La Dama Silenciosa y el Vikingo

El salón de bodas resplandecía bajo la dorada luz de las velas. Sobre las largas mesas de roble se apilaban fuentes de carnes asadas, pan fresco y dulces pasteles. Los invitados reían y chocaban sus copas, sus voces mezclándose con la suave melodía del arpa y el laúd que sonaba en un rincón.

Pero en el extremo más alejado, una joven llamada Elianor estaba sentada sola, con sus delicadas manos cruzadas sobre el regazo y la mirada baja. Su vestido, aunque finamente cosido, parecía hacerla más invisible que elegante, como si las celebraciones a su alrededor fueran para todos menos para ella. Sentía el peso de los susurros a su paso, el juicio de quienes notaban su aislamiento. Elianor no había querido asistir, pero el deber y las expectativas la habían traído hasta allí. Su corazón aún estaba atado a un amor perdido, una traición que la había dejado recelosa de la alegría y la risa. Cada brindis de los invitados le oprimía el estómago, un recordatorio de que el mundo seguía adelante mientras ella permanecía congelada en el ayer. Apenas tocó su vino, el líquido carmesí intacto mientras sus pensamientos vagaban hacia el asiento vacío a su lado, aquel que debería haber sido ocupado por alguien en quien confiaba.

De repente, las enormes puertas del salón gimieron al abrirse y toda conversación se detuvo por un instante. Una figura apareció, imponente sobre la multitud reunida, vestida con pieles y cuero, y con un casco ligeramente inclinado que revelaba un mechón de cabello dorado. Murmullos se extendieron entre los invitados mientras el hombre avanzaba, su presencia capturando todas las miradas. Se movía con la seguridad de alguien acostumbrado a la atención, cada paso deliberado resonando en el suelo de madera.

 

Por un momento, el corazón de Elianor se detuvo. Aquel gigantesco vikingo parecía sacado de una leyenda. Su nombre era Rurick, conocido en tierras lejanas por su fuerza y sus historias de conquista, pero también por un encanto inesperado. Recorrió el salón con la mirada y sus ojos se posaron en Elianor, sola y pálida al final de la mesa. Algo en su silenciosa soledad despertó en él un reconocimiento, no de memoria, sino un sentimiento de empatía o curiosidad que lo atrajo hacia ella.

Los invitados susurraban, inseguros, mientras él se abría paso entre los grupos de nobles y mercaderes, acercándose a ella con una confianza que instintivamente la hizo encogerse.

«Actúa como si estuvieras conmigo», dijo Rurick en voz baja cuando llegó a su lado. Su voz era grave pero firme, con la autoridad de un hombre que esperaba obediencia sin exigirla. Su mano se cernió cerca de la de ella, una invitación y una orden al mismo tiempo.

Elianor levantó la vista, sorprendida, sin saber si pretendía burlarse o protegerla. A su alrededor, la charla de los invitados se reanudó, pero por un momento, el salón pareció reducirse solo a ellos dos. Su pulso se aceleró, una mezcla de ansiedad y curiosidad oprimiéndole el pecho. Lenta, casi vacilante, se levantó de su asiento, permitiendo que él la guiara a través del laberinto de mesas e invitados.

Mientras caminaban hacia el centro del salón, Rurick se inclinó ligeramente, bajando la voz a un tono destinado solo para sus oídos. «No tengas miedo. He visto más miedo que la mayoría, pero la fuerza a menudo se esconde en lugares silenciosos». Sus penetrantes ojos azules se encontraron con los de ella, y Elianor sintió un destello de valor que no sabía que poseía.

Los susurros circulaban ahora sobre la audaz pareja: el vikingo y la tímida dama que escoltaba. Elianor podía sentir sus miradas, una mezcla de admiración y chismorreo, pero la mano de Rurick, ligeramente apoyada en su codo, le recordaba que ya no estaba sola. Enderezó la espalda, intentando encontrar la mirada de quienes la observaban, encontrando una confianza inesperada en la silenciosa seguridad que él le transmitía.

De repente, un estrépito resonó desde el otro extremo del salón: un invitado ebrio había tropezado, haciendo caer copas y cubiertos. Elianor se sobresaltó, pero la mano de Rurick se tensó ligeramente en su codo, una sutil reafirmación. «La vista al frente», murmuró, su tono a la vez protector y autoritario. Ella respiró hondo, sintiendo cómo la tensión en sus hombros se aliviaba.

Poco después, cuando los músicos cambiaron a una animada giga, Rurick guio a Elianor hacia la pista de baile. Sus dedos rozaron la mano callosa de él cuando le ofreció la palma, un gesto formal y protector. Los invitados observaron con asombro cómo ella daba sus primeros pasos con vacilación, y luego con una confianza creciente. Cada movimiento estaba sincronizado, un lenguaje silencioso desarrollándose entre ellos. Rurick se inclinó más cerca. «No temas sus miradas. Esta noche, nosotros ponemos las reglas de nuestra historia».

Elianor lo miró, sorprendida por el peso de sus palabras. Había pasado años escondiéndose del juicio, pero allí, bajo las vigas abovedadas, sintió una oleada de audacia. Sus tímidos movimientos se convirtieron en pasos fluidos, y por primera vez, estaba participando en lugar de simplemente observar. La chica solitaria se había transformado ante sus ojos.

Justo cuando empezaba a sentirse cómoda, una voz aguda cortó la música. Un pariente lejano de la novia desafió abiertamente a Rurick, preguntando por qué un extraño tan imponente asistía a la celebración con una chica desconocida. El salón se tensó. Rurick no dudó. Con una voz tranquila pero resonante, declaró: «Ella es mi invitada. Esta noche, ella elige su propia compañía». Un murmullo de admiración y sorpresa se extendió entre la multitud. Él había reclamado un espacio para ella en un mundo que durante mucho tiempo había intentado ignorarla.

A medida que la velada llegaba a su fin, Rurick la guio hacia la salida principal del salón. El aire frío de la noche golpeó sus mejillas, pero era vigorizante en lugar de cortante. «Gracias», murmuró ella, apenas por encima del viento.

Los labios de Rurick se curvaron en una breve sonrisa de complicidad. «No me des las gracias. Lo hiciste tú misma».

Las palabras la golpearon por su sencillez y verdad. Se dio cuenta de que siempre había poseído el coraje; solo necesitaba un espejo, un guía que se lo devolviera.

Mientras el carruaje se adentraba en las calles iluminadas por la luna, Rurick la miró por última vez. «Recuerda esta noche», dijo suavemente. «Incluso los pasos más pequeños, cuando se guían con sabiduría, pueden dejar las huellas más grandes».

Elianor sonrió, una mezcla de alivio, orgullo y una silenciosa euforia. Por primera vez en su vida, no se sentía sola ni invisible. Había sido vista, respetada y empoderada. Y mientras la noche los llevaba hacia adelante, supo que esta velada —el gigante, el salón, las instrucciones susurradas— permanecería grabada en su corazón para siempre.