Chinwe no recordó haberse quedado dormida después de aquel grito. Solo recordó despertar al amanecer, encogida sobre sí misma en la cama, el cabello húmedo y la respiración entrecortada. Las sábanas empapadas se habían secado durante la noche, como si nada hubiera pasado — pero su corazón seguía latiendo como un tambor parlante en su pecho, cada latido resonando en sus oídos como pasos persiguiéndola en la oscuridad.

Se arrastró hasta el espejo. Sus ojos estaban rodeados de círculos oscuros, el blanco marcado por venas rojas. Se salpicó la cara con agua fría, esperando sacudirla de nuevo a la realidad. Pero al caer las gotas en el lavabo, se expandieron en anillos perfectos y brillantes — como pequeñas ondas en un estanque. Cada onda parecía burlarse de ella, susurrándole sobre el río.

—No —susurró a su reflejo, retrocediendo hasta chocar contra la pared, con la respiración acelerada.

Se obligó a ir a trabajar. Tenía que hacerlo. Cualquier cosa para fingir que tenía el control, para aferrarse a la normalidad que sentía escaparse entre sus dedos como agua.

En la oficina, su jefe, un hombre corpulento con mirada lasciva, la acorraló junto a la copiadora.

—Chinwe —ronroneó, con los ojos posados en su blusa—, ¿qué tal una cena esta noche? Pareces que necesitas compañía.

Su mano flotaba a pocos centímetros de su cintura.

Antes de que ella pudiera rechazar educadamente, su rostro se torció como si un puño invisible le apretara la garganta. Jadeó, agarrándose el cuello. Sus ojos se abrieron de par en par, con venas púrpuras marcando su frente. Los papeles volaron mientras se tambaleaba hacia atrás, chocando contra un gabinete con un golpe sordo y desagradable.

La oficina estalló en caos. Chinwe retrocedió horrorizada mientras sus colegas se agolpaban alrededor. Alguien gritó, un sonido agudo que le retumbó en los huesos. Otra voz pidió una ambulancia, con pasos que corrían en busca de ayuda.

Clavó la mirada en el panel de vidrio de una puerta cercana — y allí estaba él: el hombre del río, detrás de su reflejo, con ojos oscuros que brillaban con una fría diversión. Su presencia brillaba como un espejismo, real e imposible.

—Intentó llevarse lo que es mío —susurró la voz, solo para sus oídos, suave y mortal como el suspiro de una serpiente.

Huyó de la oficina con el corazón golpeando con fuerza. Condujo a casa en piloto automático, el mundo pasando borroso por la ventana en rayas grises. Apenas notó las bocinas estruendosas ni los gestos airados de los conductores de danfo.

Dentro de su apartamento, el silencio la recibió como un depredador esperando en las sombras. El aire estaba húmedo, pesado con el aroma de tierra mojada y algo más antiguo, más profundo.

Aquella noche, Chinwe despertó sobresaltada de una pesadilla en la que se ahogaba en aguas negras, con los pulmones ardiendo, sus gritos silenciosos bajo el peso del río. Sintió algo frío y liso en su dedo. Buscó la lámpara de noche con manos temblorosas — y gritó.

Un anillo, brillante y translúcido como agua congelada, rodeaba su dedo anular. Pulsaba suavemente, con un tenue resplandor que latía al ritmo de su agitado corazón. Arañó la piel tratando de deslizarlo, pero no se movía. Las lágrimas le corrieron calientes y desesperadas.

Las luces parpadearon; sombras danzaron en las paredes como espíritus burlones. Su voz resonó por toda la habitación, calmada y definitiva, repitiéndose en cada oscuro rincón:

El grito de Chinwe se quedó atrapado como una piedra en su garganta. Sus piernas se negaron a moverse. Los ojos del hombre brillaban con oscuridad mientras daba un paso adelante, la luz de la luna danzando sobre su pecho desnudo. Un leve olor a barro del río y lluvia flotaba a su alrededor, tan fuerte que casi la hizo vomitar.

—Llamaste —dijo suavemente, su voz envolviéndola como niebla—. Y yo respondí.

Ella negó con la cabeza violentamente.

—No. Esto no es real. ¡Tú no eres real! —Sus ojos se dirigieron hacia su teléfono sobre la mesa, a solo tres pasos, pero sus miembros parecían pesados, como si el aire mismo se hubiera vuelto denso.

Él levantó una mano. Perlas de agua rodaron por sus dedos y salpicaron el suelo de baldosas. Donde cayeron, las baldosas brillaron brevemente como ondas iluminadas por la luna en un estanque.

El corazón de Chinwe latía con fuerza. Recordó las historias de su abuela sobre mami wata y los espíritus del río que concedían oraciones desesperadas pero cobraban precios altos. Siempre se había reído de esas historias, considerándolas supersticiones del pueblo.

Pero el hombre ante ella no era un cuento.

—¿Qué… qué quieres? —balbuceó.

Él inclinó la cabeza, observándola como si fuera un pez interesante en una pecera.

—Pediste un esposo. Yo he venido.

Se obligó a deslizarse de lado por el sofá, intentando alcanzar su teléfono. Pero cuando sus dedos lo rozaron, las luces parpadearon y se apagaron, sumiendo la habitación en la oscuridad. Afuera, el viento se levantó, aullando a través de las grietas de sus ventanas.

Una mano fría cerró sobre la suya.

Ella jadeó. Él estaba a su lado ahora, su toque helado pero ardiente.

—No puedes huir de lo que invitaste —susurró, sus labios tan cerca que su aliento rozó su mejilla, oliendo a agua del río y tierra vieja.

—¡No fue mi intención! —exclamó, con la voz subiendo en un tono frenético—. ¡Estaba enojada! ¡Estaba desesperada! ¡Por favor, déjame en paz!

Él soltó su mano lentamente, casi con ternura.

—Las palabras dichas al río madre no pueden ser retiradas —sus ojos se suavizaron, pero la profundidad en ellos era insondable—. Pero no temas, mi esposa —no te haré daño.

Antes de que ella pudiera responder, se disolvió — su cuerpo se derrumbó en un charco de agua que se absorbió en su alfombra. Las luces volvieron a encenderse. El silencio se posó sobre la habitación, tan completo que su respiración agitada parecía ensordecedora.

¿Fue un sueño? ¿Una pesadilla?

Se levantó tambaleándose, los dedos de los pies aplastando la humedad fría de la alfombra. Su teléfono vibró violentamente en su mano — era su madre llamando de nuevo. Dejó que sonara sin responder, mirando fijamente el charco que lentamente se evaporaba en el aire.

Al día siguiente en el trabajo, Chinwe intentó enterrarse en hojas de cálculo y llamadas con clientes. Pero cada superficie reflectante — la ventana de la oficina, la mesa pulida de la sala de reuniones, incluso la pantalla de su computadora — captaba destellos fugaces de él. Una silueta alta justo detrás de ella, que desaparecía cuando se giraba.

Sus compañeros de trabajo intercambiaban miradas preocupadas mientras ella se sobresaltaba con cada movimiento.

Aquella noche, cerró con llave todas las ventanas, aseguró todas las puertas y cayó en un sueño inquieto. Horas después, despertó temblando en la habitación completamente oscura. El aire estaba pesado por la humedad; sus sábanas estaban empapadas como si hubiera estado durmiendo bajo el agua.

Una voz flotó junto a su cama, suave y tranquila como el agua deslizándose sobre las piedras:

—Siempre estoy contigo.

Su grito partió la noche.

El grito de Chinwe se ahogó en la humedad del cuarto, devorado por la oscuridad densa que parecía extenderse como una sábana sobre su piel. Intentó encender la lámpara, pero el interruptor solo produjo un chasquido seco, inútil. La electricidad no estaba — o no quería estar. El anillo en su dedo brillaba con un resplandor tenue, azulado, como si respondiera a una voluntad distinta a la suya.

—¿Qué quieres de mí? —susurró con voz rota, más a sí misma que al aire que la envolvía.

El silencio respondió, cargado de espera.

Una gota cayó desde el techo y aterrizó sobre su frente. Otra le siguió, y otra más, hasta que el ritmo de agua formó un compás lento, como un tambor ritual tocado en la distancia. Chinwe se levantó temblando, guiada por una mezcla de terror y necesidad. Caminó hacia la cocina, cada paso un eco hueco. Encendió una vela.

La llama temblorosa reveló huellas mojadas en el suelo. No eran suyas. Iban del baño hacia la sala, donde una sombra oscilaba levemente, como si algo —o alguien— estuviera sentado en el sofá, esperándola.

—¿Por qué yo? —preguntó en voz baja, la vela vacilando en su mano.

—Porque tú pediste lo imposible —respondió la sombra, sin moverse—. Y lo imposible siempre cobra su deuda.

La figura se alzó lentamente. Ya no intentaba ocultarse. Tenía la piel oscura como la noche sin luna, y los ojos… los ojos eran lagunas profundas, sin fondo, donde el tiempo parecía detenerse. Su voz era como agua corriendo entre piedras, constante e inevitable.

—No quiero ser tu esposa —dijo Chinwe, esta vez con una firmeza que no sabía que tenía.

—Pero lo eres. Desde el momento en que gritaste al río con tu alma desnuda. Yo escuché. Y vine.

Chinwe retrocedió, pero el hombre —el espíritu— no se acercó más. Simplemente extendió la mano hacia ella. Un gesto simple. Tranquilo. No forzaba, solo ofrecía.

—¿Y si me niego?

—Entonces vivirás con la grieta —respondió—. La grieta entre este mundo y el mío. Siempre sentirás que algo te observa. Que una parte tuya flota en otra corriente. Que ningún amor humano podrá tocarte por completo, porque ya no eres solo de este mundo.

Un sollozo escapó de su garganta. Chinwe se dejó caer de rodillas, la vela temblando hasta apagarse. En la oscuridad, sintió que el suelo se disolvía bajo ella, que el cuarto se convertía en bruma, en agua, en memoria.

Entonces lo recordó: no solo había pedido un esposo. Había pedido ser vista. Amada. Rescatada. Y el río había escuchado. A su manera.


A la mañana siguiente, su apartamento estaba seco. Limpio. El anillo aún en su dedo, pero apagado, como si durmiera. Chinwe se miró al espejo. Sus ojos estaban tranquilos. Cansados, sí. Pero firmes. Por primera vez en meses, sintió una decisión asentarse en su pecho como una piedra en el fondo de un estanque.

Fue al mercado. Compró incienso, sal, hojas de ogili y un cuenco nuevo. Recordó los rezos de su abuela, el dialecto ancestral. Esa noche, encendió las velas, dibujó los símbolos con tiza en el suelo, y habló —no con miedo, sino con claridad.

—Si este vínculo no puede romperse —dijo al viento—, entonces debe tener reglas. Si compartimos el destino, también compartirás mis límites.

La casa guardó silencio por un largo momento, y luego el aire se movió, como si alguien asentía suavemente.

El anillo brilló una vez más. Luego se apagó.


Los días pasaron. Chinwe volvió al trabajo. Su jefe seguía en el hospital, pero estable. Nadie hablaba directamente de lo que pasó, como si el silencio protegiera a todos de una verdad demasiado profunda. Sus compañeros la trataban con más respeto, aunque con una distancia incómoda. Chinwe no les culpaba.

En los reflejos ya no veía figuras. Solo su rostro. Pero en el murmullo del agua —en la lluvia contra el cristal, en el goteo lento de una canilla mal cerrada— a veces creía escucharlo.

No tenía miedo. No del todo.

Había hecho un pacto. No con un dios, no con un demonio, sino con un eco de algo más antiguo que cualquiera de los dos.

Y aunque dormía sola, no se sentía sola.

Ya no.

La noche había caído sobre la ciudad, cubriendo las calles con un manto de luces cálidas y sombras susurrantes. En el departamento de Sofía, todo estaba en silencio, excepto el sonido tenue del reloj marcando las horas perdidas. Emily, sentada frente a la ventana, observaba las luces lejanas, mientras su mente repasaba cada decisión, cada silencio, cada momento en el que el amor se disfrazó de duda.

Después de tantas vueltas, secretos y heridas, ya no quedaban muchos caminos por explorar, solo la verdad. Y fue en esa noche serena cuando Sofía, con una copa de vino entre los dedos, rompió el silencio.

—No quiero perderte, Emily… Pero tampoco quiero seguir viviendo en medio de esta confusión.

Emily la miró, con los ojos brillantes por las lágrimas que no habían caído aún.

—Yo tampoco, Sofía… pero necesito saber si lo nuestro fue real. Si alguna vez me viste como algo más que una sombra de tus deseos, algo más que un escape.

Sofía bajó la mirada, como si las palabras le pesaran.

—Te amé. Te amo. Pero el miedo a enfrentar lo que eso significaba… me hizo cobarde. Rick fue una elección fácil. Una mentira bonita. Pero tú siempre fuiste la verdad que dolía.

Las palabras quedaron suspendidas entre ellas como una promesa rota. Fue entonces cuando Emily se levantó, se acercó a Sofía y, con voz suave pero firme, dijo:

—Entonces luchemos por esa verdad. Aunque duela. Aunque nos cueste. Pero esta vez, sin mentiras. Sin medias tintas.

Sofía asintió, y por primera vez en mucho tiempo, se sintió en paz.

Días después, Rick se marchó. Lo hizo sin escándalos ni reproches. Solo dejó una nota sencilla: “Ojalá encuentren lo que yo no pude ofrecerles: el valor de ser honestas.”

La historia entre Emily y Sofía no fue perfecta, pero sí honesta. Aprendieron a reconstruirse desde las cenizas, a curarse desde la ternura. No hubo finales de cuento, pero sí un nuevo comienzo lleno de decisiones conscientes, conversaciones sinceras y caricias que sabían a reconciliación.

Y así, bajo el mismo cielo donde todo comenzó, caminaron juntas. No como dos mitades rotas buscando completarse, sino como dos almas íntegras que finalmente aprendieron a elegirse.