En la feria de San Isidro, el patrón humilló a una viuda frente a sus hijos… hasta que Villa llegó y desató el infierno.
Cuentan los que saben, los que estuvieron ahí cuando el sol caía a plomo y el viento levantaba más lágrimas que polvo, que en San Isidro del desierto había una mujer que tejía sueños con hilos de esperanza y dolor.
Se llamaba doña Lucha Morales, delgada como vara de mezquite, con manos curtidas de bordar rebozos y remendar pantalones de mezclilla. Sus ojos eran color café profundo y su cabello, salpicado de canas, brillaba bajo el sol como la paja seca. Aun así, su espalda seguía recta, recordando el día que enterró a Evaristo, su esposo, caído en la batalla de Torreón junto a los maderistas.
Vivía en un jacal de adobe medio desplomado, con techo de lámina que canturreaba rancheras tristes con cada lluvia. Allí criaba a sus dos hijos: Nicolás, de 14 años, que trabajaba cargando sacos en la estación del tren, y Remedios, de ocho, con los ojos de su padre y una tos que ni el té de bugambilia ni las oraciones a la Virgen de Guadalupe lograban calmar.
El patrón del pueblo, don Joaquín de la Peña, era un hombre robusto como marrano cebado, con bigote engomado y traje de Casimir tieso como tabla de planchar. Sus manos, blancas y suaves, no conocían el trabajo, y sus ojos pequeños y brillosos acechaban, como serpientes esperando su presa.
Dueño de la tienda de raya, la cantina, el hotel y gran parte del pueblo, incluso del jacal donde doña Lucha pagaba su renta con el sudor de sus dedos, don Joaquín tenía fama de implacable. Aquella mañana de octubre, cuando el cielo parecía papel viejo y el aire olía a polvo y resignación, la feria de San Isidro llenaba la plaza de puestos de nieve, elotes, comales humeantes y olor a carnitas, despertando la hambre de los pobres que solo podían mirar.
Doña Lucha bajó a la plaza con un rebozo negro sobre los hombros, llevando en las manos un bordado de nochebuenas terminado la noche anterior a la luz de una vela de cebo.
—Don Joaquín —dijo, quitándose el rebozo con respeto, mostrando su cabello peinado con agua y recogido con horquillas oxidadas—. Vengo a pedirle un favor.
El patrón estaba junto a otros hombres de dinero, todos con ropa de domingo aunque fuera martes. La miró con desdén, como quien ve una mosca.
—¿Qué quieres, Lucha? —preguntó, sin quitarse el puro de la boca.
—Es que ya van tres meses que le debo la renta, don Joaquín. Mire este bordado que terminé; se lo ofrezco a cuenta y le prometo que para fin de mes pagaré todo lo pendiente. Nicolás ya consiguió un trabajo extra en el molino de don Facundo…

Los otros hombres se quedaron callados mirando. Las mujeres que vendían dulces dejaron de pregonar. Hasta los niños que correteaban perros pararon de gritar. como si el aire mismo hubiera decidido escuchar lo que iba a pasar. Don Joaquín agarró el bordado con sus dedos gordos, lo alzó contra la luz y se rió con una risa que sonaba como ladrido de coyote.
“Con este trapo crees que me vas a pagar”, dijo y antes de que alguien pudiera pestañear, aventó el bordado al suelo y lo pisó con la bota. 3 meses de renta, más los intereses son 50 pesos. Si no los tienes para mañana, te saco a patadas de mi casa. Doña Lucha se agachó a recoger su trabajo.
Las nochebuenas bordadas estaban manchadas de lodo y pisadas, pero siguió siendo bonito. Se lo pegó al pecho como si fuera un niño lastimado. Don Joaquín, por la memoria de mi difunto marido, que murió defendiendo esta patria. Tu marido era un muerto de hambre, igual que tú, gritó el patrón. Y entonces pasó lo que el pueblo nunca olvidaría. Le dio una bofetada a doña Lucha, que se oyó hasta la iglesia.
Un golpe seco como cuando truena un chicote. La mujer no se cayó, pero sí se tambaló. Se llevó la mano a la mejilla que se le puso colorada como chile piquín. Y por primera vez en años se le salieron las lágrimas delante de la gente. El silencio que siguió fue más pesado que lápida de panteón. Ni un suspiro, ni un llanto de niño.
Todos los ojos del pueblo mirando a una viuda humillada en la plaza y ni un solo hombre que moviera un dedo para defenderla. Algunos bajaron la vista avergonzados. Otros se hicieron como que no habían visto nada, pero nadie, ni uno solo, se atrevió a enfrentar a don Joaquín.
Doña Lucha se puso derecha otra vez, se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y agarró su reboso del suelo. Miró al patrón a los ojos, sin odio, pero sin miedo tampoco. Dios aprieta, pero no ahorca a don Joaquín, le dijo con voz temblorosa pero clara. Y el que con hierro mata, con hierro muere.
Se dio la vuelta y se fue caminando despacio hacia su jacal, con la cabeza alta y el bordado sucio pegado al corazón. La gente la siguió con la mirada hasta que se perdió entre las casitas de adobe y entonces empezaron los murmullos, los comentarios a media voz, la vergüenza que se iba extendiendo como mancha de aceite. Don Joaquín se quedó ahí parado, limpiándose las manos con un pañuelo, como si se hubiera ensuciado con algo feo.
Se rió otra vez, pero esta vez nadie le hizo segunda. Hasta sus amigos ricos se quedaron callados, incómodos. Esa noche, en el jacal de doña Lucha, el niño su nieto de 12 años, hijo de una hija que se había ido a Ciudad Juárez a buscar trabajo, se acercó a su abuela. La encontró sentada en el petate remendando el bordado a la luz de la vela, con los ojos hinchados pero secos.
Abuelita,” le dijo el muchacho que tenía las rodillas raspadas de tanto trepar árboles y la cara tostada por el sol. ¿Por qué nadie hizo nada cuando ese hombre la golpeó? Doña Lucha siguió cosciendo sin levantar la vista. Porque la gente le tiene miedo al patrón, mijito, y cuando el miedo se mete en el corazón, ahí se queda como culebra enroscada. Pero no está bien, abuelita.
Mi papá me enseñó que a las mujeres no se les pega nunca y menos a las señoras grandes. Tu papá tenía razón, pero tu papá ya no está y los hombres que quedan se olvidaron de ser hombres. El niño se quedó un rato callado, viendo cómo los dedos de su abuela trabajaban con hilo y aguja, reparando el daño. Luego se acordó de algo.
Abuelita, ¿usted conoce las historias que cuentan del general Villa? Doña Lucha alzó la vista por primera vez en toda la noche. Claro que las conozco, mi hijito. ¿Por qué preguntas? Porque dicen que él sí defiende a la gente pobre, que cuando hay una injusticia, él llega y la arregla. Dicen que anda por estos rumbos con sus dorados. La viuda dejó de coser.
Se quedó mirando a su nieto con una mezcla de cariño y tristeza. Son cuentos, El general Villa tiene cosas más importantes que hacer que venir a ayudar a una vieja como yo. Pero, ¿y si no son cuentos? ¿Y si es cierto que él ayuda a la gente? Doña Lucha suspiró hondo, como suspiran las mujeres que han cargado más penas que años.
Pues si fuera cierto, mi hijito, tendría que haber alguien que le fuera a contar lo que pasó. Pero, ¿quién se va a atrever? ¿Quién va a andar buscando al general Villa por el desierto? no contestó, pero esa noche, cuando su abuela ya se había dormido, salió del jacal sin hacer ruido, encilló el caballo flaco que tenían amarrado atrás, un alazán viejo que se llamaba Canelo, y se echó al camino.
Llevaba una bolsa con tortillas duras, un poco de agua en un guaje y el corazón lleno de coraje que había heredado de su papá. muerto. Cabalgó toda la noche preguntando en los ranchos, en los pueblitos perdidos, siguiendo rumores y pistas. Unos le decían que Villa andaba por Parral, otros que por Ojinaga, otros que por las sierras de Santa Bárbara, pero el muchacho no se dio por vencido.
Siguió preguntando, siguió buscando con la cara de su abuela golpeada, grabada en la memoria y la rabia justa que sienten los nietos cuando maltratan a sus abuelas. Al tercer día, medio muerto de hambre y con los labios partidos por el sol, encontró a un arriero que le dijo, “Muchacho, si de veras andas buscando al general Villa, ve rumbo a las cuevas de sandía.
Ahí acampa con su gente cuando anda en estas tierras.” espoleó al Canelo y siguió el camino polvoriento entre mezquites y nopales, hasta que vio humaredas a lo lejos. Su corazón empezó a latir como tambor de guerra. Ahí, bajo la sombra de unas higueras secas acampaban los dorados, hombres bronceados, con sombreros de palma, cartucheras cruzadas al pecho y rifles que brillaban como espejos.
Y entre todos, sentado en una piedra grande, con el sombrero echado hacia atrás y los ojos fijos en el horizonte, estaba él, Francisco Villa. nunca había visto a un hombre tan grande sin ser gordo, tan fuerte sin ser presumido. Villa tenía el bigote espeso como cepillo de raíces, los ojos color miel oscura y las manos de quien ha trabajado la tierra antes de empuñar las armas.
estaba limpiando su pistola con un trapo despacio, como quien reza una oración conocida. El muchacho se bajó del caballo con las piernas temblándole, pero no de miedo, sino de emoción. Los dorados lo miraron con curiosidad. Algunos se rieron bajito al ver al niño flaco y polvento que llegaba montado en un caballo que parecía más hueso que carne.
“Eh, chamaco!”, le gritó uno de los hombres, un tipo barbón con cara de pocos amigos. ¿Qué haces aquí? ¿Vienes a jugar a la guerra? Pero Villa alzó la mano pidiendo silencio, dejó la pistola en su funda y se acercó al niño con pasos tranquilos. ¿Cómo te llamas, muchacho? Francisco Morales, mi general, pero todos me dicen Villa sonrió apenas como sonríen los hombres rudos cuando algo les da ternura. Francisco, como yo, eso es buena señal.
¿De dónde vienes? De San Isidro del desierto, mi general, y vengo a pedirle justicia. Las palabras del niño cayeron en el campamento como piedras en un pozo hondo. Los dorados dejaron de hacer lo que estaban haciendo para escuchar. Villa se sentó en cuclillas para quedar a la altura del muchacho. “A ver, cuéntame qué pasó.
” Y el niño contó con voz clara, sin llorar, pero con las palabras cargadas de rabia justa. Contó de su abuela, doña Lucha, viuda de revolucionario. Contó del bordado pisoteado, de la bofetada en la plaza, del silencio cobarde del pueblo. Contó como don Joaquín de la Peña trataba a la gente pobre como si fueran animales, cómo tenía comprados a los rurales, como nadie se atrevía a hacerle frente.
Ella escuchó sin interrumpir, con el seño cada vez más fruncido. Cuando el niño terminó de hablar, se quedó callado un largo rato mirando las montañas lejanas, como si ahí estuvieran escritas las respuestas. Rodolfo le dijo a uno de sus hombres, un tipo alto y serio que estaba echado contra un árbol.
¿Qué opinas? Rodolfo Fierro se incorporó y se acercó. Era un hombre de pocas palabras y muchas balas, conocido por su frialdad en la batalla. Pues que la cosa está clara, mi general. Un hombre que golpea a viudas es un cobarde que necesita escarmiento. ¿Y tú qué dices, Felipe?, le preguntó Villa a otro de sus compañeros, un hombre de bigote cano y mirada del letrado.
Felipe Ángeles se quitó el sombrero y se rascó la cabeza, pues que la revolución no se hizo nás para cambiar de gobierno, sino para cambiar las costumbres. Y esto de humillar a las viudas es costumbre que hay que arrancar de raíz. Villa asintió despacio, se levantó y se puso a caminar en círculos con las manos atrás de la espalda, como hacía siempre que estaba pensando algo importante.
“¿Sabes qué, Panchito?”, le dijo por fin, “Tu abuela tiene razón cuando dice que Dios aprieta pero no ahorca.” Y también tiene razón cuando dice que el que con hierro mata, con hierro muere. Pero a veces Dios necesita brazos para hacer su trabajo y a veces el hierro necesita quien lo empuñe. Entonces, ¿va a venir mi general? Milla se le acercó y le puso una mano en el hombro. Claro que voy a ir, muchacho.
La honra de una viuda es la honra de todos. Y si el pueblo no tiene valor para defenderla, entonces yo tendré valor por ellos. Órale, gritó uno de los dorados. A darle de qué se murió el abuelo a ese cabrón. Pero Villa lo cayó con la mirada. Nada de groserías delante del chamaco y nada de hacer las cosas a lo bestia.
Esto se va a hacer con cabeza porque no se trata noás de castigar a un malvado, sino de enseñarle al pueblo a defenderse solo. Esa misma tarde empezaron los preparativos. Villa reunió a 30 de sus mejores hombres, todos veteranos de mil batallas, todos leales hasta la muerte.
Entre ellos estaban Rodolfo Fierro, Felipe Ángeles, Tomás Urbina y otros cuyo solo nombreía temblar a los federales. También se unieron cinco mujeres soldaderas bravas, que sabían disparar tamban bien como cualquier hombre y que curaban heridas con la misma destreza. con que cosían uniformes. “Mira, Panchito,” le dijo Villa mientras revisaba las armas.
“Tú te vas a regresar con tu abuela. Le dices que el general Villa recibió su mensaje y que en dos días va a estar en San Isidro para arreglar las cuentas. Pero, mi general, yo quiero ir con ustedes.” No, muchacho, tú ya hiciste tu parte y muy bien hecha. Ahora déjanos hacer la nuestra. Además, tu abuela te necesita ahí.
Las viudas valientes necesitan nietos valientes que las cuiden. entendió. Se montó en el Canelo, que había descansado y comido un poco de forraje, y se echó al camino de regreso. Llevaba el corazón ligero y una esperanza grande como el cielo del desierto. Esa noche, en el campamento de los dorados, Villa no durmió.
se quedó despierto limpiando su rifle, pensando en la viuda golpeada y en el pueblo callado, porque él sabía que detrás de cada injusticia chica había una injusticia grande y que detrás de cada cobarde había un sistema que premiaba la cobardía. ¿En qué piensa, mi general?, le preguntó Tomás Urbina, que hacía guardia junto a la fogata.
Pienso en mi madre Tomás, también era viuda, también la maltrataron y yo era muy chico para defenderla. Pero ahora ya no es chico, jefe. No, ya no. Y por eso vamos a San Isidro, no nomás por doña Lucha, sino por todas las viudas que han sido golpeadas y por todos los niños que no pudieron hacer nada para impedirlo. Al día siguiente, muy temprano, cuando el sol apenas pintaba de rosa las montañas, los dorados se pusieron en marcha.
35 jinetes levantando polvareda con las cartucheras llenas y el corazón dispuesto. Villa iba adelante con el sombrero calado y la mirada fija en el horizonte, seguido por sus hombres de confianza. Cabalgaron todo el día parando nomás para dar agua a los caballos y para comer tortillas frías con frijoles. No hablaron mucho durante el camino. Todos sabían que iban a hacer justicia.
Y la justicia se hace en silencio, con respeto, como se reza. Por la tarde, cuando el sol empezaba a meterse detrás de los cerros, llegaron a un cerrito desde donde se veía San Isidro del desierto. El pueblo se veía chiquito y triste, con sus casitas de adobe desperdigadas como dientes de viejo, y sus calles polvorientas, donde noás se movían algunas gallinas y un perro flaco.
“Ahí está el nido de la víbora”, dijo Fierro. Pues vamos a ver si la víbora tiene colmillos o no más es puro siseo”, contestó Villa. Esperaron a que oscureciera para entrar al pueblo. No querían asustar a la gente de noche, pero tampoco querían darle tiempo al patrón de preparar alguna trampa. Villa había aprendido en muchas batallas que la sorpresa es mejor arma que las balas y que un enemigo prevenido es un enemigo peligroso.
Cuando las primeras estrellas empezaron a asomarse en el cielo, los dorados bajaron del cerrito y se acercaron a San Isidro como sombras silenciosas. Villa iba adelante con la pistola en la funda, pero la mano lista para sacarla. Sus hombres lo seguían en fila, como fantasmas armados que venían a cobrar una deuda de honor.
Los dorados entraron a San Isidro del desierto, como entra el agua en tierra seca. sin ruido, pero llenando todos los huecos. Villa había dividido a su gente en tres grupos. Fierro con 10 hombres rodeó la hacienda de don Joaquín por el lado del corral. Felipe Ángeles con otros 10 tomó posiciones cerca de la estación del tren y Villa con los restantes se quedó en el centro del pueblo, cerca de la plaza donde había pasado la afrenta.
Era una noche sin luna, de esas que los coyotes aprovechan para aullar sus penas al cielo. El aire olía a humo de leña y a creosota, y el silencio era tan espeso que se podía cortar con machete. Pero Villa sintió algo raro, un cosquilleo en la nuca que le decía que algo no estaba bien.
Después de tantos años de guerra, había aprendido a escuchar los avisos que le mandaba el instinto. Tomás, le susurró a Urbina, esto está muy callado. Ni un perro que ladre, ni un gallo que cante. Sí, jefe, como que el pueblo está esperando algo. se bajó del caballo y caminó hacia el jacal de doña Lucha. Tocó la puerta bajito con los nudillos como tocan los hombres respetuosos.
¿Quién es? Se oyó la voz asustada de la viuda. Soy Francisco Villa, señora. Vengo por la justicia que me pidió su nieto. La puerta se abrió despacio. Doña Lucha apareció con un rebozo echado sobre la cabeza y los ojos grandes de la sorpresa.
Dios santo, ¿de veras es usted general? Sí, señora, ¿puedo pasar? Adentro del jacal, a la luz de una vela de cebo, Villa vio la pobreza digna de la viuda, el petate donde dormía, el comal frío, las paredes de adobe resquebrajadas, pero también vio algo más, los ojos brillantes de esperanza de doña Lucha y la sonrisa tímida de sus dos hijos, Nicolás y Remedios.
General, le dijo la viuda, no sé cómo agradecerle que haya venido, pero tengo miedo de que le hayan puesto una trampa. ¿Por qué dice eso, señora? Porque don Joaquín ya sabía que usted venía. Desde ayer anda muy nervioso y ha estado platicando con gente extraña. Además, Tiburcio Sánchez, que antes andaba con los revolucionarios, ahora es su capataz.
Villa frunció el ceño. Tiburcio Sánchez había sido uno de sus hombres en los primeros tiempos, pero había desertado después de la batalla de Celaya, cuando las cosas se pusieron feas para la división del norte. Tiburcio está aquí. Sí, general, y ayer lo vi hablando con unos pistoleros que llegaron de Ciudad Juárez, hombres de mala catadura, con caras de asesinos a sueldo.
Villa sintió que el cosquilleo en la nuca se hacía más fuerte. Se asomó por la ventana del jacal y miró hacia la plaza. Todo seguía muy callado, demasiado callado. Señora, ¿hay otra manera de salir de aquí sin pasar por la plaza? Sí, general, por atrás del jacal hay un caminito que lleva al arroyo seco.
De ahí puede llegar a la cantina sin que lo vean. Muy bien. Usted y sus hijos se quedan aquí con las puertas cerradas. No salgan hasta que todo termine. Villa salió del Jacal por la puerta trasera y se reunió con sus hombres. Les explicó lo que había descubierto y cambió los planes sobre la marcha.
Fierro, mantente donde estás, pero con mucho cuidado. Felipe, acércate por el lado de la iglesia y ustedes les dijo a otros cuatro dorados, vengan conmigo. Vamos a darle una vuelta a don Joaquín por el lado que no espera. Se encaminaron hacia la cantina usando el sendero que les había indicado doña Lucha.
Era un callejón estrecho entre jacales abandonados, lleno de piedras sueltas y hierbas secas. Villa iba adelante con la pistola ya en la mano, seguido por Pedrito, el más joven de sus dorados, un muchacho de 20 años que tenía cara de niño, pero corazón de león. Estaban llegando a la esquina de la cantina cuando pasó lo que tenía que pasar.
De las ventanas de los jacales de alrededor salieron llamaradas de disparos, una emboscada bien preparada con tiradores escondidos en tres casas diferentes. Las balas silvaron como avispas rabiosas, quebrando vidrios y astillando madera. “¡Al suelo!”, gritó Villa y se echó detrás de un parapeto de ladrillos. Sus hombres se desperdigaron buscando refugio, pero el callejón era muy estrecho y los enemigos tenían ventaja de altura.
Pedrito, que venía atrás, recibió el impacto de un disparo y se desplomó como costal de maíz. Villa lo vio caer y sintió una rabia fría que le subió desde las tripas hasta los ojos. “Pedrito!”, gritó y se arrastró hasta donde estaba el muchacho. El joven dorado tenía los ojos abiertos perdiendo su brillo.
Se llevó la mano al pecho de donde la vida se le escapaba y sacó un escapulario de la Virgen de Guadalupe que le había dado su madre. Mi general le dijo con el último aliento, “Dígale a mi jefa que cumplí como hombre y se quedó quieto para siempre con el escapulario en la mano y una sonrisa triste en los labios. Villa sintió que se le apretaba el corazón como puño cerrado.
Pedrito había sido como un hijo para él y verlo morir así, en una emboscada cobarde le prendió una hoguera en las entrañas. Pero no era momento para llorar muertos, sino para vengarlos. Se asomó por el parapeto y vio una cara conocida en una de las ventanas. Tiburcio Sánchez, el desertor, con un rifle en las manos y una sonrisa de víbora en la cara. Pancho Villa le gritó. Ya viste cómo recibo a los amigos.
Villa no le contestó con palabras, le contestó con plomo. Dos balazos certeros que quebraron el marco de la ventana y mandaron a Tiburcio a buscar refugio más seguro. La balacera siguió por un rato que pareció eterno. Los pistoleros de don Joaquín tenían buenas posiciones, pero Villa y sus hombres tenían mejor puntería. Poco a poco fueron callando los rifles enemigos uno por uno, hasta que el silencio volvió a caer sobre el callejón.
Villa se levantó despacio con la pistola humeante en la mano. Sus tres hombres que habían sobrevivido se acercaron cubiertos de polvo y pólvora. ¿Están bien?, les preguntó. Sí, mi general, pero Pedrito, ya sé, ya lo vi. Villa se agachó junto al cuerpo del muchacho y le cerró los ojos con cuidado, le quitó el escapulario de entre los dedos y se lo guardó en el bolsillo de la camisa junto al corazón.
Te prometo, muchacho, que tu muerte no va a quedar sin venganza. En ese momento se oyeron pasos corriendo por el callejón. Era fierro, que había oído la balacera y venía a auxiliar a su general. ¿Qué pasó aquí?, preguntó viendo el reguero de casquillos y el cuerpo de Pedrito, que nos tenían preparada una emboscada. Tiburcio Sánchez se vendió al patrón.
Tiburcio, ese hijo de la mala madre, ¿dónde está? Se me peló, pero no puede haber ido muy lejos. Fierro escupió al suelo un salivazo cargado de desprecio. Pues cuando lo agarre le voy a enseñar lo que les pasa a los traidores. Villa se levantó y se sacudió el polvo de la ropa. Tenía la cara seria como lápida de mármol, pero los ojos le brillaban como brasas.
Primero tenemos que sacar al patrón de su madriguera, pero ya se me ocurrió. ¿Cómo? ¿Cómo, jefe? Villa sonrió. Pero no era una sonrisa alegre, era la sonrisa del jaguar antes de saltar sobre su presa. Con mentiras y pólvora, Rodolfo, con mentiras y pólvora. Don Joaquín de la Peña se había encerrado en su hacienda como rata en su cueva. La casa era grande y sólida, construida de piedra gris y cal, con ventanas pequeñas y muros gruesos que podían resistir un sitio.
Tenía vista al valle por todos lados, de manera que era imposible acercarse sin ser visto. Y lo peor de todo, había encerrado a los trabajadores en el granero grande con sus mujeres y sus niños. usándolos como escudos humanos. Villa estudió la situación desde un cerrito cercano con un catalejo que le había quitado a un oficial federal en la batalla de Torreón.
Contó 12 pistoleros parapetados en las ventanas, mascio en la torre que hacía de vigía. El granero estaba en el centro del patio, rodeado por la casa principal, las caballerizas y la bodega de granos. Es un hueso duro de roer, dijo Felipe Ángeles, que estaba echado junto a él. Si atacamos de frente, van a matar a los trabajadores.
Sí, pero si no hacemos nada, el patrón va a mandar por refuerzos a Ciudad Jiménez y entonces sí que no la acabamos. Villa cerró el catalejo y se quedó pensando. El sol ya iba alto y el calor empezaba a apretar. A lo lejos se veían las casitas de San Isidro, donde la gente se asomaba por las ventanas para ver qué pasaba, pero sin atreverse a salir.
¿Sabe qué, Felipe? Voy a intentar hablar con él a ver si entra en razón. Hablar con ese hijo de hablar primero, después ya veremos. Villa bajó del cerrito con las manos en alto, desarmado, caminando despacio hacia la hacienda. Sus hombres lo siguieron con la mirada, tensos, listos para disparar si algo salía mal. Cuando estuvo a distancia de grito, Villa se paró en medio del patio y alzó la voz.
Joaquín de la Peña, aquí está Francisco Villa. Sal a hablar como los hombres. Una ventana se abrió en el segundo piso y apareció la cara gorda del patrón medio escondida detrás de una cortina. ¿Qué quieres, bandido? Quiero que le pidas perdón a doña Lucha Morales por la bofetada que le diste y que sueltes a los trabajadores que tienes encerrados. Si haces eso, me voy en paz.
Don Joaquín se rió con su risa de llena. Pedir perdón a esa vieja muerta de hambre. Primero me muero. Pues a lo mejor se puede arreglar eso también, le contestó Villa. No me amenaces. Aquí tengo a 20 familias encerradas. Si me atacas, ellos pagarán las consecuencias. ¿Ves? Por eso te digo que eres un cobarde. No más los cobardes se esconden detrás de gente inocente.
Cobarde tu madre. Ya mandé por los federales. En unas horas van a estar aquí 100 soldados. A ver si sigues siendo muy bravo. Villa asintió despacio, como si hubiera esperado esa respuesta. Está bueno, Joaquín. Tú te lo buscaste. Se dio la vuelta y regresó al cerrito. Sus hombres lo rodearon esperando órdenes.
¿Qué dijo, jefe? Que mandó por los federales, que tiene a los trabajadores encerrados y que no va a pedir perdón. Entonces Villa se puso el sombrero bien calado y agarró su rifle. Entonces vamos a enseñarle que Francisco Villa no vino a San Isidro a perder el tiempo, pero antes de que pudiera explicar su plan, uno de los dorados que hacía guardia llegó corriendo.
Mi general, se está quemando el granero del pueblo. Todos voltearon hacia San Isidro y vieron una columna de humo negro que subía al cielo como señal de alarma. El depósito de granos del pueblo, donde la gente guardaba el maíz y el trigo para pasar el invierno, estaba envuelto en llamas. “Maldita sea”, gritó Fierro.
“Los cabrones le prendieron fuego a la comida de la gente.” Villa apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Sabía que era cosa de don Joaquín, una manera de presionar al pueblo para que se volviera contra él. Felipe, llévate 10 hombres y ve a ayudar a apagar el fuego. Fierro, tú conmigo. Vamos a investigar cómo empezó esto. Bajaron al pueblo a galope tendido.
Las llamas ya habían consumido la mitad del granero y la gente formaba cadenas humanas con cubetas de agua tratando de salvar lo que se pudiera. Villa se bajó del caballo y se mezcló con los vecinos, ayudando a cargar agua del pozo. ¿Quién vio cómo empezó el fuego?, preguntó una mujer vieja con el rebozo chamuscado por las chispas se acercó a él.
Yo lo vi, general. Fueron tres hombres encapuchados. Llegaron a caballo, aventaron unas teas encendidas y se fueron corriendo hacia la hacienda. Villa examinó el terreno alrededor del granero quemado. Encontró restos de mechas hechas con trapos empapados en petróleo y huellas de caballos que llevaban directo a la casa de don Joaquín.
Es trabajo de los pistoleros del patrón, le dijo a Fierro. Quieren que el pueblo piense que nosotros somos los que trajimos la desgracia. ¿Y qué vamos a hacer? Primero ayudar a la gente, después darle su merecido a quien se lo merece. Villa trabajó hombro a hombro con los vecinos hasta que lograron controlar el fuego.
Cuando ya no quedaba más que humo y cenizas, reunió a toda la gente en la plaza. Eran como 70 personas entre hombres, mujeres y niños, todos con las caras tiznadas y los ojos tristes. Hermanos, les dijo quitándose el sombrero en señal de respeto. Sé que algunos de ustedes piensan que yo traje esta desgracia a su pueblo, pero les juro por la memoria de mi madre que no fui yo quien quemó su granero. Un hombre viejo con barba blanca y bastón de mezquite se adelantó.
General Villa, nosotros sabemos quién quemó el granero y también sabemos por qué lo hizo. Don Joaquín quiere que nos pongamos en contra suya. ¿Y qué van a hacer? El viejo miró a su alrededor viendo las caras de sus vecinos. Algunos asentían, otros dudaban, pero nadie bajó la vista.
Pues que ya estamos hasta la madre de que don Joaquín nos trate como animales. Si usted vino a ponerle una hasta aquí, nosotros lo vamos a ayudar. Un murmullo de aprobación recorrió la multitud. Villa sintió que se le hinchaba el pecho de emoción. Esto era lo que había esperado desde que llegó, que el pueblo despertara y encontrara su coraje.
Está bueno, dijo, “pero tienen que saber que va a ser peligroso. Don Joaquín no se va a dejar fácil. Ya lo sabemos, general.” Pero como dice el dicho, “Al mal paso darle prisa, Villa sonrió. Era la primera sonrisa verdadera que se le salía desde que había visto morir a Pedrito. Muy bien, entonces vamos a necesitar que alguien nos diga cómo está construida la hacienda por dentro, cómo se puede entrar sin que nos vean. La gente se quedó callada.
Conocer los secretos de la casa del patrón era peligroso. Pero entonces se oyó una voz clara que venía de atrás. Yo sé cómo entrar. Todos voltearon. Era doña Lucha que se había acercado sin que nadie la viera. Tenía los ojos secos pero decididos y cargaba en las manos una palangana con agua fresca. “Señora, le dijo Villa, no tiene que meterse en esto. Sí, tengo que meterme, general.
Esta pelea empezó por mí y yo la voy a terminar.” Doña Lucha puso la palangana en el suelo y se arremangó la blusa como mujer que se prepara para trabajar. Yo cosí cortinas para esa hacienda durante 10 años. Conozco cada cuarto, cada pasillo, cada puerta secreta y sé cómo llegar al granero donde tienen cerrados a los trabajadores. Villa la miró con respeto y admiración.
Era una mujer pequeña y flaca, pero tenía el corazón más grande que muchos hombres que él había conocido. ¿Está segura, señora? tan segura como que mi marido murió por esta tierra y yo voy a vivir por ella. Y así fue como doña Lucha se convirtió en la estratega de la batalla final. Dibujó en la tierra con un palo el plano de la hacienda.
explicó dónde estaban los túneles de servidumbre, las puertas traseras, los lugares donde se podía entrar sin ser visto. Los vecinos se fueron acercando, añadiendo detalles, recordando cosas que habían visto cuando trabajaban para don Joaquín. “Aquí hay un túnel”, dijo un hombre que había sido jardinero.
“Va desde la iglesia hasta la bodega de granos”. Lo construyeron los primeros dueños para esconder el oro. cuando venían los apaches. “Y aquí hay una puerta falsa”, añadió una mujer que había sido cocinera. “Está detrás de la alacena de la cocina. Por ahí sacaban a los caballos cuando había problemas.
” Villa escuchó todo con atención, memorizando cada detalle. Cuando terminaron de hablar, ya tenía su plan completo. Muy bien, dijo, “Esta noche cuando don Joaquín esté durmiendo, le vamos a dar una sorpresa que no va a olvidar.” La medianoche en San Isidro del desierto llegó con viento frío y estrellas brillantes como balas de plata.
Villa había dividido a sus hombres en tres grupos y había añadido 20 voluntarios del pueblo, hombres que ya no tenían miedo porque ya no tenían nada que perder. Fierro se llevaría 10 dorados por el túnel de la iglesia para liberar a los trabajadores encerrados en el granero.
Felipe Ángeles atacaría de frente con otros 10 para distraer a los pistoleros. Y Villa entraría por la puerta secreta de la cocina con el resto de su gente, incluyendo a doña Lucha, que se había empeñado en ir para señalar el camino. “Señora, le había dicho Villa, esto va a estar muy peligroso. Mejor quédese aquí, general”, le había contestado ella, “yo parí dos hijos en medio de una balacera durante la guerra de los federales.
Si pude hacer eso, puedo hacer esto. No hubo manera de hacerla cambiar de opinión. Ahí estaba con un rebozo negro y una lámpara de aceite lista para guiar a los dorados por los pasadizos secretos de la hacienda. El túnel de la iglesia era estrecho y húmedo, cavado en la roca viva hacía más de 100 años.
Fierro iba adelante con una vela en una mano y la pistola en la otra, seguido por sus hombres que se arrastraban como víboras por la tierra mojada. El aire olía a murciélago y a tiempo pasado. “Falta mucho”, susurró uno de los dorados. “¡Silencio”, le contestó Fierro. “Ya mero llegamos.” Efectivamente, unos metros adelante, el túnel se abría en una cámara pequeña debajo del granero.
Arriba se oían voces apagadas y pasos de los trabajadores encerrados. Fierro puso el oído en el techo de madera y contó. Debía haber unas 30 personas ahí arriba, hombres, mujeres y niños, todos aterrorizados. Mientras tanto, Villa y su grupo se acercaban a la hacienda por el lado de la cocina.
Doña Lucha iba adelante, moviéndose entre las sombras como gato conocedor. Los años de trabajar en esa casa le habían enseñado cada piedra, cada arbusto, cada lugar donde se podía esconder. “Por aquí”, susurró señalando una ventana baja. Esta es la despensa. La puerta secreta está atrás de la alacena grande. Villa le hizo señas a sus hombres para que se acercaran.
Uno por uno fueron entrando por la ventana. sin hacer ruido, como fantasmas armados. La cocina estaba a oscuras, pero todavía olía a caldo de pollo y a tortillas. En el comal frío quedaban restos de la cena de los pistoleros. La alacena era un mueble enorme de madera tallada, lleno de platos y ollas.
Doña Lucha buscó con los dedos hasta encontrar el resorte secreto. Cuando lo oprimió, la alacena se movió hacia un lado, revelando un pasillo estrecho que llevaba al corazón de la hacienda. “Por aquí se llega a la sala principal”, susurró. “Don Joaquín duerme en el cuarto de arriba. Villa asintió. Ya era hora de que empezara la función.
En el frente de la hacienda, Felipe Ángeles esperaba la señal. Cuando vio la luz de la lámpara de doña Lucha parpadear tres veces en una ventana de arriba, supo que Villa ya estaba adentro. Entonces gritó, “Jaquín de la Peña, sal a recibir a los Dorados!” Y empezó la balacera de distracción. Sus hombres dispararon al aire, gritaron como apaches y armaron un escándalo que despertó a todos los pistoleros de la hacienda.
Las ventanas se llenaron de cañones de rifle y el aire se llenó de plomo. En el granero Fierro oyó el tiroteo y supo que era su momento. Con una barra de hierro levantó una tabla del piso y se asomó al interior. Los trabajadores encerrados se habían acurrucado en las esquinas, tapándose los oídos por el ruido de los disparos. “Soy fierro de la gente de Villa”, gritó. “Venimos a sacarlos de aquí.
Un hombre viejo que parecía ser el caporal se acercó con desconfianza. De veras, son revolucionarios. Tan revolucionarios como que me llamo Rodolfo. ¿Quieren salir o se van a quedar aquí hasta que los maten? El caporal no necesitó más explicaciones. Ayudó a Fierro a quitar las tablas del piso y empezó a pasar a las mujeres y los niños por el agujero.
Uno por uno, todos los trabajadores fueron bajando al túnel, guiados por los dorados hacia la libertad. Mientras tanto, en el interior de la hacienda, Villa y sus hombres subían por una escalera de caracol hacia el cuarto de don Joaquín. Doña Lucha lo siguió.
A pesar de las protestas de Villa, quería ver con sus propios ojos cómo el patrón pagaba por sus maldades. Llegaron al segundo piso sin encontrar resistencia. Todos los pistoleros estaban en las ventanas del frente peleando contra Felipe Ángeles. Villa se acercó a la puerta del cuarto principal y la empujó despacito. Estaba abierta. Don Joaquín de la Peña no estaba en su cama. Había escapado, pero no muy lejos.
Villa lo encontró en el cuarto de atrás tratando de meter monedas de oro en un morral de cuero. Vestía nás la camisa de dormir y unas botas y tenía la cara brillosa de sudor y miedo. “Buenas noches, Joaquín”, le dijo Villa, apareciendo en la puerta como un ángel vengador. El patrón se volteó tan rápido que se le cayeron las monedas al suelo. Sonaron como cascabeles de serpiente.
Villa, ¿cómo entraste? por la puerta como la gente educada. ¿Ya terminaste de robar o te falta meter más dinero en el morral? Don Joaquín miró hacia la ventana calculando si podría brincar, pero estaba en el segundo piso y abajo había n más piedras. ¿Qué quieres? Dinero. Te doy todo lo que tengo. Villa se acercó despacio sin sacar la pistola.
No la necesitaba. No quiero tu dinero, Joaquín. Quiero tu respeto. Te respeto. Te respeto mucho. No a mí, a ella. Villa se hizo a un lado y apareció doña Lucha en la puerta. El patrón la vio y se le desencajó la cara. La viuda estaba derecha como vara de sauce, con los ojos brillantes pero serenos.
“Buenas noches, don Joaquín”, le dijo con voz clara. “¿Se acuerda de mí?” El hombre gordo empezó a temblar como flan de leche. Doña Lucha, yo yo estaba borracho cuando cuando me pegó delante de todo el pueblo, cuando pisoteó mi bordado, cuando me dijo que mi marido era un muerto de hambre. Perdón, le pido perdón, fue un error.
Doña Lucha se acercó un paso. Don Joaquín retrocedió hasta que se topó con la pared. ¿Sabe qué, don Joaquín? Usted tiene razón. Sí, fue un error. El error de creerse dueño de la gente por ser dueño de la tierra. La balacera de afuera empezó a calmarse. Se oían voces de los dorados gritando que ya habían liberado a los trabajadores, que ya habían amarrado a los pistoleros, que la hacienda estaba tomada.
Villa se acercó a la ventana y gritó hacia abajo, “Fierro, Felipe, suban para acá. Tenemos visita.” En unos minutos el cuarto se llenó de dorados polvorientos y satisfechos. Fierro traía amarrado a Tiburcio Sánchez, el traidor, que tenía la cara hinchada de los golpes que le habían dado al capturarlo. “Aquí está este cabrón, jefe”, dijo Fierro.
“¿Qué hacemos con él?” Villa miró a Tiburcio con más tristeza que coraje. Había sido un buen soldado en otros tiempos antes de que la codicia le pudriera el alma. ¿Por qué lo hiciste, Tiburcio? Por dinero. El traidor escupió sangre al suelo. Por dinero. Por hambre, Pancho.
¿De qué vive uno cuando se acaba la revolución? De recuerdos. De dignidad, hermano. De dignidad. Villa se dio la vuelta y ya no lo volvió a mirar. Para él, Tiburcio ya estaba muerto desde el momento en que traicionó. Felipe le dijo a ángeles, “Llévate a este hombre y enciérralo con los demás pistoleros. Mañana el pueblo decidirá qué hacer con él.
” Cuando se quedaron solos Villa, doña Lucha y don Joaquín, el silencio fue más pesado que lápida de panteón. El patrón seguía temblando con las monedas de oro desperdigadas a sus pies como lágrimas amarillas. “A ver, Joaquín”, le dijo Villa, “Llegó la hora de las cuentas. ¿Qué tienes que decirle a la señora?” Don Joaquín se puso de rodillas como animal acorralado. “Perdón, doña Lucha.
Perdón por haberla golpeado. Perdón por haber sido un mal hombre. Doña Lucha lo miró desde arriba sin odio, pero sin lástima tampoco. Y y ¿qué más, señora? ¿Y mi marido era un muerto de hambre? Don Joaquín bajó la cabeza hasta que la frente le tocó el suelo. No, señora. Su marido era un hombre de honor y usted es una mujer de honor y yo, yo soy una basura.
Villa esperó a que doña Lucha dijera algo, pero la viuda se quedó callada, mirando al hombre que la había humillado y que ahora se arrastraba pidiendo perdón. ¿Está satisfecha, señora?, le preguntó Villa. Doña Lucha suspiró hondo, como suspiran las mujeres que han cargado mucho peso y por fin pueden soltarlo. Sí, general, ya está. Villa asintió, agarró a don Joaquín por el cuello de la camisa y lo levantó como costal de papas. Te voy a dar una oportunidad, Joaquín, una sola.
Te vas de aquí antes de que salga el sol. Te llevas lo que traes puesto y nada más. Si te vuelvo a ver por estos rumbos, no va a haber quien te salve. Y mis propiedades, mi hacienda, se las repartes a los trabajadores. Ellos son los que la han trabajado toda la vida. Pero es injusto. Yo heredé estas tierras de mi padre. Villa lo miró con ojos de hielo.
Injusto, como pegarle a una viuda, como quemar la comida del pueblo, como usar niños de escudo. Esa clase de injusticia. Don Joaquín entendió que no había manera de convencer a Villa. Se vistió despacio, con las manos temblorosas y salió del cuarto sin volver la vista atrás. Esa fue la última vez que alguien lo vio en San Isidro del desierto.
Al día siguiente, cuando ya había salido el sol y el pueblo se llenó de gente curiosa, Villa reunió a todos en la plaza. Estaba parado en el mismo lugar donde don Joaquín había golpeado a doña Lucha, pero ahora el ambiente era muy diferente. Los trabajadores liberados abrazaban a sus familias.
Los niños corrían entre los caballos de los dorados y las mujeres preparaban comida para festejar. Hermanos, dijo Villa con el sombrero en la mano. La justicia llegó a San Isidro. Pero no porque yo la traje, sino porque ustedes la recibieron. Un pueblo que no se defiende, solo es un pueblo condenado a la esclavitud. Un aplauso largo y sentido recorrió la plaza. Doña Lucha estaba en primera fila con sus dos hijos y su nieto que la miraba con orgullo. Villa siguió hablando.
Las tierras de la hacienda van a ser repartidas entre los que las trabajaron, el ganado también. Y el dinero que estaba escondido en la casa se va a usar para reconstruir el granero y para ayudar a las viudas y a los huérfanos. Otro aplauso, más fuerte que el anterior.
Pero recuerden, añadió Villa subiendo la voz, la justicia no es algo que se regala. La justicia es algo que se conquista. Y una vez conquistada, hay que cuidarla como se cuida un hijo. Los dorados empezaron a prepararse para partir. Habían cumplido su misión y tenían otros pueblos que visitar, otras injusticias que arreglar. Villa se acercó a doña Lucha para despedirse. Señora, fue un honor conocerla.
Usted me enseñó que el valor no se mide por el tamaño del cuerpo, sino por el tamaño del corazón. Doña Lucha sonrió la primera sonrisa verdadera que se le veía desde hacía meses. General, usted me enseñó que todavía hay hombres de honor en este mundo. Que Dios lo bendiga y lo proteja.
Le dio un abrazo que olía a jabón de coco y a ropa limpia y le entregó algo envuelto en un trapo. Es un escapulario de la Virgen de Guadalupe que bordea noche para que lo proteja en sus batallas. Villa se guardó el escapulario junto al corazón. al lado del que había sido de Pedrito. “Gracias, señora, no lo voy a olvidar.” Montó su caballo y se puso al frente de sus dorados.
Antes de partir, se acercó a una pared de la plaza y con un clavo grabó unas palabras que todavía se pueden leer. Aquí se hizo justicia. Villa, octubre de 1915. Los dorados se alejaron al galope, levantando una nube de polvo dorado que se perdió en el horizonte. El pueblo los despidió con gritos y sombreros al aire, sabiendo que ya no eran los mismos que habían sido el día anterior. Doña Lucha se quedó en la plaza hasta que los jinetes se perdieron de vista.
Luego recogió una piedra pequeña del suelo, la besó y la guardó en el bolsillo del delantal. Era su manera de recordar el día en que la dignidad regresó a San Isidro del desierto. Dicen los que saben, los que estuvieron ahí cuando el desierto cambió de dueño, que desde ese día ningún hombre en el pueblo se atrevió a levantar la mano contra una mujer.
No por miedo a Villa que ya se había ido, sino por respeto a la lección que había aprendido, que la justicia puede llegar tarde, pero siempre llega. y que cuando llega llega para quedarse en el corazón de los que la recibieron con honor. Y doña Lucha siguió viviendo en su jacal de adobe, cosiendo y bordando, criando a sus hijos y cuidando a su nieto.
Pero ya no era la misma mujer humillada de antes. Era una mujer que había visto la justicia con sus propios ojos, que había caminado junto a los héroes, que había ayudado a escribir una página de la historia. Los domingos, cuando el pueblo se reunía en la plaza después de misa, los niños le pedían que les contara la historia del general Villa y la bofetada vengada.
Y ella les contaba con voz clara y ojos brillantes, para que nunca olvidaran que la dignidad del pueblo no se vende, no se regala y no se deja pisotear. Y cuando la historia terminaba, siempre añadía la misma frase, como quien dice una oración. Y así fue como aprendimos que Dios aprieta, pero no ahorca, y que la justicia cuando llega llega montada en caballo y con el corazón en la mano. No.
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