Tenía 15 años. Lo bastante mayor para Roma, demasiado joven para cualquier otra cosa. Su nombre era Aurelia, hija del Senador Publius Galerianis, nacida en el mármol y criada en el silencio.

Desde los siete años, le enseñaron a caminar sin hacer ruido, a bajar la mirada y a tratar su cuerpo como una ofrenda, no como una posesión. La virtud, le decían, residía en la quietud; una buena joven romana debía ser como la piedra: inmóvil, incuestionable, invisible. Su madre le trenzaba el cabello cada mañana sin hablar, no por ternura, sino por tradición, porque la vida de Aurelia no la conducía a la adultez, sino a la propiedad.

Aprendió a leer las Doce Tablas antes que un poema; no por sabiduría, sino por obediencia. Sus tutores le inculcaron los roles de matrona, de esposa, de útero. Sus pensamientos nunca fueron consultados, su voluntad nunca se formó. La casa era hermosa, con suelos de mosaico y dioses pintados mirándola desde cada esquina, pero un palacio sigue siendo una jaula si la joven que hay dentro no tiene llave. Por la noche, se sentaba bajo las vides del patio y escuchaba la voz de su padre resonar desde el atrio, discutiendo reformas militares, impuestos sobre el grano y levantamientos extranjeros, pero nunca sobre ella. Ni una sola vez.

En público, era perfecta. Vestida de lino, con la mirada baja, era un símbolo del legado de su padre. Sonreía como le enseñaron: lo suficiente para ser admirada, nunca lo suficiente para ser recordada. Porque en Roma, el mayor propósito de una hija era ser entregada. Lo llamaban tradición, pero estaba más cerca de la extinción. Su futuro ya estaba firmado, su silencio ya estaba comprado.

Y el día se acercaba.

La casa se llenó de música, pero no era alegre. Era ceremonial, predecible, fría. Aurelia estaba de pie en el atrio, cubierta con el flamium, un velo color fuego, rígido por el tinte y manchado por siglos de obediencia. La habían bañado en aceites perfumados, frotada hasta que su piel quedó en carne viva; no para su comodidad, sino para el ritual. Su cuerpo estaba siendo preparado, pulido y pintado para la entrega, no muy diferente a un sacrificio.

Fuera, los invitados —senadores, matronas, sacerdotes de blanco— susurraban sobre el clima y el banquete, no sobre la novia. El sacerdote murmuró las palabras sagradas. Roma no casaba a sus hijas; las intercambiaba. Su madre le ajustó el velo por última vez, cubriéndole el rostro por completo. En ese instante, Aurelia desapareció. Una hija fue borrada. Una esposa fue presentada.

El novio llegó poco después. Marcus Desimus Gallas, de 32 años, condecorado dos veces en las campañas germánicas, alabado en el Senado por su valor y conocido en el foro por su silencio. Aurelia lo había visto una vez, desde el otro lado del jardín. Para sus compañeros, era el hombre romano ideal: estoico, disciplinado, imponente. Para Aurelia, era un extraño que le doblaba la edad, cuyos ojos nunca se encontraron con los suyos.

Marcus puso su mano sobre el hombro de ella. No su mano. Nunca su mano. Eso era para iguales. La procesión comenzó. Los invitados gritaban una palabra antigua, ¡Talasio!, una palabra gritada en la guerra, en la violación, en el rapto. Cada boda romana comenzaba como un teatro, una recreación ritualizada de la conquista. La novia caminaba lentamente hacia una casa que no era suya, rodeada de risas que no eran para ella.

Él la esperaba en el umbral de su domus. Cuando Aurelia cruzó el hogar ceremonial, la ley romana la transformó. Ya no era Aurelia. Era Galina, su esposa, su propiedad. El contrato matrimonial, firmado por hombres y leído por sacerdotes, nunca le fue explicado. Para Marcus, esto no era una unión; era una adquisición, una forma de asegurar un linaje, lazos políticos y un futuro hijo.

Caminaron por el largo corredor. Al final del pasillo, esperaba una puerta. Marcus no habló. Abrió la puerta. Nadie los siguió, porque lo que venía después era sagrado, no para los dioses, sino para los hombres que habían escrito las leyes.

La cámara estaba en silencio, no con paz, sino con ley. Olía a aceite, cera y hierbas machacadas: rituales, no consuelo. Su esposo entró sin una palabra, no con anticipación, sino con derecho. Esto era suyo. La habitación le pertenecía. La chica también. Se acercó lentamente, como un hombre que se acerca a un contrato que debe ser firmado. Ella no se inmutó; había sido entrenada para no hacerlo.

Él tomó lo que Roma le dijo que podía tomar.

No hubo gritos, solo una respiración contenida y superficial. Le habían dicho que se estuviera quieta, que la resistencia era una vergüenza, que la resistencia era un honor. Su cuerpo no era suyo. Nunca lo había sido. Después, la antorcha se dejó consumir sola. Roma no registraba los gritos de sus novias, solo su linaje.

La boda había terminado, pero el silencio permaneció. Aurelia ya no era llamada por su nombre. Solo “esposa”, “nuera”, “recipiente”. Las matronas la inspeccionaban: ¿Había sangrado? ¿Había concebido? Su valor ahora vivía entre sus muslos. Sentada en las comidas junto a un marido que apenas hablaba, dejó de hablar, dejó de leer. Algo dentro de ella se había colapsado sin hacer ruido.

Pero algo no había muerto del todo. En el jardín, detrás de la estatua de Juno, encontró un trozo de lino viejo. Esperó al crepúsculo, cuando las sombras eran más largas. Mojó la esquina en hollín, la presionó contra la piedra y escribió. No una carta, no una oración: una sola línea, sus propias palabras. Su único acto de rebelión. Nadie lo vería, pero era suyo. Un rastro de sí misma, todavía hablando, todavía tratando de ser escuchada.

Sucedió en la segunda primavera. Tenía 16 años. El embarazo había sido silencioso. El parto llegó temprano. Los gritos fueron tragados por los muros de piedra.

El niño sobrevivió. Aurelia no.

La noticia llegó al Senado en dos líneas: El niño, un varón; la madre, fallecida. El retrato que una vez le pintaron en el atrio fue alterado; la nariz afilada, la barbilla fortalecida para reflejar el linaje del padre. Incluso su imagen ya no era suya. En Roma, el legado pertenecía a los hombres; las mujeres eran vasijas, su memoria solo se conservaba si era conveniente. Aurelia se convirtió en una advertencia, no en una tragedia; una esposa que cumplió con su deber.

El imperio ha desaparecido. Sus dioses son polvo y sus palacios están derrumbados. Roma celebró sus victorias con arcos y fuego, pero borró a sus hijas por diseño, renombrando su sufrimiento como tradición. Detrás de cada triunfo romano había un cuerpo silenciado.

Pero si escuchas con atención bajo la piedra rota, bajo los suelos de mosaico triturados, todavía se puede oír algo. Una respiración, un susurro, el eco de una joven que una vez escribió una verdad y se atrevió a esconderla detrás de una diosa que nunca la protegió. Nunca estuvo destinada a ser recordada, pero su susurro perdura.