La noche del 14 de abril, Teodoro asistía a una cena de negocios. En la mansión solo quedaban tres personas: Jimena, Celestina y el bebé inocente que dormía en la cuna.

Jimena subió las escaleras. Sus pasos eran pesados, pero su determinación era de acero. Entró en la habitación de su hijo, donde estaba guardada una reliquia familiar en una vitrina de cristal: el puñal que su abuelo, el general Rodrigo Altamirano, había usado contra los franceses en 1808. El metal frío le dio fuerzas.

Caminó hacia la habitación de Celestina. La nuera estaba cepillándose el cabello frente al espejo, tarareando una melodía. Al ver a Jimena entrar, no se asustó. Sonrió con esa suficiencia que Jimena había llegado a odiar.

—¿Qué quieres, vieja bruja? —preguntó Celestina, dejando caer la máscara de piedad—. ¿Vienes a espiar otra vez? —Conozco la verdad, Celestina —dijo Jimena con voz calmada, cerrando la puerta tras de sí—. Sé lo de Inés Roqueta. Sé lo de los doce bebés. Sé lo del padre Baldomero.

Celestina soltó una carcajada cristalina y cruel. —¿Y qué importa? —se giró, enfrentándola con arrogancia—. Nadie te cree. Eres una vieja senil. Yo soy el futuro de esta familia. Teodoro come de mi mano. Toda Madrid me adora. Puedo hacer que te encierren mañana mismo y nadie te echará de menos. Ese niño es mi pasaporte a la fortuna Altamirano, y tú no eres nada.

—Quizás —dijo Jimena, apretando el mango del puñal bajo los pliegues de su falda—. Quizás yo no sea nada. Pero una madre protege a su hijo. Y tú eres un monstruo que ha robado la vida de ese niño y de muchos otros.

Celestina vio el brillo del acero demasiado tarde. —¡Estás loca! —gritó, retrocediendo.

—No, Celestina. Estoy lúcida —respondió Jimena.

El primer golpe fue torpe, nacido de la furia contenida. El segundo fue preciso, directo al corazón. La sangre manchó la seda. Celestina cayó, llevándose las manos al pecho, sus ojos abiertos en un último gesto de incredulidad. No hubo tiempo para el arrepentimiento, solo el gorgoteo final de una vida construida sobre mentiras.

Jimena se quedó allí, mirando el cuerpo, esperando.

VII. El Sacrificio y el Silencio

Cuando Teodoro regresó horas después y encontró la escena, su grito desgarró la noche. Jimena le entregó el puñal sin resistencia. —Hijo mío —le dijo suavemente, con las manos aún manchadas—, lo hice para protegerte. Y para proteger a ese bebé de una vida de mentiras.

Pero Teodoro no escuchó. El dolor y el horror lo cegaron.

El escándalo fue mayúsculo. Los periódicos titularon: “ARISTÓCRATA DEMENTE ASESINA A SU NUERA”. Durante el juicio, Jimena intentó contar su historia. Habló del tráfico de bebés, de Inés, del convento. Pero el juez don Plácido Herrera desestimó cada palabra como delirios de una mente enferma.

El padre Baldomero subió al estrado, vestido con sus mejores hábitos, y juró con la mano sobre la Biblia que Celestina era una santa y Jimena una mujer poseída por los celos y el diablo. Incluso Teodoro, roto por el dolor, testificó contra su madre. —Mi madre está loca. Mató al amor de mi vida sin razón.

Jimena fue condenada a cadena perpetua. No hubo piedad. Fue enviada a una prisión fría y húmeda, despojada de su nombre y su dignidad.

Murió tres años después, en 1900. Murió sola, en una celda oscura, sin recibir visitas, sin una sola carta de su hijo. Fue enterrada en una fosa común, olvidada por el mundo que intentó salvar.

VIII. La Verdad Emerge

Pero la verdad es como el agua: siempre encuentra una grieta por donde salir.

En 1902, cinco años después del crimen, un joven y tenaz periodista llamado Adrián Zorrilla tropezó con el expediente cerrado del caso Altamirano. Algo en las declaraciones de la anciana le llamó la atención. Comenzó a investigar donde la policía no había querido mirar.

Encontró a Inés Roqueta, muriendo de tuberculosis, quien confesó todo antes de expirar. Zorrilla logró acceder a los registros secretos del convento mediante un soborno. La red de tráfico quedó expuesta.

El reportaje de Zorrilla sacudió a España más fuerte que cualquier terremoto. La policía tuvo que actuar. El padre Baldomero fue arrestado en medio de una misa, arrastrado fuera de su iglesia entre los gritos de sus feligreses engañados. Decenas de familias ricas se vieron envueltas en el escándalo al descubrir que sus hijos adoptados eran, en realidad, robados.

La red colapsó. La reputación de Celestina Velázquez se desmoronó, revelándose como la de una criminal calculadora.

Teodoro Altamirano, envejecido prematuramente por la culpa y la soledad, leyó el periódico en su mansión vacía. El niño que había criado como suyo jugaba en el jardín; ahora sabía que no era su hijo, pero lo amaba igual. Sin embargo, el peso de lo que le había hecho a su madre era insoportable.

Fue al cementerio, buscó los registros y ordenó exhumara los restos de Jimena para trasladarlos al panteón familiar. Sobre la nueva lápida de mármol, no mandó escribir títulos nobiliarios ni fechas de nacimiento. Solo mandó grabar una frase: “Aquí yace una madre que vio la verdad cuando el mundo eligió ser ciego.”

Epílogo

En el Archivo Histórico de Madrid, todavía se conserva una fotografía fechada en 1895. Muestra a una anciana de mirada severa, un hombre de aspecto débil, una mujer joven de belleza deslumbrante y un bebé en brazos. A simple vista, es un retrato de la felicidad doméstica victoriana.

Pero si uno mira de cerca los ojos de la anciana, puede ver la tormenta que se avecina. Jimena Altamirano no fue una asesina por placer; fue una mártir que sacrificó su libertad, su honor y su vida familiar para detener una maquinaria de maldad.

Su historia nos recuerda una lección dolorosa y eterna: a veces, la justicia no viste toga ni lleva placa; a veces, la justicia tiene las manos manchadas de sangre y muere en una celda solitaria, esperando que el tiempo, ese juez implacable, termine por darle la razón.