El Retrato de la Perdición: El Secreto de las Hermanas Navarro

 

El viento helado de febrero soplaba con una fuerza inusual sobre la ciudad de Guanajuato, colándose por los callejones empedrados y haciendo rechinar las ventanas de los edificios coloniales. Era un frío que calaba hasta los huesos, pero en el sótano del Archivo Municipal, la temperatura parecía descender aún más, adquiriendo una cualidad casi sepulcral.

El Dr. Alejandro Durán, un historiador meticuloso de cuarenta y ocho años, con canas prematuras que delataban una vida dedicada al estudio y unas gafas de lectura que resbalaban constantemente por el puente de su nariz, ignoraba el frío. Llevaba meses inmerso en la catalogación de materiales del siglo XIX para una gran exposición sobre la vida cotidiana durante el Porfiriato, organizada por el Instituto Estatal de Historia. Sin embargo, la tarde del 14 de febrero de 2024, su rutina académica estaba a punto de romperse.

—¿Encontraste algo interesante, Alejandro? —preguntó Sofía Reyes, la joven archivista de veintisiete años que lo asistía. Su voz resonó con un eco metálico en la húmeda estancia, iluminada apenas por una bombilla amarillenta que parpadeaba con un zumbido eléctrico constante, amenazando con dejarles en la penumbra.

—No estoy seguro —respondió él, con la voz ahogada por el polvo.

Frente a él, sobre una mesa de trabajo desgastada, descansaba una vieja caja de metal oxidado que había permanecido olvidada en un rincón oscuro del sótano durante décadas. Alejandro notó un detalle que aceleró su pulso: la caja tenía grabado el sello de la familia Navarro, terratenientes poderosos y temidos de la región a finales del siglo XIX. Con manos enguantadas y un cuidado reverencial, Alejandro extrajo el contenido. Había documentos notariales quebradizos, cartas amarillentas cuya tinta se desvanecía y, envuelta en un pesado paño de terciopelo negro que parecía absorber la poca luz de la habitación, un objeto rectangular y pesado.

Con la delicadeza de un cirujano, Alejandro desenvolvió el paño. Lo que emergió fue una fotografía en placa de vidrio, un ambrotipo protegido por un marco de plata terriblemente oxidada. Levantó la placa hacia la luz parpadeante.

—Mira esto, Sofía.

La imagen poseía una nitidez sobrenatural para su antigüedad. Retrataba a dos mujeres jóvenes vestidas con rigurosos trajes oscuros de época, adornados con grandes cuellos blancos de encaje que contrastaban violentamente con la negrura de sus vestimentas. Ambas tenían el cabello negro como el azabache, peinado severamente hacia atrás, y portaban pesados collares con medallones que descansaban sobre sus pechos. Detrás de ellas, apenas visible entre las sombras de la exposición, se distinguía un bosque invernal, con la nieve cubriendo el suelo de manera irregular.

—Son… hermosas —comentó Sofía, acercándose tanto que su aliento empañó levemente el aire—. Pero hay algo inquietante en sus miradas, ¿no crees?

Alejandro asintió lentamente, sintiendo un escalofrío que no tenía nada que ver con la temperatura del sótano. Las dos mujeres miraban directamente a la lente, y por extensión, a ellos, con una intensidad perturbadora. Sus ojos, oscuros y profundos como pozos sin fondo, parecían contener una mezcla de solemnidad, miedo y una extraña malicia.

Alejandro giró la placa con cuidado. En el reverso, una inscripción grabada con una caligrafía elegante y angulosa rezaba: “Hermanas Navarro, Catalina y Beatriz. Bosque de San Miguel. 14 de febrero de 1897. Que Dios nos perdone por lo que hemos hecho.”

—”Que Dios nos perdone…” —repitió Sofía, leyendo por encima del hombro de Alejandro. Un estremecimiento visible recorrió su cuerpo—. Qué inscripción tan extraña para un retrato familiar. Y la fecha… Alejandro, hoy es 14 de febrero. Han pasado exactamente ciento veintisiete años.

—Una coincidencia macabra —concordó Alejandro, frunciendo el ceño—. Necesito investigar más sobre estas hermanas. Y tenemos que llevar esto al laboratorio de la Universidad. Quiero escanear esta placa en la mayor resolución posible. Tengo la sensación de que hay detalles en esa emulsión que nuestros ojos no pueden captar a simple vista.


Dos días después, el ambiente en el laboratorio de restauración digital de la Universidad de Guanajuato era de una tensión eléctrica. Alejandro y Sofía observaban la pantalla de un monitor de ultra alta definición mientras Miguel Ángel Cortés, el técnico especialista, ajustaba los niveles de contraste del escáner.

—Esta pieza es excepcional, doctor Durán —comentó Miguel Ángel, sin apartar la vista de los controles—. La calidad de la emulsión de plata es notable para 1897. El fotógrafo sabía exactamente lo que hacía, aunque la técnica de revelado es… inusual.

La imagen comenzó a renderizarse en la pantalla gigante, línea por línea. La claridad era tal que dejó a los tres sin aliento. Los rostros de las hermanas Navarro emergieron con un realismo atroz: cada pestaña, cada poro de la piel, cada pliegue de la tela y cada eslabón de sus cadenas eran visibles.

Pero fue Sofía quien rompió el silencio con una voz temblorosa. —Esperen. ¿Qué es eso? —Señaló un punto oscuro detrás del hombro izquierdo de la hermana mayor, Catalina.

—¿El qué? —preguntó Miguel Ángel, entrecerrando los ojos.

—Ahí, entre los árboles. Detrás de ellas.

El técnico seleccionó la zona del fondo boscoso y comenzó a aumentar la resolución. Lo que al principio parecía una sombra o una mancha en la placa, comenzó a tomar forma. —Probablemente alguien que estaba de pie detrás durante la toma —sugirió Miguel Ángel, aunque su tono traicionaba una profunda incertidumbre.

—Aumenta más —ordenó Alejandro. Sentía un cosquilleo de alarma en la nuca, un instinto primitivo gritándole que no debían ver eso.

A medida que los píxeles se definían, el horror se hizo palpable en la sala. No era una persona. Era una forma humanoide, sí, pero de proporciones grotescas, enfermizamente alargada, con extremidades que tenían demasiadas articulaciones. Su rostro era una mancha borrosa, carente de rasgos definidos, salvo por lo que parecía una boca abierta en un grito eterno.

Pero lo más perturbador no era la figura en sí, sino su conexión con las mujeres. —Dios mío —susurró Sofía, llevándose una mano a la boca.

Desde la espalda de la criatura salían lo que parecían hilos, cuerdas oscuras y viscosas que se extendían hacia adelante y se hundían directamente en la nuca de Catalina y Beatriz, como si fueran marionetas macabras unidas a su titiritero.

—Esto… esto tiene que ser un defecto de la placa —dijo Miguel Ángel, pálido como el papel—. Una doble exposición, hongos en el vidrio…

—No son hongos —interrumpió Alejandro con voz grave—. Amplía los medallones que llevan en el pecho.

Cuando la imagen se enfocó en las joyas, la última duda se disipó. Los medallones no eran ornamentales. Cada uno contenía un símbolo grabado con precisión quirúrgica: un círculo con una estrella invertida de cinco puntas, rodeada de glifos que no pertenecían al alfabeto latino.

—Un pentagrama invertido —murmuró Sofía—. Es simbología ocultista. Y esos caracteres… parecen enoquiano o alguna variante de lenguas rituales antiguas.

Alejandro se quitó las gafas y se frotó los ojos, intentando procesar la imposibilidad de lo que veía. La lógica histórica chocaba frontalmente con la evidencia visual. —Miguel Ángel, imprime esta imagen en la máxima resolución posible y guárdala en una memoria externa. Sofía, tú y yo nos vamos ahora mismo a San Miguel de Allende. Si las hermanas Navarro vivían en esa zona y se tomaron la foto en ese bosque, el archivo parroquial debe tener respuestas.


El viaje de cuarenta kilómetros hasta San Miguel de Allende transcurrió en un silencio tenso. El pueblo, famoso por su arquitectura barroca y su ambiente cosmopolita, parecía diferente esa tarde bajo un cielo gris plomizo. El archivo de la Parroquia de San Miguel Arcángel se encontraba en un edificio anexo de piedra, un lugar donde el tiempo parecía haberse detenido, impregnado de olor a incienso rancio y papel antiguo.

El padre Tomás Jiménez, un sacerdote de sesenta y cinco años con cabello blanco y ojos bondadosos pero cansados, los recibió con curiosidad académica que pronto se transformó en aprensión.

—¿Las hermanas Navarro? —repitió el sacerdote, y su sonrisa desapareció—. Ese es un apellido que no se menciona a la ligera en los registros antiguos de esta parroquia. ¿Puedo preguntar el motivo de su interés?

Alejandro desplegó sobre la mesa la impresión de la fotografía restaurada, cuidándose de no mostrar aún el detalle ampliado de la figura en el bosque. El padre Tomás tomó la imagen con manos temblorosas y se santiguó instintivamente.

—Sí… son ellas. Catalina y Beatriz Navarro. Hijas de Don Rodrigo, un hacendado que perdió la razón. —El sacerdote suspiró y caminó hacia una estantería de madera oscura—. Hay registros, pero les advierto, es una historia negra. Una mancha en la historia de este pueblo.

El padre Tomás regresó con una carpeta de cuero gastado, marcada con el año 1897. —Estos son los diarios personales del padre Sebastián Romero, quien era el párroco en aquel entonces.

Abrió la carpeta y comenzó a leer. Lo que narraban aquellas páginas manuscritas heló la sangre de Alejandro y Sofía. Según el relato, en el invierno de 1897, las hermanas Navarro, de 19 y 17 años, fueron acusadas de brujería. El pueblo vivía aterrorizado: el ganado aparecía mutilado, las cosechas se pudrían de la noche a la mañana y, lo más trágico, tres niños del pueblo habían desaparecido sin dejar rastro en el lapso de dos meses.

—Escuchen esto —dijo el padre Tomás, señalando una entrada fechada el 13 de febrero de 1897, la víspera de la fotografía—. “Las hermanas Navarro han confesado. No mostraron arrepentimiento, sino soberbia. Afirman haber pactado con una entidad antigua, a la que llaman ‘El Guardián del Bosque’. Ofrecieron la sangre de los inocentes a cambio de restaurar la fortuna perdida de su padre y obtener vida eterna. Dicen que mañana, en el día de San Valentín, completarán el ritual final que sellará el vínculo para siempre. He intentado exorcizarlas, pero el mal que habita en ellas es más antiguo que mis oraciones.”

Un silencio pesado cayó sobre la habitación, solo roto por el sonido del viento golpeando los muros de piedra. —¿Qué pasó después? —preguntó Alejandro.

—El 15 de febrero, al amanecer, las encontraron muertas —respondió el cura, pasando la página—. En el mismo bosque. Sus cuerpos estaban congelados en posturas antinaturales, aunque esa noche no hizo tanto frío como para matar a alguien tan rápido. Y lo más terrible… —El padre dudó—. Sus ojos eran completamente negros. Las pupilas habían devorado el iris.

El sacerdote extrajo un dibujo tosco del expediente. —Encontraron esto grabado en la tierra alrededor de los cadáveres. —Era el mismo pentagrama invertido de los medallones—. Fueron enterradas allí mismo, en tierra no consagrada, en un rincón maldito del bosque. La familia cayó en desgracia, la hacienda fue demolida y el sitio fue olvidado… o evitado, mejor dicho.

—Padre —dijo Alejandro, poniéndose de pie—, necesitamos saber dónde está ese lugar.

—Hay un viejo mapa —dijo el sacerdote, sacando un papel quebradizo—, pero no deberían ir. Los lugareños dicen que quien va allí escucha voces. Que algo sigue esperando entre los árboles.


Ignorando el sentido común, Alejandro y Sofía se adentraron en el bosque de San Miguel al caer la tarde. Armados con linternas potentes, la cámara digital profesional de Alejandro y el mapa del padre Tomás, avanzaron entre la maleza. El bosque estaba extrañamente silencioso; no había pájaros, ni grillos, solo el crujir de las ramas secas bajo sus botas.

—Debería ser aquí —dijo Alejandro, alumbrando el mapa.

Sofía se detuvo en seco. —Alejandro, mira.

Frente a ellos, en un claro donde la vegetación se negaba a crecer, había dos montículos de tierra oscura, cubiertos de piedras y musgo gris. El aire en ese círculo era gélido, mucho más frío que en el resto del bosque, y tenía un olor metálico, como a ozono y sangre vieja.

—Creo que las encontramos —susurró Alejandro.

En ese instante, la cámara que colgaba de su cuello emitió un pitido agudo. Alejandro la levantó. La batería, que había cargado al 100% antes de salir, marcaba ahora un crítico 5% y descendía rápidamente. —¿Qué demonios…? —murmuró.

La linterna de Sofía parpadeó violentamente y se apagó. Segundos después, la de Alejandro hizo lo mismo, sumiéndolos en una penumbra grisácea, apenas rota por la luz de la luna que se filtraba débilmente entre las copas de los árboles.

—Alejandro, vámonos. Por favor —suplicó Sofía, retrocediendo.

Pero Alejandro estaba paralizado, mirando la pantalla LCD de su cámara, que se había encendido sola, brillando con una luz azulada en la oscuridad. En la pantalla se mostraba el archivo digital de la foto restaurada. Pero la imagen se movía. La figura del fondo, el “Guardián”, estaba ahora mucho más cerca de las hermanas. Y las hermanas… sonreían. Una sonrisa cruel, llena de dientes afilados que no estaban en la foto original.

Por fin han venido…

El susurro no provino de la cámara, sino del aire mismo, envolviéndolos desde todas las direcciones. De la tierra de los montículos comenzó a emanar una niebla densa y fría. Y entonces, frente a ellos, dos figuras translúcidas se materializaron.

Eran ellas. Catalina y Beatriz. Llevaban los mismos vestidos, los mismos medallones, pero sus rostros espectrales reflejaban una angustia infinita mezclada con la maldad del pacto. Sus ojos eran pozos de oscuridad absoluta.

Sofía gritó, un sonido ahogado por el terror. Alejandro intentó moverse, pero sus piernas no respondían. —No teman —dijo la aparición de la izquierda, Catalina, con una voz que sonaba como hojas secas arrastradas por el viento—. Hemos esperado tanto…

—¿Qué quieren? —logró articular Alejandro, su mente racional luchando por no quebrarse.

—Liberación —respondió Beatriz, la más joven.

Las figuras flotaron más cerca. Ahora, Alejandro podía ver las cuerdas negras con claridad. No eran un efecto de la foto; eran ataduras de energía oscura que salían de sus espaldas y se perdían en la oscuridad del bosque, atándolas a ese lugar maldito.

—El pacto fue una trampa —continuó Catalina, y una lágrima negra rodó por su mejilla fantasmal—. El fotógrafo… él era un brujo, un siervo del Guardián. Nos dijo que la foto inmortalizaría nuestra belleza y poder. No sabíamos que la imagen se convertiría en el ancla. Mientras esa imagen exista, nosotras no podemos partir. El Guardián se alimenta de nuestra culpa, noche tras noche, siglo tras siglo.

—Deben destruir la imagen —dijo Beatriz con urgencia—. Aquí. Ahora. Hoy se cumple el ciclo. Ciento veintisiete años. Si no lo hacen hoy, estaremos atrapadas otro siglo más.

—Pero la placa de vidrio está en el archivo —dijo Sofía, temblando—. No la trajimos.

—La esencia está en la imagen, no en el soporte —explicó Catalina, señalando la cámara de Alejandro—. Esa copia que tienen… esa luz atrapada en su máquina… ahora contiene el vínculo. Destrúyanla y el pacto se romperá.

Alejandro miró la cámara. La imagen en la pantalla vibraba. Podía ver el reflejo de los espectros superpuesto sobre la foto digital. Entendió que tenían razón: al digitalizar la imagen con tal perfección, habían recreado el ritual, trayendo la “esencia” maldita al presente.

Con manos torpes por el frío y el miedo, Alejandro extrajo la tarjeta de memoria de la cámara. —¿Estás seguro? —preguntó Sofía.

—Es la única forma —respondió él.

Alejandro colocó la pequeña tarjeta de plástico sobre una roca plana entre las dos tumbas. Sacó un encendedor de su bolsillo y, tras un par de intentos fallidos, logró encender la llama. —Que Dios nos perdone a nosotros también —murmuró, y acercó el fuego al plástico.

La tarjeta no se derritió como plástico normal. Ardió con una llamarada azul intensa y soltó un humo negro y denso. En el momento en que el fuego consumió el chip de memoria, un rugido ensordecedor sacudió el bosque. Los árboles se agitaron violentamente como si un huracán invisible los golpeara.

Las cuerdas negras que ataban a las hermanas se tensaron y, con un chasquido que sonó como un trueno, se rompieron. Desde la profundidad del bosque, donde la oscuridad era más espesa, se escuchó un alarido de frustración, inhumano y terrible, que se fue alejando hasta desvanecerse.

Las figuras de Catalina y Beatriz comenzaron a brillar con una luz blanca, pura. Sus rostros recobraron una apariencia humana, joven y pacífica. Los ojos negros desaparecieron, revelando pupilas normales llenas de gratitud. —Gracias —susurraron al unísono.

Y se desvanecieron en el aire, como niebla bajo el sol de la mañana.

Las linternas de Alejandro y Sofía se encendieron de golpe. El viento cesó. El bosque recuperó sus sonidos naturales: un grillo cantó, un búho ululó a lo lejos. La temperatura subió hasta ser simplemente la de una noche fresca de febrero.

—Nadie va a creer esto —dijo Sofía finalmente, rompiendo el silencio, con lágrimas en los ojos.

—No —concordó Alejandro, guardando su cámara vacía—. Y es mejor así.


Dos semanas después, el Dr. Alejandro Durán presentaba su informe final sobre la catalogación. En una nota a pie de página, mencionó brevemente el hallazgo de una placa fotográfica dañada e “irreparable” debido a la exposición al aire, recomendando su archivo permanente en una caja sellada bajo llave, lejos de cualquier escáner o luz.

En San Miguel de Allende, el padre Tomás visitó el antiguo lugar en el bosque. Donde antes solo había tierra muerta y dos montículos lúgubres, ahora crecían pequeñas flores silvestres blancas. No había frío, ni voces, ni miedo.

Abrió el viejo diario del padre Sebastián y, con una pluma nueva, añadió una entrada final con fecha de 2024: “El ciclo se ha roto. Las almas errantes han encontrado su camino a casa. El Guardián ha sido devuelto a las sombras. Requiescat in pace.”

Cuentan ahora los lugareños que se aventuran cerca de ese claro en el bosque, que en las noches de febrero ya no se escuchan lamentos. En su lugar, si uno presta mucha atención y el viento es favorable, se puede oír el suave murmullo de dos voces jóvenes tarareando una vieja canción de cuna, dulces y libres por fin, bajo la luz de las estrellas.