Milagro en el Sertón: La Lluvia y la Vida

El ruido comenzó al amanecer, rompiendo la sagrada quietud que precede al sol en el sertón. No era el sonido familiar de los ladridos del perro viejo, que vivía atado cerca de la cerca de madera podrida, ni el canto de los pájaros que cruzaban el cielo teñido de un rojo sangriento. Era otro sonido, una vibración grave y mecánica que hacía temblar los vidrios de la ventana de una manera que Doña Efigenia reconocía, incluso a sus ochenta y nueve años, incluso con la audición desgastada por décadas de trabajo bajo un sol implacable.

Era el sonido inconfundible de un motor diésel pesado. Aquel rugido provenía de la hacienda grande, al otro lado de la sierra.

Efigenia estaba en la cocina cuando el motor se detuvo. Su cuerpo menudo, arrugado como la tierra del sertón durante la sequía, se congeló entre el fogón de leña y la mesa de madera rústica donde reposaba el desayuno. Allí había un pan duro, un queso deshidratado por el aire caliente y un frasco de mermelada que había perdido su color original hacía mucho tiempo. Aún quedaba una taza humeante, el café que ella bebería despacio, respirando sobre la bebida, como hacen las abuelas cuando intentan exprimir todo el calor posible de ese instante de paz antes de que la realidad del día las golpee.

El pie de Efigenia, descalzo y plantado sobre el suelo de tierra batida, tembló levemente. No era miedo, exactamente. Era reconocimiento. Era la memoria de un cuerpo que ya había sentido esa vibración antes. Muchos años atrás, cuando su marido aún vivía, cuando su hija era apenas una niña delgada que corría por las calles polvorientas del pueblo, ella había sentido ese mismo temblor. Era el preludio de los cambios, el heraldo de las decisiones para las que nadie pedía permiso.

—¡Mamá! —la voz llegó desde el cuarto, débil y estirada.

Era Raquel, su nuera. La mujer que había llegado embarazada de ocho meses hacía apenas tres semanas, proveniente de una ciudad lejana que Efigenia nunca había visitado y, probablemente, nunca visitaría. Raquel yacía en aquel cuarto oscuro, sobre la cama de hierro que había pertenecido a una generación de antepasados cuyos nombres ya nadie recordaba con claridad.

—Mamá, ¿viene alguien?

Efigenia no respondió de inmediato. Ella sabía quién venía. Lo sabía por el peso del motor, por la forma abrupta en que se había detenido cerca de la casa, y por el silencio que siguió. Un silencio que no estaba vacío, sino lleno de una intención fría y burocrática.

Caminó hacia la puerta principal con pasos lentos y calculados, su mano izquierda rozando la pared de adobe para no perder el equilibrio. La puerta de madera estaba abierta hacía horas, como todas las mañanas. A Efigenia le gustaba dejar que la casa respirara, decía que así el aire caliente de la madrugada podía salir y el aire fresco de la alborada podía entrar. Sus hijos habían desaparecido hacía tiempo; sus nietos, criados por madrastras en otras ciudades, eran fantasmas en su memoria. Efigenia había transformado aquella casa vieja en una especie de pulmón abierto, siempre respirando, siempre intercambiando aire, como si el movimiento pudiera traer de vuelta algo de lo que se había perdido.

Afuera, el hombre aún no había salido del vehículo. Efigenia observó a través de la ventana la silueta dentro de la cabina: hombros anchos, sombrero de cuero. Lentamente, la puerta del vehículo se abrió. El hombre descendió. Tendría unos cincuenta y cinco años, tal vez sesenta. Su piel estaba curtida por el sol, un rostro severo con esa dureza que viene de la tierra cultivada como una posesión, no como un hogar. Vestía una camiseta que alguna vez fue blanca, pero que el polvo del sertón había teñido de beige, y sus botas de cuero arrastraban la tierra roja al caminar.

—Dona Efigenia —llamó el hombre, alto y directo, sin la molestia de la cortesía.

—Dona Efigenia, necesito hablar con usted.

Ella sabía que él vendría. Lo sabía desde el día anterior, cuando Zé, el de la tienda de abarrotes, le había traído la noticia junto con un saco de sal y una lata de leche condensada. “El señor Trajano viene a buscar la tierra”, había dicho Zé, con la fatalidad de quien predice una tormenta o la muerte.

El señor Trajano era el dueño de la hacienda grande, aquel que había comprado las tierras en una subasta judicial hacía ocho años, poco después de que el marido de Efigenia muriera sin dejar nada más que deudas y un pedazo de propiedad que, técnicamente, ya no le pertenecía. Eran deudas viejas, contraídas en tiempos de sequía, cuando la cosecha no llegaba y los hijos necesitaban comer.

Efigenia caminó hasta el umbral. Su pequeña silueta, envuelta en un vestido azul descolorido que había pertenecido a su madre, se apoyó levemente contra la madera antigua. Su rostro, una topografía de arrugas y marcas del tiempo, permanecía impasible.

—Señor Trajano —dijo ella, con su voz fina pero firme, una voz que aún guardaba los vestigios de una autoridad antigua—. Qué honor que el señor venga hasta mi humilde casa.

Trajano se detuvo a unos metros. Su rostro no mostraba amabilidad; era el rostro de un hombre acostumbrado a tomar decisiones desagradables.

—Dona Efigenia, tenemos que hablar sobre el terreno, sobre la cuestión de la deuda.

—¡Ven, Trajano, voy a hacer café! —gritó Raquel desde el cuarto, con una ansiedad que atravesaba las paredes—. ¡Mamá! ¿Qué está pasando? ¿Quién es?

Efigenia ignoró los gritos. Buscaba en los ojos de Trajano algún rastro de piedad, pero solo encontró la mirada de alguien que tenía un trabajo que hacer.

—El terreno está a mi nombre, Trajano, desde que mi marido falleció. Desde siempre, técnicamente hablando.

—Tecnicamente —repitió Trajano, con un tono casi de disculpa—. Sí, la doctora que trabaja para la hacienda revisó todos los papeles. Es verdad, pero el señor Manuel tenía una deuda. Diez mil cruceros de la época antigua. Con el tiempo, los intereses y la inflación, eso se convirtió en una bola de nieve. La hacienda va a pagar la deuda asumiendo la propiedad. Es lo más justo.

Raquel apareció en la puerta del cuarto, arrastrando su embarazo de ocho meses. Su rostro estaba pálido, con ojos que aún conservaban esa inocencia de quien cree que las cosas se solucionarán solas.

—¿Qué deuda? —preguntó, caminando con dificultad—. Dona Efigenia, ¿de qué está hablando?

Efigenia puso una mano sobre el hombro de Raquel. Era una mano ligera, casi transparente.

—Una cosa vieja, hija. Una cosa que quedó del tiempo del señor Manuel.

—Entonces, ¿qué va a pasar? —insistió Trajano, mirando su reloj—. Estoy aquí oficialmente para comunicar que la propiedad está siendo ejecutada. Tienen hasta esta noche para salir.

—¿Hoy? ¿Quiere decir hoy mismo? —preguntó Raquel, con la voz quebrada.

—Hoy —confirmó Trajano—. La hacienda quiere comenzar las obras mañana. Vamos a construir una represa aquí. Esta tierra es buena para el agua.

Efigenia sintió que el cansancio de sus ochenta y nueve años se multiplicaba. No era solo fatiga física; era el peso de una vida entera siendo empujada hacia los márgenes.

—La hacienda ofrece trescientos reales para que salgan hoy. Sin problemas, es todo lo que podemos hacer.

Trescientos reales. Efigenia calculó mentalmente: trescientos reales para una mujer embarazada y una anciana en medio del sertón, sin tener a dónde ir.

A las dos de la tarde, Trajano volvió con dos hombres para cerrar la casa. Efigenia y Raquel salieron con dos maletas viejas, una bolsa de tela con comida y una pequeña bolsa de plástico con documentos. El cielo, antes de un azul cegador, había comenzado a cambiar. Nubes pesadas y grises se acumulaban en el horizonte, prometiendo una tormenta.

—Va a llover —dijo Trajano, mirando al cielo mientras subía la ventanilla de su coche con aire acondicionado—. Buena suerte, Dona Efigenia. Lo siento, pero es la ley.

El coche se alejó, dejando una nube de polvo rojo que pronto se convertiría en barro.

—Vamos, hija —dijo Efigenia, tomando la mano de Raquel—. Tenemos que caminar.

—¿Hacia dónde? —lloró Raquel.

—Hacia adelante. Siempre hacia adelante. Tengo una tía en Petrolina. Es lejos, pero es un destino.

Caminaron por la carretera de tierra desierta. El paisaje árido e infinito parecía indiferente a su desgracia. Después de unos kilómetros, el cielo se abrió. La lluvia no cayó; se desplomó como una cascada, violenta y repentina. El camino se convirtió en un río de lodo.

—Dona Efigenia, necesito parar. No aguanto más —gimió Raquel, deteniéndose bajo una pequeña saliente de roca que apenas las cubría.

—Creo que voy a tener el bebé ahora. Creo que es ahora.

El terror heló la sangre de Efigenia. Sus manos temblaban mientras tocaba el vientre de Raquel. Las contracciones eran fuertes, rítmicas. No había vuelta atrás. Allí, bajo la lluvia torrencial, en medio de la nada, la vida insistía en abrirse paso.

Durante las horas siguientes, el tiempo dejó de existir. Solo había dolor, agua y el esfuerzo sobrehumano de dos mujeres. Raquel gritaba, su voz perdiéndose en el estruendo de la tormenta. Efigenia, recurriendo a conocimientos ancestrales enterrados en su memoria, se convirtió en partera, madre y guardiana.

—¡Fuerza, hija, fuerza! —gritaba Efigenia, con el agua escurriendo por su rostro arrugado.

Y entonces, entre el barro y la adversidad, nació. Una niña pequeña, resbaladiza y silenciosa. Efigenia la sostuvo, la puso boca abajo y esperó el milagro. Cuando el llanto de la niña rompió el sonido de la lluvia, Efigenia sintió que sus propias lágrimas se mezclaban con el agua del cielo.

—Es una niña —susurró—. Se llamará Marina. Porque nació en este diluvio.

Pero la prueba no había terminado. Raquel comenzó a sangrar. La hemorragia postparto teñía el barro de rojo.

—No te duermas, Raquel. ¡No te duermas! —suplicaba Efigenia, tratando de mantener a la madre despierta mientras envolvía a la bebé en los pocos trapos secos que quedaban en el centro de las maletas.

La noche cayó como un manto pesado. La lluvia disminuyó a una llovizna fría. Efigenia, con una fuerza que no sabía que poseía, arrastró a Raquel y a la bebé hacia un lugar más seco bajo un árbol retorcido. Improvisó un refugio con las ropas y plásticos. Raquel estaba débil, pálida como la luna, su vida parpadeando.

Efigenia se paró al borde del camino, sosteniendo una linterna vieja que apenas tenía pilas. Esperó. Una hora. Dos. El frío penetraba sus huesos viejos, pero ella se mantenía firme como un poste de alambrada.

Entonces, vio las luces. Dos faros cortando la oscuridad. Un camión viejo, cargado de melones, avanzaba lentamente por el barro. Efigenia se lanzó casi al medio del camino, agitando los brazos.

El camión frenó con un chirrido metálico. El conductor, un hombre llamado Zé María, bajó con una llave de cruz en la mano, temiendo un asalto, pero al ver a la anciana empapada y, más allá, a la mujer con el recién nacido, su rostro cambió.

—¡Por Dios, señora! —exclamó él, corriendo a ayudarlas.

Subieron a Raquel con cuidado a la cabina. Efigenia subió con Marina en brazos, el calor del motor del camión abrazándolas como una bendición.

—Vamos al hospital de la ciudad vecina —dijo Zé María, acelerando—. Ellas van a estar bien. Usted es una guerrera, abuela. Una verdadera guerrera.

Raquel sobrevivió. La transfusión de sangre llegó a tiempo. Marina, la niña de la lluvia, creció fuerte y saludable.

Semanas después, llegaron a Petrolina. La tía de Efigenia había muerto hacía años, pero una prima lejana las recibió. No era una vida de lujos, pero era un techo.

Años más tarde, Efigenia, ya con más de noventa años, se sentaba en el porche de esa nueva casa. Miraba a Marina, que corría por el patio persiguiendo mariposas. La niña tenía la fuerza de la tormenta en sus ojos. Efigenia sonrió, tomando un sorbo de café. Habían perdido la tierra, habían perdido la casa de sus ancestros, y habían sido expulsadas como animales. Pero habían ganado algo que ninguna deuda y ningún terrateniente podía quitarles.

Habían ganado la vida. Y mientras Marina corría bajo el sol, Efigenia supo que su historia no había terminado en aquel camino embarrado; simplemente había comenzado de nuevo. El sertón era duro, sí, pero la sangre de sus mujeres era mucho más fuerte que cualquier sequía, y más resistente que cualquier lluvia.