Todos decían que Toma era la chica más afortunada de Ajagunlay. Joven, hermosa y sacada de los barrios bajos por un hombre rico que le dio todo. Pero cinco meses después de desaparecer envuelta en seda y maquillaje, regresó descalza, con el vientre embarazado y sin explicación. Su padre no hizo preguntas.

Simplemente abrió la puerta y la recibió.

Bienvenidos a los cuentos africanos de Muna, tu puerta a relatos infinitos e historias.

El sol apenas se levantaba sobre los techos de zinc oxidado de Ajagunlay. Los gallos cantaban a lo lejos. El humo se elevaba desde pequeñas cocinas mientras las madres comenzaban su rutina matutina. Pero en una esquina tranquila del barrio, la tristeza flotaba en el aire.

Dentro de un pequeño apartamento de una sola habitación, un hombre estaba encorvado en un taburete, cosiendo un viejo pantalón. Sus manos temblaban mientras metía la aguja y la sacaba de la tela gruesa. Se llamaba Pa Mande Okonquo, un viudo de 40 años con un corazón más grande que su bolsillo.

En la vieja pared detrás de él colgaba una fotografía en blanco y negro de una mujer sonriente.

Su nombre era Tealad, su esposa fallecida, el amor de su vida. La única mujer a quien había amado.

La pequeña Toma, de solo cinco años, estaba junto a su padre Mande Okonquo, vestida con un vestido negro demasiado grande para ella. Su pequeña mano sujetaba el borde de la desgastada camisa de él.

Delante de ellos había una pequeña tumba, recién cubierta con tierra roja.

Su madre, Tealad, había sido enterrada tras una larga y dolorosa enfermedad que agotó hasta el último centavo de la familia. La multitud que acudió al funeral fue pequeña. Algunos vecinos llegaron para mostrar respeto, pero la mayoría susurraba en voz baja:

—Está solo ahora. ¿Cómo criará a esa niña solo? El hombre está luchando. Esto lo va a acabar.

—Pobre Tamiwa. Solo es un bebé.

Pero Mande Okonquo no les prestaba atención. Sus ojos permanecían fijos en la tumba, sus labios temblaban. Lentamente, se arrodilló junto al montículo y susurró un voto:

—Haré todo por nuestra hija. Seré su madre y su padre. No te defraudaré, Aoma. Lo prometo.

Desde ese momento, todo cambió para Mande. Antes de que la primera luz tocara el cielo, mientras las calles aún estaban oscuras y silenciosas, él se levantaba.

Tenía manos ásperas, manos que habían cosido miles de costuras, endurecidas por años de trabajo como sastre. Pero con esas mismas manos, peinaba suavemente el cabello de Toma en pequeños moños puff-puff.

Algunas mañanas intentaba hacer trenzas. Otros días, trenzas de maíz. Al principio era torpe, pero siguió practicando. Luego le preparaba el almuerzo, usualmente ñame hervido con huevo o frijoles con garri. Lo metía en una bolsa plástica limpia y lo ponía en su mochila.

Con sus viejas pantuflas agujereadas, la acompañaba caminando a la escuela.

Y no solo la dejaba en la puerta, se quedaba bajo el gran árbol de mango hasta que terminaba la escuela, esperando pacientemente para acompañarla de vuelta a casa.

Muchos otros niños lo notaban.

—¿Ese es tu papá? —preguntaban.

—¿Te hace el peinado?

—Qué lindo, qué lindo.

Y Toma sonreía orgullosa.

—Sí, es el mejor.

No tenían mucho.

De hecho, casi no tenían nada.

La casa donde vivían era una sola habitación sin techo, solo una cortina dividía la zona para dormir del resto. Cuando llovía, el agua se filtraba por el techo y usaban recipientes para recoger las gotas.

Pero Mande nunca dejó que su hija viera su dolor.

Incluso cuando tenía hambre, le daba su parte de comida y decía:

—No tengo hambre, querida. Come bien para la escuela.

Cuando llegó el momento del examen de ingreso común de Toma, vendió su posesión más preciada, su máquina de coser, la que había usado por más de diez años.

Ahora sin trabajo, se sentaba bajo un paraguas roto en la carretera, remendando ropa a mano solo con aguja e hilo.

A veces le pagaban, a veces no, pero nunca se rindió.


El sol caía a plomo sobre el barrio cuando Mande terminaba su trabajo diario. Sus manos, agrietadas y doloridas, sostenían la ropa que había remendado a mano. Al volver a la pequeña casa, Toma lo esperaba en la puerta con una sonrisa que iluminaba incluso los días más oscuros.

—Papá, ¿mañana me harás trenzas otra vez? —preguntó ella, con la esperanza brillando en sus ojos.

—Claro que sí, mi princesa —respondió Mande, abrazándola fuerte.

Pero esa noche, mientras Toma dormía, Mande se sentó solo, la espalda apoyada en la pared fría, y dejó caer una lágrima silenciosa. Pensaba en el futuro, en lo difícil que sería mantener a su hija a salvo, en cómo hacer que su pequeña tuviera una vida mejor.

Los días siguientes trajeron nuevas dificultades. La comida se volvió escasa y Mande empezó a pensar en pedir ayuda, algo que nunca había hecho. Una tarde, mientras recogía ropa para remendar, escuchó a dos mujeres hablar en la esquina.

—¿Escuchaste sobre el hombre que cuida solo a su hija? —dijo una—. Pobrecito, pero es admirable.

—Sí, pero ¿cómo sobrevivirá? Sin trabajo y sin apoyo… —respondió la otra.

Mande sintió un empuje inesperado. Decidió acudir a la iglesia local, un lugar donde nunca antes había puesto un pie. Allí conoció a la señora Amina, una mujer fuerte y caritativa que dirigía un grupo de ayuda para padres solteros.

—Mande, estás haciendo un trabajo increíble —le dijo Amina con una sonrisa—. No estás solo. Hay gente que quiere ayudar.

Por primera vez, Mande permitió que la esperanza entrara en su corazón.

Mientras tanto, Toma seguía creciendo. Sus ojos azules seguían siendo el reflejo de una inocencia que Mande juró proteger. Pero la vida en Ajagunlay era dura, y los niños, aunque sonrientes, no estaban exentos de las dificultades del barrio.

Una tarde, al volver de la escuela, Toma se encontró con un grupo de niños que la rodearon.

—¿Dónde está tu mamá? —preguntó uno con burla.

—Está en el cielo —respondió Toma con firmeza.

Uno de los niños la empujó.

—Eres diferente, Toma. No perteneces aquí.

La niña retrocedió, con lágrimas amenazando con caer, pero recordó las palabras de su padre.

“Eres fuerte, eres valiente. Nadie puede quitarte eso.”

Al día siguiente, Mande notó que Toma estaba callada. La llevó a un lado y le dijo con voz suave:

—No escuches lo que dicen los demás, mi amor. Tú eres valiosa, más de lo que ellos pueden imaginar.

—Papá, ¿crees que algún día podremos irnos de aquí? —preguntó ella, mirando hacia el horizonte.

—Lo haremos, Toma. Te lo prometo —respondió él con determinación.

Con ese compromiso, Mande empezó a buscar trabajos más estables. Trabajaba durante el día y, por la noche, asistía a cursos de costura para mejorar sus habilidades y conseguir mejores ingresos.

Pero la vida tenía otro golpe preparado.

Un día, Toma llegó a casa con fiebre alta. Mande no tenía dinero para un médico.

Desesperado, fue a la clínica comunitaria, donde el doctor le informó que la niña necesitaba tratamiento urgente y costoso.

—No te preocupes, haré todo lo posible —dijo el médico—, pero necesito que consigas el dinero pronto.

Mande se sentó en un banco, la cabeza entre las manos. ¿Cómo podría juntar tanto dinero?

En ese momento, recordó la promesa hecha en la tumba de su esposa.

—No te defraudaré, Aoma —murmuró.

Poco después, recibió una llamada inesperada.

—Hola, señor Okonquo, soy Amina —dijo una voz cálida—. Tenemos un fondo para casos como el tuyo. Quiero ayudarte con el tratamiento de Toma.

Mande sintió que un peso se levantaba de sus hombros.

Gracias a la ayuda de Amina y la comunidad, Toma se recuperó.

Con el tiempo, la vida comenzó a cambiar para ambos.

Una tarde, mientras caminaban hacia la escuela, Toma tomó la mano de su padre y dijo:

—Papá, ¿sabes qué? Quiero ser doctora cuando sea grande.

Mande la miró, emocionado.

—Lo serás, mi hija. Y serás la mejor.

Los años pasaron y Toma creció para convertirse en una joven inteligente y decidida. Gracias al apoyo de su padre y la comunidad, logró una beca para estudiar medicina en la universidad.

El día de la graduación, Mande estaba sentado en primera fila, con lágrimas de orgullo en sus ojos mientras veía a su hija recibir su título.

Al terminar la ceremonia, Toma corrió hacia él y lo abrazó.

—Lo logramos, papá —susurró—. Gracias por no rendirte nunca.

Mande sonrió, sus manos temblorosas acariciaron el cabello de su hija.

—Fue gracias a ti, mi fuerza, mi esperanza.

Y así, de la pobreza y la lucha nació una historia de amor, sacrificio y triunfo.

La historia de un hombre que prometió cuidar a su hija y de una niña que nunca dejó de creer.