En las profundidades del sertão de Minas Gerais, donde el oro aún brillaba en las entrañas de la tierra y el sol castigaba sin piedad, existía una hacienda que guardaba secretos capaces de incendiar reputaciones y destruir alianzas. Era el año 1780, y la Hacienda de las Almas Perdidas se erguía imponente entre colinas cubiertas de selva virgen.
Pero no eran las riquezas minerales lo que hacía de esta propiedad el centro de las conversaciones. Era un misterio envuelto en miradas prohibidas: la historia de Clarice y Tomás, y del poder ancestral que desafió todas las leyes impuestas por los hombres.
La hacienda pertenecía al Coronel Joaquim Silveira de Bragança, un hombre cuya fortuna provenía tanto de las minas como de sus extensas plantaciones, mantenidas por más de 200 esclavos. El Coronel Joaquim era temido; su bastón de jacarandá marcaba el ritmo de sus pasos pesados y creía que todo, incluidas las personas, le pertenecía. Su esposa, Clarice Mendonça de Bragança, era su trofeo.
Clarice, de 22 años, había llegado tres años antes por un matrimonio arreglado. Era una muñeca de porcelana en una estantería dorada, con ojos verdes cargados de una melancolía profunda. Se marchitaba dentro de sus pesados vestidos de seda, viviendo días interminables de bordado y noches solitarias, pues su marido solo la visitaba para cumplir fríamente con su deber conyugal.
Pero había algo más en la hacienda, algo que hacía latir el corazón de Clarice: Tomás.
Tomás no era un esclavo común. Llegado dos años antes tras una apuesta perdida, se había convertido en motivo de fascinación y temor. Alto, con la piel oscura como la noche y un cuerpo esculpido por el trabajo, poseía unos ojos negros y profundos que parecían ver el alma. No bajaba la mirada por completo, manteniendo una dignidad que ningún látigo podía borrar.
Entre las esclavas, lo llamaban “Aquel que enciende el fuego”. Se susurraba que cargaba el poder de los orishas, una herencia de su abuela sacerdotisa, y que podía despertar en las mujeres una vitalidad que la sociedad colonial se empeñaba en sofocar.
La primera vez que Clarice vio a Tomás fue desde el mirador de la Casa Grande. Él cargaba leña, su piel brillando bajo el sol poniente. Como si sintiera su mirada, Tomás giró lentamente el rostro. Sus ojos encontraron los de Clarice. Fueron solo tres segundos, pero el mundo contuvo la respiración. Ella sintió una ola de calor y su corazón martilleó. En ese instante, Clarice se sintió vista, no como la esposa decorativa, sino como mujer.
Esa noche no pudo dormir. Los días siguientes fueron un tormento; buscaba excusas para verlo desde lejos, sintiéndose, por primera vez, viva.

Maria, su doncella personal (mucama), notó el cambio. — Sinhá (Señora), está diferente… como despierta —le dijo un día. Clarice intentó negarlo, pero Maria insistió con suavidad: — Es Tomás, ¿verdad? Clarice se derrumbó. — No quiero sentir esto. No puedo parar. Maria se arrodilló, tomando sus manos. — Lo que siente no es pecado, Sinhá. Es ser humana. Pero es muy peligroso. El Coronel es un hombre cruel. Si sospecha… los destruirá a ambos. Ya vi suceder esto antes. A él lo azotaron hasta la muerte frente a todos. A ella la encerraron en un convento.
El terror de esas palabras golpeó a Clarice. Esto no era un romance; era una sentencia de muerte. Prometió tener cuidado.
Semanas después, el Coronel organizó una gran cena para el ouvidor (magistrado) de la capitanía. La casa era un caos de preparativos. Clarice bajó a la cocina y su corazón se detuvo. Allí estaba él, Tomás, cargando un barril, con el torso desnudo y brillante de sudor. Sus miradas se cruzaron de nuevo. El tiempo se congeló.
Fue Maria quien rompió el encanto, tocando su brazo. — Sinhá, está pálida. Es el calor. Clarice huyó de vuelta a su cuarto, temblando.
Esa noche, durante la cena, Tomás fue llamado para ayudar a servir. Se movía con gracia silenciosa. Cuando llegó a Clarice, su mano tembló levemente al servirle, y una pequeña salpicadura de salsa manchó el mantel blanco. — ¡Torpe! —tronó la voz del Coronel Joaquim, enrojecido por el vino. El salón enmudeció. — ¡Qué vergüenza! ¡Un animal ensuciando mi mesa! Clarice sintió el hielo en sus venas, pero se escuchó decir: — Fue un pequeño accidente, esposo. No manchó nada, solo el mantel. El Coronel la miró, sorprendido y desconfiado por la contradicción pública. — Ciertamente —intervino Clarice de nuevo, rápidamente—. Pero quizás después de la cena, cuando nuestros invitados no sean molestados. El ouvidor rio, aliviando la tensión, y el Coronel se sentó, aunque lanzó una mirada asesina a Tomás. — Si hay otro error, serás azotado hasta que no puedas mantenerte en pie. Tomás inclinó la cabeza. Al pasar detrás de Clarice, susurró tan bajo que solo ella pudo oír: — Gracias, Sinhá.
Esas dos palabras sellaron su destino. Más tarde, Maria la confrontó. — Lo que pasó fue muy arriesgado. Sinhá lo protegió. El Coronel lo notó. Vi la sospecha en sus ojos.
Los días siguientes trajeron una rutina tensa. El Coronel vigilaba a Clarice. Y el capataz, un hombre cruel llamado Severino, acechaba a Tomás, buscando la más mínima excusa para el castigo. Clarice vivía en terror, pero el sentimiento que había despertado era más fuerte que el miedo.
Una noche de luna llena, incapaz de soportar la asfixia de su cuarto, Clarice deslizó sus pies fuera de la cama. El Coronel roncaba, ebrio. Salió descalza al jardín, buscando solo respirar el aire fresco. Se aventuró más allá, hacia la sombra de los grandes árboles que bordeaban las plantaciones, cerca de la senzala (barracones de esclavos).
Y lo vio. Tomás estaba sentado sobre un tronco caído, mirando la luna. Él la sintió antes de verla y se puso de pie en un instante. — Sinhá, no debe estar aquí. Es peligroso. — Lo sé —susurró ella, deteniéndose a varios metros. Las lágrimas corrían por su rostro—. Solo… solo quería… No sabía qué decir. ¿Darle las gracias de nuevo? ¿Advertirle? Él la miró, y en sus ojos profundos no había deseo, sino una tristeza infinita, un reconocimiento. — Vuelva a la Casa Grande, Clarice —dijo él, usando su nombre por primera y última vez. — Tomás… Ella dio un paso hacia él. Él dio un paso atrás, sacudiendo la cabeza. — No puedo. En ese momento, el sonido de una rama al romperse los alertó. Una sombra se movió entre los árboles. Severino. El capataz no dijo nada; simplemente sonrió con malicia y desapareció en dirección a la Casa Grande. — ¡Huye! —gritó Clarice, agarrando el brazo de Tomás. — ¿Huir a dónde, Sinhá? —dijo él con calma resignada—. Todo esto es la tierra del Coronel. La puerta de la Casa Grande se abrió de golpe, derramando luz. La voz del Coronel Joaquim rugió en la noche.
A la mañana siguiente, el sol apenas había salido cuando todos los esclavos fueron reunidos a la fuerza en el patio central, frente al poste de castigo. El Coronel Joaquim estaba en el porche de la Casa Grande, con su bastón de jacarandá en la mano. Clarice fue arrastrada fuera de su habitación por dos esclavos domésticos, bajo la orden del Coronel. La obligaron a permanecer en el mirador, el mismo lugar donde lo había visto por primera vez.
Trajeron a Tomás, con las manos atadas. Estaba erguido, su dignidad intacta. — ¡Esta es la paga por tocar lo que es mío! —gritó el Coronel. Severino sonrió y levantó el látigo. Clarice gritó, pero Maria la sostuvo, tapando su boca. — No mire, Sinhá. No mire. Pero Clarice no podía apartar la vista. El primer golpe resonó en el aire denso de la mañana. Tomás solo tensó los músculos. El segundo. El tercero. El látigo rasgó su piel, pero él no emitió ningún sonido. Sus ojos se mantuvieron fijos en el horizonte, más allá de las colinas.
Clarice se desmayó. Cuando despertó, estaba encerrada en su cuarto y el patio estaba en silencio.
Tomás murió antes del mediodía. Una semana después, un carruaje llegó a la Hacienda de las Almas Perdidas. El Coronel Joaquim, sin dirigirle la palabra, hizo que metieran a Clarice dentro. Fue enviada a un convento de clausura en Ouro Preto. Su nombre fue borrado de los registros de la familia y nunca más se volvió a pronunciar en la Casa Grande.
La historia de Clarice y Tomás nunca fue registrada en los diarios de las señoras. Pero fue tejida en silencio, bordada con hilos de deseo y coraje, y sellada con el precio más alto que dos corazones podían pagar. Se convirtió en un susurro más, palpitando en el aire denso de aquellas tardes sofocantes, un secreto guardado para siempre por la Hacienda de las Almas Perdidas.
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