La noche era densa por la lluvia cuando Luke Warren, un ranchero de 24 años, la vio caminando a través de la tormenta. Una viuda vestida de negro, aferrando un chal empapado a su rostro. Dijo que su nombre era Clara Hail. Su esposo había muerto en un incendio a dos pueblos de distancia, y no le quedaba a dónde ir. Luke, movido por la piedad o algo más profundo, la llevó a su rancho. Los caballos relincharon inquietos esa noche, como si le advirtieran que algo más que una tormenta había entrado en su hogar.

Luke había vivido solo durante 3 años, desde que la muerte de su padre le dejó el rancho. Era conocido en todo el Valle de Dakota como un hombre trabajador, silencioso e inquebrantablemente honesto. Cuando Clara entró en su vida, su mundo cambió. Ella era elegante, de voz suave, pero detrás de sus ojos había una sombra, una distancia que lo helaba. Cada vez que sonreía, había dolor en ello, como si estuviera conteniendo algo, algo que no se atrevía a decir en voz alta.

Los días pasaron. Clara trabajaba a su lado, cuidando las gallinas, barriendo el porche, cantando suaves himnos por la noche. Pronto, la soledad que había atormentado a Luke comenzó a desvanecerse. Una noche, bajo la tenue luz de la lámpara, tomó su mano temblorosa. Ella no se resistió. La condujo a su habitación, el aire denso de silencio y el olor a lluvia sobre el polvo. Cuando ella se acostó a su lado, su corazón se aceleró, no de amor, sino de miedo. Afuera, un relámpago cruzó el cielo, iluminando las vastas y vacías llanuras. En esa breve luz, Clara apartó el rostro de Luke. Él pensó que era tímida, pero sus ojos estaban fijos en algo invisible, un recuerdo que ardía en lo profundo de ella.

A la mañana siguiente, Luke despertó y la encontró ya afuera, alimentando a los caballos. Parecía serena, demasiado serena. “No estás acostumbrada al trabajo del rancho”, dijo él suavemente. Ella sonrió levemente. “He tenido trabajos más duros antes”. Sus palabras quedaron suspendidas en el aire, casi como una confesión.

Esa tarde, mientras reparaba una cerca, el viejo amigo de Luke, el Sheriff Meyers, se acercó a caballo. “Oí que has acogido a una viuda”, dijo el sheriff. “Llegó la noticia de que una mujer que coincide con su descripción fue vista cerca de una granja incendiada la semana pasada. El fuego que mató a su esposo no parece accidental”.

El corazón de Luke se heló. “¿Estás diciendo que ella lo hizo?”, preguntó. El sheriff se encogió de hombros. “Estoy diciendo que tengas cuidado con quién compartes tu cama, muchacho”. Mientras el sol se hundía en el horizonte, Luke miró hacia la casa del rancho. A través de la ventana, Clara estaba de pie junto a la lámpara, su rostro ilegible. Por primera vez, Luke sintió miedo, no de su pasado, sino de lo que ella podría traer a su hogar.

Esa noche, Luke no pudo dormir. Las palabras del sheriff resonaban en su cabeza. La respiración de Clara a su lado era tranquila, casi ensayada. Se giró hacia ella. “Nunca me dijiste qué le pasó realmente a tu marido”, susurró. Los ojos de ella se abrieron lentamente, brillando en la oscuridad. “Algunas cosas es mejor dejarlas enterradas”, dijo en voz baja.

Luke se incorporó, inquieto. “Clara, merezco saberlo”.

Ella lo miró fijamente durante un largo rato antes de levantarse en silencio de la cama. Caminó hacia el tocador y sacó un pequeño guardapelo. Dentro había la fotografía de un hombre, quemada por los bordes. “No era quien decía ser”, murmuró ella. “Era peligroso. Cuando llegó el fuego, pensé que era libre… pero él nunca murió de verdad”.

Luke frunció el ceño. “¿Qué quieres decir?”

Clara lo miró con ojos atormentados. “Él viene”.

Los días siguientes se volvieron tensos. Luke notó huellas extrañas cerca del rancho. Los perros ladraban por la noche y los caballos pateaban sus establos. Clara se puso pálida, sin dormir. Salta con cada sonido. Una mañana, Luke encontró una nota clavada en la puerta del granero, quemada en los bordes. “Ella es mía”.

Esa tarde, mientras la tormenta regresaba, una sombra apareció en la colina. Un hombre a caballo. Clara gritó al verlo. “¡Es él!”, exclamó. “Sobrevivió. Nos matará a los dos”. Luke agarró su rifle y salió corriendo, pero la figura se desvaneció en la lluvia.

Horas más tarde, un relámpago partió el cielo de nuevo y la puerta se abrió de golpe. Un hombre estaba allí, con el rostro medio quemado, los ojos ardiendo de locura. “Clara”, graznó. “Pensaste que el fuego me mantendría alejado”.

Luke disparó su rifle, pero el hombre apenas se inmutó. Los siguientes minutos fueron un caos de gritos, disparos y cristales rotos. Cuando todo terminó, Luke yacía sangrando en el suelo. Clara se arrodilló a su lado, sollozando. El hombre quemado se había ido, desvanecido en la tormenta una vez más.

El aliento de Luke era superficial. “Dime la verdad”, susurró.

Clara tomó su mano, las lágrimas mezclándose con la lluvia. “No solo maté a mi marido”, confesó. “Hice un pacto para mantenerlo muerto, pero cuando vine a ti, la maldición me siguió. Ahora es tuya también”.

Cuando amaneció, la tormenta se había ido. El rancho estaba en silencio. Luke despertó solo. La cama a su lado estaba fría. Sobre la almohada yacía el guardapelo de Clara, vacío. Se había ido. Afuera, unas huellas se dirigían hacia las colinas, y junto a las suyas, seguía otro par. La maldición no había terminado. Solo se había trasladado.