Los Llantos del Pozo: La Maldición de Santa Luzia
Era una noche sofocante de octubre de 1849. El calor en el interior de Goiás, Brasil, no daba tregua ni siquiera bajo el manto de la oscuridad. Sin embargo, en el pequeño y aislado villorrio de Santa Luzia, no era la temperatura lo que mantenía a los habitantes despiertos y temblorosos en sus camas. Eran los gritos. No eran lamentos de adultos, ni el rugido de las bestias del cerrado; eran llantos agudos, desesperados e inconfundibles de bebés recién nacidos. Lo aterrador, aquello que hacía que las madres atrancaran sus puertas con doble cerrojo y rezaran el rosario con manos temblorosas, era que el sonido provenía de las profundidades de un pozo seco en una capilla abandonada, en una región donde, oficialmente, no había nacido ningún niño vivo en mucho tiempo.
Esta es la crónica de una oscuridad humana tan profunda que ni siquiera la tierra pudo mantenerla oculta.
La Señora de São Jerônimo
Para entender el horror que emanaba de aquel pozo, debemos retroceder a los años de gloria y decadencia del ciclo del oro. La región, habiendo agotado sus vetas minerales, sobrevivía gracias a la agricultura y la ganadería. En el centro de esta economía rural se erigía la Hacienda São Jerônimo, una vasta propiedad de cinco leguas cuadradas, próspera en algodón y ganado. Su dueña era Doña Mariana Augusta de Albuquerque.
A sus 38 años, en 1849, Mariana era la personificación de la élite imperial brasileña: educada en conventos de Río de Janeiro, rica, aparentemente devota y vestida siempre con la sobriedad de una viuda respetable. Pero bajo esa fachada de civilidad, latía un corazón corroído por la amargura y una crueldad sin límites. Había enviudado seis años antes del Coronel Francisco de Albuquerque, un hombre brutal cuya muerte por supuesta “fiebre amarilla” siempre estuvo rodeada de rumores de envenenamiento lento.
Pero el verdadero veneno residía en la mente de Mariana. Durante su matrimonio, había intentado concebir tres veces, y tres veces había fracasado, perdiendo los embarazos en los primeros meses. Mientras los médicos hablaban de una “constitución frágil”, la realidad era que la violencia doméstica de su esposo había destruido su capacidad de ser madre. Tras la muerte del Coronel, esa frustración se transformó en una psicopatía obsesiva. Si ella, la dueña, la señora blanca y poderosa, no podía tener hijos, nadie bajo su dominio tendría ese privilegio.
El Reinado del Terror Reproductivo
La hacienda albergaba a 47 personas esclavizadas. Entre ellas, 18 eran mujeres en edad fértil. Sobre estas mujeres, Doña Mariana instauró un régimen de vigilancia ginecológica y terror psicológico que desafiaba toda comprensión.
El primer caso documentado ocurrió en 1844 con Joana, una joven esclava de 24 años que servía en la Casa Grande. Cuando su embarazo se hizo evidente, Mariana no la castigó con el látigo, sino con una amabilidad inquietante. Le dio mejor comida, la eximió de las tareas pesadas y la instaló en una habitación contigua a la suya. Joana, en su inocencia, creyó que su hijo sería bendecido. No sabía que estaba siendo engordada como ganado para el matadero emocional que su dueña preparaba.
Una noche de marzo, Joana entró en labor de parto. Mariana prohibió la entrada de cualquier partera y se encerró en el cuarto solo con Joana y Rosa, su esclava de confianza y cómplice forzada. El niño nació sano, llenando la habitación con su llanto de vida. Pero ese sonido duró poco. Según confesaría Rosa años más tarde, Mariana tomó al recién nacido con una frialdad mecánica, lo miró con desprecio y, utilizando una almohada de seda, lo asfixió mientras la madre, agotada y sangrando, observaba impotente.
—Es un favor lo que hago —dijo Mariana, según los registros—. Estas criaturas no merecen nacer para sufrir.
Esa misma noche, el pequeño cuerpo fue arrojado al pozo de la capilla abandonada, una estructura erigida en 1820 que nadie visitaba por miedo a los “malos espíritus”. A Joana se le dijo que su hijo había nacido muerto.
El Secreto de los Huesos
Lo que ocurrió con Joana no fue un incidente aislado; fue el comienzo de un sistema industrial de infanticidio. Entre 1844 y 1849, al menos 23 bebés nacieron vivos en la Hacienda São Jerônimo. Ninguno sobrevivió más de una hora. El modus operandi era siempre el mismo: aislamiento de la madre, presencia exclusiva de Mariana y Rosa, asesinato por asfixia, ahogamiento o trauma craneal, y el descarte final en el pozo de quince metros de profundidad.
El pozo se convirtió en un osario sumergido. Mariana creía que el agua estancada y la oscuridad protegerían su secreto eternamente. Sin embargo, subestimó dos fuerzas: la acústica de la arquitectura y la implacable naturaleza del clima.
En las noches de calma absoluta, la estructura del pozo actuaba como una caja de resonancia. Los sonidos del viento, o quizás algo más sobrenatural, subían por el tubo de piedra creando esos lamentos que aterrorizaban al pueblo de Santa Luzia. Los esclavos de la hacienda sabían la verdad —los susurros corrían por las senzalas (alojamientos de esclavos)— pero el miedo a la tortura y la certeza de que la palabra de un negro no valía nada ante la ley mantenían sus bocas cerradas.

La Sequía Reveladora
La justicia llegó de la mano de una catástrofe natural. En septiembre de 1849, una sequía histórica azotó el centro de Brasil. Los ríos se convirtieron en hilos de barro, el ganado comenzó a morir de sed y las cisternas de la Casa Grande se secaron. La situación era crítica.
Joaquim Rodrigues, el capataz de la hacienda, sugirió lo impensable: limpiar y reactivar el viejo pozo de la capilla abandonada para obtener agua. Mariana entró en pánico. Inventó excusas sobre plagas, serpientes y contaminación, pero la desesperación de la sequía hacía que sus negativas parecieran irracionales y sospechosas. Acorralada, accedió, pero con una condición: la limpieza se haría de noche, en secreto, y solo por dos hombres de su elección, José y Miguel, bajo la supervisión de Rosa.
La noche del 23 de septiembre, José y Miguel descendieron a las entrañas de la tierra. Los primeros metros solo revelaron lodo y basura. Pero al llegar al fondo, sus palas chocaron contra algo que no era piedra. Al iluminar con los candiles, el horror los golpeó con la fuerza de un golpe físico.
El fondo del pozo estaba tapizado de huesos. Pequeños cráneos del tamaño de manzanas, costillas frágiles como ramitas secas, fémures diminutos. Entre el fango putrefacto, Miguel encontró un bulto envuelto en trapos que aún conservaban el monograma de la familia Albuquerque. Al abrirlo, vio el cuerpo de un bebé en estado de descomposición, pero aún reconocible.
El terror superó a la disciplina. José y Miguel no subieron los cubos con “basura” como se les ordenó. Subieron ellos mismos, pálidos como fantasmas, y a pesar de las amenazas de Mariana de despellejarlos vivos, huyeron. No corrieron hacia el bosque para escapar, corrieron hacia la civilización, impulsados por una necesidad moral que trascendía su condición de esclavos.
La Intervención Divina y Legal
Llegaron a la casa del Padre Tomás de Aquino, el vicario local, un hombre que, aunque parte del sistema, conservaba un vestigio de humanidad cristiana. Al escuchar el relato atropellado y horrorizado de los dos hombres, el sacerdote comprendió la magnitud del pecado.
Al amanecer del 24 de septiembre, el padre Tomás, acompañado por autoridades locales y vecinos libres, irrumpió en la hacienda. Mariana intentó expulsarlos alegando invasión de propiedad privada, pero el sacerdote invocó la sacralidad de la capilla. Cuando lograron extraer el contenido del pozo a la luz del día, el silencio que cayó sobre el grupo fue absoluto.
Se recuperaron los restos de al menos 23 infantes. La evidencia era irrefutable. La fetidez de la muerte impregnaba el aire sagrado de la capilla. Rosa, incapaz de soportar más el peso de cinco años de complicidad forzada, se derrumbó ante el delegado provincial, el Dr. Antônio Carlos de Mendonça, y confesó todo. Narró cada nacimiento, cada asesinato, y repitió las palabras de odio de su ama.
Un Juicio a la Sociedad Esclavista
El juicio de Dona Mariana Augusta de Albuquerque comenzó en enero de 1850 y se convirtió en un espectáculo grotesco que expuso las entrañas podridas de la sociedad imperial brasileña. A pesar de las pruebas físicas y los testimonios desgarradores de las madres esclavas —quienes narraron cómo fueron obligadas a trabajar con los pechos llenos de leche para hijos que ya no existían—, la defensa de Mariana fue una ofensa a la lógica humanitaria.
Los abogados más caros de la provincia argumentaron tres puntos: primero, que los bebés eran propiedad de Mariana y ella tenía derecho de disposición sobre sus bienes; segundo, que sufría de “melancolía femenina” por su infertilidad; y tercero, que en realidad era un acto de misericordia evitarles la vida de esclavitud.
El jurado, compuesto exclusivamente por hombres blancos y propietarios de esclavos, se vio atrapado entre la innegable atrocidad de los crímenes y su deseo de proteger la estructura de poder. El 7 de febrero de 1850, dictaron sentencia: Culpable. Sin embargo, la condena fue una burla. Debido a su estatus social y su “frágil salud”, fue sentenciada a solo 12 años de prisión, a cumplirse bajo arresto domiciliario en su propia hacienda.
La vida de 23 seres humanos valió, para la justicia de la época, menos que el robo de un caballo.
El Final y el Eco Eterno
Aunque la ley humana fue indulgente, la ley de la conciencia y quizás algo más oscuro no lo fueron. Mariana regresó a una hacienda vacía. La mayoría de los esclavos huyeron y nadie se atrevió a capturarlos. Los vecinos la condenaron al ostracismo. Encerrada en la Casa Grande, su mente comenzó a desintegrarse. Los sirvientes que quedaban decían que pasaba las noches gritando, pidiendo que los bebés dejaran de llorar. Decía ver sombras pequeñas gateando por los pasillos y agua sucia brotando de las paredes.
En 1852, apenas dos años después de la sentencia, Mariana fue encontrada muerta. Su cuerpo yacía junto al brocal del pozo de la capilla, con los ojos abiertos en una expresión de terror absoluto. La causa oficial fue “fiebre cerebral”, pero muchos creyeron que fue arrastrada hasta allí por la locura o por los espíritus de sus víctimas.
La Hacienda São Jerônimo cayó en ruinas. La selva del cerrado reclamó las piedras y la madera, borrando los lujos de la élite. Pero la memoria del lugar persistió.
Ciento setenta y cinco años después, la historia sigue viva. En las décadas de 1920, 1950 y 1970, expediciones y trabajadores intentaron desarrollar la zona, pero todos abandonaron el lugar. Los relatos siempre eran los mismos: llantos nocturnos que hielan la sangre, luces inexplicables sobre las ruinas de la capilla y una sensación opresiva de tristeza y maldad.
Hoy, en 2024, el sitio sigue siendo un pedazo de tierra maldita evitado por los lugareños. Los 23 bebés, cuyos nombres nunca fueron registrados en ningún libro de bautismo, no tienen tumbas marcadas, solo el pozo. Pero su historia perdura como una cicatriz abierta, un recordatorio brutal de un pasado donde la humanidad fue negada por el color de la piel.
Los gritos que una vez alertaron a un pueblo entero tal vez hayan cesado en el plano físico, pero el eco moral de la masacre de Santa Luzia resuena todavía, advirtiéndonos de los monstruos que la impunidad y el poder absoluto pueden crear. La justicia nunca llegó para aquellas madres y sus hijos, pero el olvido tampoco se les ha concedido; su memoria es ahora la única sentencia eterna que pesa sobre las ruinas de São Jerônimo.
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