Capítulo 1: El estómago vacío
Tenía 16 años y el estómago vacío. No había desayunado porque en casa no había dinero. A veces, la pobreza no es una desgracia ruidosa, sino un silencio ensordecedor. Y ese día, el silencio era ensordecedor. Ese día, debía rendir el examen final de matemáticas, el examen que determinaría mi futuro. Y encima, debía pagar la mensualidad. La presión era insoportable.
Mientras mis compañeros de clase, con sus mochilas llenas de libros y sus caras radiantes de esperanza, entraban al salón, yo me quedé afuera. Mirando mis zapatillas rotas, sentí que la vergüenza me consumía. La suela se había despegado y los cordones se habían deshilachado. Era un reflejo de mi vida. Rota y deshilachada.
El profesor Ortega, un hombre de unos cincuenta años, con gafas de montura gruesa y una sonrisa amable, se acercó a mí. —¿Qué pasa, muchacho? —dijo, su voz suave y gentil. —No he pagado, profe —dije, con la voz ahogada por la vergüenza—. Mejor no entro.
El profesor me observó en silencio, y luego hizo algo que todavía me quiebra al recordarlo: Abrió la puerta del aula y dijo en voz alta, para que todos lo escucharan: —¡Pase! Hoy el único requisito es querer aprender. Ese día hice el examen con los ojos húmedos. No eran lágrimas de tristeza, sino de gratitud. El profesor Ortega me había dado una oportunidad. Me había dado una segunda oportunidad.
Al final del examen, el profesor se inclinó y me dijo, su voz era un susurro cálido que me llegó al corazón: —El dinero se recupera. Las oportunidades, no. Me dio una fecha para pagar. Y lo cumplí.
Capítulo 2: El camino de la vida
Con los años, las palabras del profesor Ortega se convirtieron en mi brújula. Me convertí en un hombre. No fue fácil. Tuve que trabajar duro, tuve que luchar, tuve que enfrentar muchos desafíos. Pero nunca me rendí. Recordé las palabras de mi profesor. El dinero se recupera. Las oportunidades, no.
Años después, cuando regresé a mi antigua escuela, era un hombre de negocios. Tenía una empresa exitosa, una familia feliz, y una casa grande. El profesor Ortega estaba sentado en el mismo salón de clases. Su cabello se había vuelto gris, pero sus ojos todavía brillaban con la misma amabilidad. Me vio y me reconoció de inmediato. Se levantó de su asiento y me abrazó como si fuera su hijo. —¡Qué alegría verte, muchacho! —dijo, con la voz llena de emoción.
Le conté mi historia. Le conté cómo sus palabras me habían inspirado. Cómo sus palabras me habían dado la fuerza para seguir adelante. Me miró con una sonrisa y me dijo: —Me alegra que mis palabras te hayan ayudado. Pero la verdad es que tú lo hiciste todo. Tú fuiste quien tuvo el coraje de levantarte y seguir adelante.
Capítulo 3: La lección de la vida
Después de esa reunión, me convertí en un benefactor. Fundé una organización benéfica que ayuda a los estudiantes que no pueden pagar la educación. Les doy becas, les doy libros, les doy zapatillas. Les doy oportunidades.
Cada vez que veo a un estudiante con zapatillas rotas, recuerdo mis propias zapatillas rotas. Y recuerdo las palabras de mi profesor Ortega. Y si puedo, hago algo por él. Porque a veces, eso es todo lo que alguien necesita para seguir adelante.
Epílogo: La oportunidad sin precio
El profesor Ortega murió hace unos años. Fui a su funeral. Había muchas personas allí. Todos hablaban de él. Hablaban de su bondad, de su generosidad, de su amabilidad. Hablaban de cómo había cambiado sus vidas.
En el funeral, me di cuenta de que el profesor Ortega no solo me había dado una oportunidad. Me había dado una lección. Me había enseñado que la verdadera riqueza no se encuentra en el dinero o en las propiedades, sino en la bondad que das a los demás.
El profesor Ortega no me dio un regalo. Me dio una lección. Y esa lección es la que me ha hecho la persona que soy hoy.
Mi historia es la historia de un muchacho que tuvo el estómago vacío, pero un corazón lleno de gratitud. Es la historia de un profesor que vio más allá de unas zapatillas rotas. Es la historia de un hombre que aprendió que la verdadera oportunidad no se compra con dinero. Se da.
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