Los Diecisiete Escalones de Tlaxiaco: El Legado de Don Eliseo

 

En la brumosa geografía de Tlaxiaco, Oaxaca, donde la niebla suele descender de los cerros para borrar los contornos de la realidad, existe una esquina que los lugareños evitan mirar cuando cae la tarde. Es el cruce de la calle Morelos con el 5 de Mayo. Allí, durante años, el aroma del café tostado de Doña Carmen luchó una batalla perdida contra un olor mucho más primitivo y ferroso: el de la sangre fresca.

Esta es la historia de Don Eliseo Mendoza Herrera, un hombre que llegó de la nada, vendió carne a un pueblo entero y desapareció dejando tras de sí un rastro de expedientes vacíos y paredes que sangran.

La Llegada de las Sombras (1962)

 

La historia comenzó oficialmente en 1962, cuando Eliseo descendió de un autobús polvoriento con una maleta de cuero negro y cinco hijas que caminaban en fila india, cabizbajas y silenciosas. Decía ser viudo; su esposa, según contaba con una frialdad ensayada, había muerto en el parto de las mellizas en 1948. Sin embargo, nadie en Tlaxiaco vería jamás una fotografía de aquella mujer, ni siquiera un nombre grabado en un relicario.

Se instalaron en un cuarto de la casa de Doña Refugio Morales, en la calle Aldama. Desde la primera semana, Doña Refugio notó que la oscuridad habitaba en esa familia. Las niñas no jugaban. No reían. Esperanza, la mayor; Soledad; las mellizas Remedios y Milagros; y la pequeña Candelaria, pasaban sus días cosiendo o rezando el rosario con un fervor que parecía más miedo que devoción. Eran prisioneras de un silencio impuesto.

La obsesión de Eliseo por la “pureza” era enfermiza. Cada domingo, tras la misa, medía la trenza de Esperanza con una cinta métrica. Debía medir exactamente setenta centímetros. Si faltaba o sobraba un milímetro, el castigo era un misterio que ocurría a puerta cerrada, pero que se intuía en los ojos enrojecidos de la joven al día siguiente.

La Carnicería (1964 – 1969)

 

En 1964, Eliseo abrió su local. Él mismo acondicionó el sótano, construyendo con sus manos una escalera de piedra volcánica. Eran diecisiete escalones, cada uno de exactamente veinticinco centímetros de ancho, que descendían hacia una oscuridad perpetua.

El negocio prosperó. La carne de Don Eliseo era famosa por su textura, aunque a veces, ciertos cortes escaseaban sin explicación lógica. Los clientes, hipnotizados por la calidad del producto y los precios justos, ignoraban el extraño olor dulzón que a veces emanaba de la trastienda, un aroma que se pegaba a la ropa y a la memoria, diferente al hedor cobrizo de la sangre animal. Era un olor a “miel vieja”, espeso y nauseabundo.

Mientras el negocio crecía, la familia menguaba.

La primera en desaparecer fue Esperanza. Un domingo, su trenza, aquella que su padre medía con tanta precisión, apareció cortada. Eliseo dijo que ella lo había hecho por rebeldía antes de irse a la Ciudad de México a buscar fortuna. Pero Doña Refugio encontró mechones de pelo negro enredados en el alambre de púas del patio trasero, manchados de sangre seca.

Luego fue Soledad, en agosto del 69. Después, en septiembre, las mellizas Remedios y Milagros dejaron de asistir a la escuela primaria Benito Juárez. Su maestra, Elvira Sánchez, guardó durante décadas el cuaderno de Remedios, donde las tablas de multiplicar se interrumpían abruptamente el 15 de septiembre. Finalmente, en octubre, la pequeña Candelaria, de apenas doce años, fue vista por última vez arrodillada en la primera banca de la iglesia.

“Se fueron todas a la capital”, repetía Eliseo con una sonrisa inmutable. “Allá hay fábricas, hay futuro”. Pero Aurelio Vázquez, el conductor que manejó la ruta Tlaxiaco-Oaxaca durante veintiún años, jamás las vio subir a su camión. Y él conocía a todos.

La Denuncia y el Sótano

 

El castillo de naipes comenzó a derrumbarse en octubre de 1969. Una carta anónima llegó al escritorio del veterinario municipal, Gonzalo Ruiz Campos. El papel, manchado de grasa y oliendo a tabaco barato, contenía una acusación simple pero perturbadora: “El peso no coincide con lo que anuncia nada más”.

Ruiz Campos, un hombre meticuloso que conocía cada matadero clandestino de la región, decidió inspeccionar el local un martes por la mañana. Eliseo lo recibió limpiándose las manos en un delantal rojo, sonriendo como un anfitrión perfecto.

En la superficie, todo parecía en orden. Las básculas, las etiquetas, los cortes. Pero el instinto de Ruiz le gritaba que algo estaba mal. Ese olor dulzón era insoportable. Al revisar los ganchos de hierro forjado, notó una anomalía administrativa imposible: tres ganchos diferentes tenían etiquetas con el mismo número de matanza. Según los registros, tres animales distintos habían sido el mismo ser.

Ruiz pidió bajar al sótano. Descendió los diecisiete escalones de piedra volcánica alumbrando con su lámpara de mano. Abajo, el aire era denso. Encontró una mesa de desposte de madera de encino, teñida de un color café rojizo tan profundo que parecía barniz. Sobre ella descansaba un cuchillo con mango de hueso tallado, en cuya base había tres pequeñas cruces grabadas. El filo era tal que cortó el papel de la libreta de Ruiz con solo rozarlo.

Lo que el veterinario recolectó ese día cambiaría la historia del pueblo para siempre. Tomó veintisiete muestras de carne. Los resultados del laboratorio estatal, firmados por el técnico Arturo Salinas Medina, fueron escalofriantes: dieciséis de las veintisiete muestras dieron positivo a la prueba de precipitina para sangre humana.

La Huida y el Olvido

 

Diciembre de 1969 marcó el fin. Los rumores corrían como pólvora. La gente comenzó a atar cabos: la desaparición de las costillas de cerdo los martes coincidía con la ausencia de una hija; los bisteces especiales de los viernes tenían un sabor que nadie quería identificar.

Eliseo sintió el cerco cerrarse. El 23 de diciembre, el juez Tomás Abundés Castellanos firmó el acta 212/69, cerrando el caso por “falta de cuerpo del delito”. No había cadáveres. Solo sangre y sospechas. Esa misma noche, Eliseo Mendoza Herrera hizo su última jugada.

Cerró la carnicería. Al amanecer, un equipo de pintores cubrió frenéticamente cada centímetro del interior con pintura blanca, intentando sepultar el olor y las manchas. Eliseo vendió el local por ocho mil pesos en efectivo a un incauto forastero y esa noche, el 24 de diciembre, abordó el autobús nocturno hacia Puebla. Se sentó en la última fila, con su sombrero de palma calado hasta los ojos, y se desvaneció en la niebla de la carretera, llevándose consigo el destino de sus cinco hijas.

Lo que dejó atrás fue macabro. Al demolerse años después la casa donde vivía, se encontraron cinco trenzas envueltas en trapos sucios, cada una atada con un listón que llevaba bordado un nombre: Esperanza, Soledad, Remedios, Milagros, Candelaria.

El Fantasma Burocrático y el Reportero

 

Durante los siguientes cincuenta años, Tlaxiaco intentó olvidar. Una conspiración de silencio cayó sobre el pueblo. Los archivos desaparecieron. El acta de defunción de la supuesta esposa de Eliseo resultó ser falsa; en los registros anteriores a 1970, Eliseo Mendoza Herrera legalmente nunca existió. Era un fantasma que había alimentado al pueblo con su propia descendencia.

Pero el mal no muere, solo espera.

En 2018, un reportero de la ciudad de Oaxaca llegó buscando desempolvar la leyenda. Hizo demasiadas preguntas. Visitó a la anciana Doña Carmen, habló con el hijo del veterinario y buscó el cuaderno escolar de Remedios. Dos días después, su auto apareció abandonado en la carretera federal, intacto. El reportero se esfumó.

Lo más inquietante ocurrió meses después, cuando el auto fue subastado. El comprador fue un hombre de mediana edad, vestido con camisa blanca y sombrero de palma, que pagó en efectivo y se llevó el vehículo sin decir palabra. Los viejos del pueblo que lo vieron sintieron un escalofrío familiar recorriéndoles la espalda. Se parecía demasiado a aquel carnicero que había partido medio siglo atrás.

El Final que no Termina

 

Hoy, el mercado de Tlaxiaco sigue vivo. Los martes y viernes el bullicio es intenso. Pero en la esquina de Morelos y 5 de Mayo, ya no hay carnicería. Ahora venden flores. Doña Esperanza Vázquez, nieta del camionero Aurelio, coloca crisantemos sobre el piso donde antes estaba la entrada.

Ella sabe la verdad, aunque prefiere callar. Sabe que el local ha tenido dueños que huyen despavoridos. Sabe que el actual inquilino, Don Cristóbal, usa el lugar solo como bodega y jamás baja al sótano de noche.

Porque la historia de Don Eliseo no terminó con su huida. Está escrita en la piedra.

A pesar de las décadas, de las remodelaciones y de las infinitas capas de pintura blanca industrial, el sótano tiene memoria. Cada año, durante la temporada de lluvias intensas, ocurre el fenómeno. No son goteras. Las manchas comienzan en el techo, justo donde colgaban los ganchos de hierro. Son de un color café rojizo, viscosas. Gotean lentamente, siguiendo un patrón macabro hasta llegar al suelo y arrastrarse hacia la escalera.

Tardan exactamente setenta y dos horas en cubrir los diecisiete escalones de piedra volcánica.

Don Cristóbal mandó analizar esa sustancia en 2021. El laboratorio confirmó que era material biológico en descomposición, proteínas antiguas que se niegan a desaparecer. Pero lo peor no es la vista, sino el olfato. Cuando llueve en Tlaxiaco y el agua golpea contra la piedra vieja, el aroma a café de la calle se pierde, y regresa ese olor dulzón, a miel podrida y muerte, recordando a todos los habitantes que, de alguna manera monstruosa, las cinco hijas de Don Eliseo siguen allí, esperando ser encontradas, atrapadas para siempre en la carnicería de los diecisiete escalones.

Y la pregunta que flota en el aire húmedo de Oaxaca, la que nadie se atreve a responder, sigue siendo la misma: Si todos sospechaban, si el olor era tan evidente y la tristeza de las niñas tan palpable, ¿cuántos en el pueblo saborearon aquella carne en silencio, cómplices de un horror que ahora, cincuenta años después, todavía sangra por las paredes?