El sol comenzaba a descender tras las montañas, tiñendo el cielo con tonos cálidos de naranja y rosa, mientras Carlos caminaba lentamente por el estrecho camino de tierra que conducía a su pueblo. Regresaba del servicio militar. La maleta colgaba de su hombro con el peso de un año de recuerdos y, en su mano derecha, un ramo de margaritas blancas, el único regalo que pensó podría devolverle un pequeño consuelo a su madre, a quien no había visto en tanto tiempo.

El pueblo parecía más callado que nunca. Al llegar a la entrada de su hogar, una casa modesta de paredes desgastadas, la realidad lo golpeó. La cerca caía por pedazos y el jardín estaba abandonado. A pesar de todo, Carlos, con el corazón lleno de esperanzas, golpeó la puerta. “¡Mamá!”, pronunció con voz quebrada.

El silencio fue denso. Nadie respondió. Golpeó nuevamente, y cuando la puerta finalmente se abrió, no encontró a su madre. En su lugar apareció Felipe, su hermano mayor, con una mirada fría y distante.

“Felipe”, dijo Carlos, “¿Y mamá? ¿Dónde está?”

Felipe suspiró, mirando al suelo. “Ella ya no vive aquí. Se fue hace meses. Dijo que ya no quería ser una carga para nadie”.

Carlos no podía creerlo. “¿Cómo pudiste dejarla ir?”, le reclamó.

“Yo no podía hacer nada por ella. Ella quería irse”, respondió Felipe, cruzándose de brazos y negando con la cabeza. “No te hagas ilusiones. No la busques”.

Felipe cerró la puerta, pero Carlos la empujó y entró. El aire estaba pesado. Las paredes, antes de un color cálido, ahora estaban pintadas de un celeste oscuro. Los muebles que recordaba ya no estaban; en su lugar había otros, modernos y fríos. La silla de madera donde su madre solía tejer había desaparecido.

“¿Qué pasó con sus cosas? ¿Dónde están las cosas de mamá?”, preguntó Carlos, con el corazón oprimido.

“Regalé todo lo que ya no servía”, respondió Felipe, como si hablara de cualquier cosa.

En ese momento, Lucía, la cuñada de Carlos, apareció desde la cocina. “Carlos”, dijo suavemente, “Tu madre estaba bien, pero gritaba mucho. Se sentía sola. Un día simplemente dijo que se iría y así desapareció. Quizás es mejor que sigas adelante”.

Las palabras de su hermano y cuñada, lejos de tranquilizarlo, lo llenaron de una profunda tristeza y sospecha. Algo no encajaba. Sin decir una palabra más, tomó su maleta, el ramo de margaritas que aún llevaba, y salió de la casa sin mirar atrás.

Decidido a descubrir la verdad, avanzó por las calles del pueblo, preguntando a cada vecino, pero nadie la había visto. La desesperación crecía. Finalmente llegó al mercado, el lugar que su madre siempre había amado. Se sentó en un banco de madera, lamentándose por no haber llegado antes.

“¿Dónde estás, mamá?”, susurró.

En ese instante, una mujer se le acercó. “¿Joven, por qué tan triste?”. Carlos le contó todo. La mujer frunció el ceño.

“¿Cómo era tu madre?”, preguntó.

Carlos la describió: sus ojos amables, su sonrisa tranquila, sus 75 años, su fragilidad.

La mujer pareció hacer una conexión. “Creo que la vi. Estuvo aquí cerca del mercado, durmiendo en un portal vacío. La última vez que la vi estaba hambrienta. Le di algo de comer, pero luego desapareció”.

La mujer le indicó la dirección de un callejón cercano. Carlos comenzó a caminar hacia allí con el corazón lleno de una mezcla de esperanza y miedo. Cuando llegó, la escena que encontró fue desgarradora. Allí, entre los restos de basura, estaba su madre, encorvada y débil, buscando desesperadamente algo que comer.

“¡Mamá, mamita!”, la llamó con voz temblorosa.

Su madre levantó la cabeza lentamente. Al verlo, se quedó paralizada, con miedo y confusión. “Alejandro, ¿eres tú?”, murmuró, confundiendo a su hijo con su esposo muerto hace años.

“No, mamá, soy yo, Carlos”, exclamó él, agachándose junto a ella. El llanto le nublaba la vista.

Ella lo miró detenidamente y, lentamente, sus ojos comenzaron a reconocerlo. Su rostro se suavizó y las lágrimas corrieron por sus mejillas. “Sabía que volverías, hijo. Sabía que no me dejarías sola”.

Carlos la abrazó fuertemente. Al fin la había encontrado.

Mientras el día caía, Carlos llevó a su madre a un pequeño hostal del pueblo. Alquilaron una habitación sencilla. Exhausta, su madre se dejó caer en la cama. “Hijito”, dijo con voz débil, “¿podrías comprarme un pancito y un platanito? Tengo mucha hambre”.

Carlos sintió que su corazón se rompía. Salió corriendo a la tienda. Cuando regresó, ella devoró la comida rápidamente. Carlos se sentó a su lado, tomando su mano.

“Mamá, por favor, dime qué pasó. ¿Por qué te fuiste?”

Ella lo miró con tristeza. “Carlos… Felipe me echó de la casa. Ya no me quería allí. Me veía como una carga. No tenía más fuerzas, así que un día me fui. Y él vendió todas las cosas, incluso mi sillita de madera”.

La rabia hirvió dentro de Carlos. “¡Ese maldito me mintió!”, gritó. “Me dijo que tú te fuiste por tu voluntad. Pero no te preocupes, mamá. Yo iré ahora mismo a hacer justicia. Se arrepentirá”.

Antes de que pudiera dar un paso, un abrazo cálido lo detuvo. Su madre lo rodeaba con la fuerza que le quedaba.

“No guardes rencor, hijo”, dijo con voz quebrada. “Es tu hermano. Si ustedes están enojados, yo sufriría más. No quiero que por mi culpa se odien. Por favor, perdónalo como yo lo hice”.

Las palabras de su madre calmaron su furia. Con el rostro humedecido por las lágrimas, Carlos la miró. “Lo haré, mamá. Te lo prometo”.

La anciana sonrió. Sacó su pequeña Biblia, la abrió con cuidado y le leyó un salmo que Carlos recordaba de su niñez: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios”.

En los días que siguieron, la vida comenzó a retomar un curso más sereno. Carlos encontró trabajo en el pueblo, haciendo lo que podía para mantener los gastos del hostal. Cada tarde, después de su jornada, recorría las calles buscando margaritas blancas, las flores favoritas de su madre.

El dolor de lo sucedido nunca desaparecería por completo, pero Carlos había aprendido el valor del perdón. Decidió seguir adelante, dejando atrás el resentimiento y abrazando el amor incondicional que solo su madre podía dar.

Desde ese momento, Carlos nunca dejó que su madre estuviera sola. Siempre estuvo allí, a su lado, con el corazón lleno de gratitud por haberla encontrado. El amor entre madre e hijo se fortaleció más que nunca, porque ambos sabían que, a pesar de todo lo vivido, su vínculo era inquebrantable. Habían descubierto que la verdadera riqueza era tenerse el uno al otro, y eso era lo único que realmente importaba.