Justicia Blanca: La Venganza de la Harina

Morrinhos, Provincia de Goiás, Brasil. Junio de 1858.

El aire en Morrinhos siempre parecía estar cargado de un polvo rojizo, esa tierra batida del cerrado que se pegaba a la piel y a la ropa, tiñéndolo todo de un tono oxidado. Sin embargo, dentro de la Panadería Santo Antônio, el aire era diferente: era blanco, pesado y olía a levadura fermentada y a sudor antiguo. Era el reino de Augusto Ferreira dos Santos, un hombre de treinta y nueve años cuya alma parecía haberse secado al calor de sus propios hornos.

Augusto era un hombre de estatura mediana, magro como un perro de caza y con los nervios siempre a flor de piel. Viudo y sin hijos, su única familia eran las monedas de oro y plata que acumulaba con una avaricia patológica. Para él, el mundo se dividía en dos columnas: Debe y Haber. Y en la columna de sus propiedades, figuraban siete vidas humanas.

Entre esas vidas estaba Bernadete. A sus veinticuatro años, Bernadete tenía la fuerza de un buey y la mirada de quien ha visto el infierno y ha decidido caminar a través de él. Sus manos, endurecidas por cinco años de amasar pan día y noche, eran su herramienta y su condena. Pero en abril de aquel año, esas manos habían sostenido algo más que masa: habían sostenido a Miguel.

El nacimiento de Miguel no fue un acto de celebración para el patrón, sino un inconveniente logístico. Bernadete había trabajado hasta que las contracciones la doblaron sobre la mesa de madera. Tomás, el padre del niño y responsable de los hornos, miraba con impotencia, con sus brazos marcados por quemaduras antiguas, mientras su mujer daba a luz en un catre sucio en el cuarto trasero, asistida por Isaura y Joana.

Miguel nació sano, con pulmones fuertes que anunciaron su llegada con un llanto vigoroso. Para Bernadete y Tomás, aquel bebé era un milagro, una pequeña flor brotando en medio del desierto. Incluso Augusto, en su pragmatismo cruel, permitió tres días de descanso. No por bondad, sino para asegurar que la “inversión” sobreviviera. Pero al cuarto día, Bernadete volvió a la mesa de amasado, con los pechos goteando leche y el corazón dividido entre la harina y el llanto de su hijo en el cuarto contiguo.

La Transacción

La mañana que cambió todo llegó en julio, dos meses después del nacimiento. El sol apenas comenzaba a calentar las tejas rojas de la panadería cuando entró un hacendado de la región vecina. No buscaba pan dulce ni broas de maíz; buscaba carne humana.

—Perdí tres piezas el mes pasado —dijo el hombre, sacudiéndose el polvo del sombrero—. La fiebre se llevó a uno y dos escaparon. Necesito reponer.

Augusto, que se encontraba haciendo inventario de los sacos de harina, hizo sus cálculos mentales rápidos. No quería vender a los adultos; ya estaban entrenados, conocían el oficio y la panadería funcionaba como un reloj con ellos. Pero entonces, sus ojos de comerciante brillaron con una idea oscura.

—Tengo un cría —dijo Augusto, sin pestañear—. Macho. Dos meses. Sano y fuerte.

—¿Un bebé? —El hacendado frunció el ceño—. Eso es gasto, no trabajo. Tendré que alimentarlo años antes de que sirva para algo.

—Es una inversión a largo plazo. Cien mil réis.

—Te doy cincuenta.

—Ciento veinte. Es hijo de mis mejores negros. Será fuerte.

—Ciento veinte —aceptó el hacendado a regañadientes.

El trato se cerró con el sonido metálico de las monedas cayendo sobre la mesa. Ese sonido, seco y definitivo, selló el destino de Miguel. Augusto, satisfecho, guardó el dinero y caminó hacia la trastienda.

Bernadete estaba amamantando. Era su breve momento de paz, el único instante en que se sentía humana y no una máquina de producción. Cuando vio entrar a Augusto con el hacendado, su instinto maternal, agudo como una cuchilla, le advirtió del peligro.

—Lo he vendido —dijo Augusto, con la misma indiferencia con la que anunciaba que se había acabado la levadura—. Dame al niño.

El tiempo se detuvo. Bernadete apretó a Miguel contra su pecho con una fuerza desesperada.

—No… —susurró, y luego gritó—. ¡No! ¡Es mi hijo! ¡Por el amor de Dios, señor, es mi hijo!

—Es mi propiedad —corrigió Augusto—. ¡Damião!

Damião, el gigante de veintisiete años con cicatrices en el rostro, apareció en la puerta. Sus ojos mostraban el horror de la situación, pero el miedo al látigo era un hábito difícil de romper.

—Sujétala —ordenó Augusto.

Bernadete luchó. Luchó con uñas y dientes, pateando y gritando como una leona acorralada. Pero Damião, con lágrimas silenciosas rodando por sus mejillas marcadas, la inmovilizó. Augusto arrancó al bebé de los brazos de su madre. Miguel rompió a llorar, un sonido agudo y aterrador que resonó en las paredes de adobe.

El hacendado tomó al niño como quien toma un saco de semillas. —¿Aún mama? —preguntó. —Sí, pero dele leche de vaca con agua. Se acostumbrará.

Y así, sin mirar atrás, el hombre se llevó a Miguel. Los gritos de Bernadete desgarraron la mañana, atravesando las paredes de la panadería y llegando a la calle, pero nadie intervino. En 1858, el dolor de una esclava no era asunto público.

Augusto miró a Bernadete, que yacía en el suelo, destrozada, con el pecho vacío y el alma rota. —¡Basta de drama! —ladró—. ¡Todos al trabajo! ¡Ahora!

El Silencio y la Ira

Los días siguientes fueron una tortura lenta. Bernadete trabajaba como una autómata. Sus senos, llenos de leche que no tenía quién bebiera, le dolían físicamente, un recordatorio constante y punzante de su pérdida. Pero el dolor físico no era nada comparado con el vacío en sus brazos. Tomás, su compañero, compartía su duelo en silencio, con una ira fría creciendo en sus ojos oscuros.

Damião, atormentado por su papel en la separación, se acercó a ellos una noche. El cuarto de los esclavos era pequeño y sofocante, pero esa noche el aire estaba cargado de conspiración.

—No podemos seguir así —susurró Damião—. Él no tiene alma. Nos venderá a todos, uno por uno, o nos matará trabajando.

Bernadete levantó la vista. Sus ojos, antes llenos de lágrimas, ahora estaban secos y duros como piedras. —No vamos a huir —dijo ella con voz gélida—. No todavía. Primero, él va a pagar.

—¿Pagar? —preguntó Tomás—. Él es el dueño de la ley aquí.

—La ley de los hombres no entra en esta panadería de noche —respondió Bernadete—. Aquí solo hay harina y fuego. Y él va a probar los dos.

Esperaron. La paciencia era un arma que habían perfeccionado a lo largo de los años. Esperaron a que la rutina se restableciera, a que Augusto bajara la guardia, confiado en que la voluntad de sus esclavos estaba quebrada.

Dos semanas después, la oportunidad perfecta no llegó por suerte, sino que la crearon. Augusto había anunciado un viaje a la ciudad vecina para negociar harina, pero regresó antes de lo previsto, cansado y confiado. Era una noche de finales de julio, calurosa y silenciosa.

La Harina Blanca

Eran las diez de la noche. La panadería estaba cerrada. Augusto descansaba en su habitación trasera, contando una vez más las ganancias del mes. Vicente, el joven encargado de los estantes, había logrado manipular la cerradura del cuarto de los esclavos, una habilidad que había mantenido en secreto.

Los siete esclavos salieron en silencio. Cuatro de ellos —Vicente, Isaura, Joana y Manuel— se quedaron atrás, temblando, cómplices por omisión pero demasiado aterrorizados para actuar. Los otros tres —Bernadete, Tomás y Damião— avanzaron hacia la habitación del patrón.

Entraron como sombras. Antes de que Augusto pudiera soltar un grito, la mano enorme de Damião le cubrió la boca y la nariz. La fuerza del esclavo era inmensa; Augusto, delgado y débil, no tenía ninguna posibilidad.

Lo arrastraron hacia el depósito principal. Allí, en el centro, reinaba el enorme cesto de mimbre trenzado, un silo cilíndrico de casi dos metros de diámetro, lleno hasta la mitad de harina de trigo fina y blanca.

—¿Qué hacen? ¡Están locos! —logró jadear Augusto cuando Damião aflojó levemente el agarre para levantarlo.

—Usted vendió a mi hijo —dijo Bernadete. No gritaba. Su voz era tranquila, terrible—. Lo vendió por ciento veinte mil réis. Dijo que un bebé estorba.

—¡Les daré el dinero! ¡Pueden comprar su libertad! —suplicó Augusto, con los ojos desorbitados por el pánico.

—No queremos su dinero —dijo Tomás, agarrándole las piernas—. Queremos que sienta lo que es no poder respirar.

Lo levantaron y lo arrojaron dentro del cesto. Augusto cayó sobre la superficie blanda y traicionera de la harina. Trató de ponerse de pie, pero la harina no es suelo firme; se movía, se hundía, atrapándolo como arenas movedizas blancas.

—¡Ahora! —ordenó Bernadete.

Damião tomó el primer saco de cincuenta kilos de la pila cercana. Con un gruñido, lo rasgó y volcó el contenido sobre el hombre en el cesto. Una nube blanca se elevó, cubriendo a Augusto de polvo.

—¡No! ¡Por favor! —gritó Augusto, tosiendo.

Tomás vertió el segundo saco. La harina subió hasta su cintura. La presión comenzó a inmovilizarlo. Bernadete tomó el tercer saco. Sus músculos, curtidos por años de amasar ese mismo producto, no fallaron. La harina subió hasta el pecho.

Augusto intentaba trepar, pero cada movimiento hacía que se hundiera más. La harina es insidiosa; es un polvo tan fino que se comporta como un líquido denso. Comprime el tórax, impidiendo que los pulmones se expandan.

Cuarto saco. Quinto saco. La harina llegó al cuello. Solo la cabeza de Augusto sobresalía, roja y venosa, boqueando como un pez fuera del agua.

—Mi hijo tenía hambre —dijo Bernadete, mirando al hombre a los ojos mientras abría el sexto saco—. Lloraba de hambre. Y usted se ríe contando monedas. Coma harina, Señor Augusto. Coma hasta que se llene.

Vació el saco directamente sobre su cabeza.

Augusto intentó aguantar la respiración, cerrar la boca y los ojos, pero el instinto de supervivencia lo traicionó. Necesitaba aire. Abrió la boca para gritar, para inhalar, y lo que entró no fue oxígeno, sino un polvo fino y seco. La harina llenó su boca, cubrió su garganta, taponó sus vías respiratorias. Se convirtió en una pasta espesa al contacto con la humedad de sus mucosas.

Se debatía bajo la superficie blanca, un movimiento frenético que hacía ondular la harina. Pero Damião, implacable, comenzó a apilar sacos cerrados encima de la harina suelta, compactando todo, sellando la tumba. Uno, dos, tres, hasta seis sacos pesados presionando hacia abajo.

Los movimientos cesaron. El silencio volvió a caer sobre el depósito, roto solo por la respiración agitada de los tres verdugos. La harina blanca, inmaculada, cubría ahora un secreto oscuro.

La Huida

No había tiempo para celebraciones ni arrepentimientos. Sabían que la justicia para un esclavo que mata a un amo no era un juicio, sino una ejecución lenta y dolorosa.

—Tenemos que irnos. Ya —dijo Tomás.

Recogieron lo poco que tenían: un cuchillo, algo de ropa y varios panes que Damião metió en un saco. Se volvieron hacia los cuatro que se habían quedado atrás.

—Ustedes no vieron nada —les instruyó Damião