Luna que Cura: El Río de Sangre y Perdón

 

I. El Fuego en la Llanura

 

Las llanuras de Texas, en el abrasador verano de 1861, no eran lugar para los débiles de espíritu. El sol de julio caía a plomo sobre la tierra agrietada, convirtiendo el aire en un vapor denso que olía a resina caliente y estiércol seco. Para Elizabeth Kane, una enfermera de veinticuatro años acostumbrada a la esterilidad controlada de los hospitales del norte, aquel vasto horizonte representaba una promesa: California. Viajaba en el tercer carromato junto a Jona, su esposo, un ingeniero de ferrocarriles cuyos sueños eran tan largos como los rieles que aspiraba a construir. Llevaban tres semanas de travesía, imaginando una casa propia más allá de las montañas, lejos de la guerra civil que comenzaba a desangrar al país en el este.

Pero el destino en la frontera se escribe con pólvora y sangre.

El ataque no comenzó con un grito, sino con un silencio antinatural. Los pájaros dejaron de cantar y el viento cesó. Luego, la tierra tembló. Un estruendo de cascos rompió la calma, seguido por el silbido agudo de las flechas que, como avispas furiosas, buscaron carne y madera. Una tea encendida aterrizó sobre la lona del carromato delantero, y el mundo estalló en llamas.

—¡Al suelo, Elizabeth! —gritó Jona, saltando del pescante con su rifle en mano.

Fueron sus últimas palabras. Elizabeth lo vio aterrizar, rodilla en tierra, listo para defender su futuro. Pero una lanza, arrojada con fuerza inhumana, atravesó su pecho antes de que su dedo pudiera rozar el gatillo. Jona cayó mirándola, con los ojos muy abiertos, la boca llena de una sangre que ahogó su nombre.

—¡Jona! —el grito de Elizabeth se quebró en su garganta.

No hubo tiempo para el duelo. Un golpe brutal la derribó. Sintió el sabor metálico del polvo y la sangre en la boca. Al alzar la vista, entre el humo y los gritos de los moribundos, vio a su captor. No era un hombre cualquiera; era una fuerza de la naturaleza. Alto, de hombros anchos y torso cubierto de cicatrices rituales, el jefe comanche desmontó con la gracia letal de un puma. Sus ojos ardían como brasas vivas. Su nombre, como sabría después, era Corazón de Fuego.

II. El Filo de la Decisión

 

El convoy se convirtió en un cementerio humeante en menos de diez minutos. Los comanches actuaban con la precisión de una manada de lobos, sin gritos innecesarios, solo eficiencia brutal. Elizabeth, aturdida y con las muñecas atadas con cuero crudo, fue arrastrada entre los cuerpos. Mientras la llevaban hacia los caballos, fingió tropezar junto al cadáver de un guerrero caído cerca del carro de medicinas destrozado. Sus dedos, guiados por el instinto de supervivencia más primitivo, encontraron un pequeño cuchillo de hoja curva en el cinturón del muerto. Con un movimiento rápido, lo deslizó dentro de su manga. Nadie lo notó.

La llevaron al campamento comanche junto al río Brazos. Al caer la noche, la ataron a un poste fuera del círculo de los tipis. El cielo se tiñó de un rojo violento, reflejando la sangre derramada ese día. Elizabeth observaba. No lloraba. En su mente, el cuchillo pesaba como una promesa de venganza o de libertad.

Corazón de Fuego estaba sentado frente a la gran fogata central, limpiando su lanza. De pronto, un grito desgarrador rompió la monotonía de los cánticos de victoria. Una mujer comanche se desplomó cerca de un tipi; había sido herida en el vientre durante el asalto y la hemorragia era incontenible. Los curanderos de la tribu se apartaron, moviendo la cabeza con resignación. La herida era mortal.

Elizabeth sintió una sacudida eléctrica. Era su enemiga, sí, pero ante todo, ella era enfermera.

—¡Déjenme! —gritó en español, su voz cortando el aire nocturno—. ¡Puedo salvarla!

Los guardias vacilaron. Corazón de Fuego se levantó y caminó hacia ella. La miró profundamente, buscando miedo, pero solo encontró una determinación fría y dura como el acero.

—Si fallas, mueres con ella —sentenció con una voz que parecía brotar de la tierra misma.

La desataron. Elizabeth corrió hacia los restos saqueados del carro médico, rescatando su maletín de cuero: aguja curva, hilo de tripa, alcohol y morfina. Regresó junto a la mujer moribunda. Con manos que no temblaban, vertió alcohol sobre la herida abierta. La mujer gritó. Fue entonces cuando Elizabeth hizo su movimiento.

El cuchillo oculto salió de su manga. El brillo del acero alertó a todos. Los guerreros tensaron sus arcos y Corazón de Fuego cerró la mano sobre su lanza, listo para matar. Pero Elizabeth no atacó. Usó el filo para cortar el hilo de sutura con precisión quirúrgica.

Bajo la mirada atónita de la tribu, Elizabeth cosió el intestino perforado, punto a punto, ignorando la sangre que le cubría los brazos hasta los codos. Cuando terminó, la respiración de la mujer se estabilizó. Exhausta, Elizabeth se dejó caer sobre los talones.

El jefe se agachó frente a ella. Tomó su mano ensangrentada y la giró, revelando el cuchillo que aún empuñaba.

—Tú llevas medicina —dijo él, sus ojos clavados en los de ella—. Yo llevo guerra. Un día, una de las dos salvará a la otra.

Le devolvió el cuchillo por el mango.

—Guárdalo. Lo necesitarás.

III. Madre de un Enemigo

 

El tiempo en las llanuras no se medía en horas, sino en lunas y migraciones. Elizabeth sobrevivió. Aprendió a desmontar tipis antes del amanecer y a leer las señales del invierno en el vuelo de los pájaros. Pero su mayor transformación no vino del entorno, sino de un niño.

Chimno, el hijo de seis años de Corazón de Fuego, comenzó a seguirla como una sombra curiosa. Al principio, le traía trozos de carne seca con cautela. Luego, palabras. Elizabeth le enseñó inglés mientras él le enseñaba a contar estrellas en la inmensidad del cielo nocturno. El odio que Elizabeth sentía por la muerte de Jona comenzó a diluirse, reemplazado por una extraña y compleja lealtad hacia aquel niño que la llamaba con la mirada.

La prueba de fuego llegó con la primera helada. Una noche sin luna, el caos estalló de nuevo, pero esta vez los atacantes vestían de azul. La Caballería de los Estados Unidos llegó con rifles Winchester y sed de aniquilación.

Los tipis ardieron como papel. Elizabeth, con su antiguo botiquín a la espalda, corrió entre las balas. No hacia la libertad, sino hacia los heridos. Vio a una madre comanche acorralada y se lanzó a ayudarla, gritando en inglés a los soldados para detener el fuego, usando su propia piel blanca como escudo.

En la retirada, Corazón de Fuego cubrió a su gente, peleando con la furia de un demonio, hasta que una bala le destrozó el hombro. Cayó de rodillas, la sangre manchando la nieve. Elizabeth no lo dudó. Lo arrastró tras un tronco caído y, usando aquel mismo cuchillo que una vez pensó clavarle en el corazón, cortó su camisa y extrajo la bala.

—Pensé que lo usarías en mí… para matarme —susurró el jefe, con la voz ronca por el dolor.

—No te mueras, necio —respondió ella, apretando el vendaje—. Tu hijo te necesita.

Esa noche, bajo un roble y con el olor a pólvora impregnando el aire, Corazón de Fuego le entregó un papel arrugado que había tomado de un oficial muerto. Era un contrato. Elizabeth lo leyó a la luz de la fogata y sintió cómo el suelo desaparecía bajo sus pies.

Estaba firmado por el Capitán Harper, un antiguo socio de su esposo Jona. El documento autorizaba a mercenarios a incitar ataques indios para justificar la expropiación de tierras federales para el ferrocarril. Jona había sido un peón sacrificable. La masacre de su caravana no había sido un acto de salvajismo aleatorio; había sido orquestada por hombres de traje en oficinas lujosas.

—El enemigo no lleva plumas —dijo Corazón de Fuego, observando su reacción—. Lleva estrellas en el hombro.

Elizabeth arrojó el papel al fuego. Mientras las cenizas volaban hacia el cielo, Chimno se despertó y se aferró a su pierna.

—¿Madre? —preguntó en inglés.

Elizabeth lo abrazó, enterrando el rostro en su cabello polvoriento. En ese instante, Elizabeth Kane murió y nació Luna que Cura.

IV. La Tregua y el Río

 

Los exploradores trajeron noticias funestas: cañones. El ejército se acercaba con artillería pesada para barrerlos de la faz de la tierra. La tribu estaba herida y cansada; no sobrevivirían a un ataque directo.

—Lucharemos —declaró Corazón de Fuego ante el consejo de ancianos.

—Morirán —intervino Elizabeth. Se puso de pie, vestida con pieles curtidas y una pluma de águila en su trenza—. Déjame ir. Soy blanca. Me escucharán.

El jefe la miró largamente. Había un abismo de riesgo en su propuesta. —Si mientes, mato a tu hijo —dijo, refiriéndose a Chimno, un recordatorio brutal de lo que estaba en juego. —Lo sé.

Elizabeth cabalgó sola hacia el campamento militar, llevando una rama de olivo. Al entrar en la tienda del mando, encontró al Capitán Harper. El hombre, con botas sobre la mesa y un puro en la boca, palideció al verla.

—Elizabeth Kane… Te creíamos muerta o algo peor.

—Vivo con los comanches —dijo ella, con una voz que había olvidado los modales de salón—. Y vengo a negociar.

Harper rio con desdén. —No hay negociación. Órdenes federales. Todos a la reserva o bajo tierra.

Elizabeth sacó el as bajo la manga. No el contrato quemado, sino su conocimiento. —Sé lo de los mercenarios, Harper. Sé que usted instigó el ataque para limpiar el terreno para los rieles. Si esta tribu no obtiene paso seguro al norte del río Colorado, iré a Austin. Los periódicos adorarán la historia de un héroe de guerra que sacrifica caravanas americanas por dinero.

El silencio en la tienda se volvió denso. Harper sirvió dos vasos de whisky, le temblaba ligeramente la mano. —Seis meses —gruñó—. Tienen seis meses al norte del Colorado. Si rompen la tregua, te colgaré yo mismo.

—Si la rompen —respondió ella, guardando el documento firmado en su bota, junto al cuchillo—, yo misma cortaré la soga.

V. El Final del Camino

 

La paz fue efímera, como todo en la frontera. Aunque migraron al norte, cumpliendo su parte, la codicia de los hombres blancos no tenía honor. Meses después, en pleno invierno, los exploradores informaron que los soldados habían cruzado la línea. Venían con los cañones.

Corazón de Fuego miró a Elizabeth. Ya no había dudas en sus ojos, solo respeto. —¿Qué propones, Luna que Cura?

—Cortar las cuerdas —dijo ella, sacando su cuchillo—. Sin ruido. Sin sangre.

Esa noche, bajo una oscuridad absoluta, Elizabeth lideró a doce guerreros hacia el campamento enemigo. Se movió entre las tiendas como un fantasma, una sombra entre sombras. Con el cuchillo que una vez fue su única defensa, cercenó las cuerdas y los correajes de los cañones, inutilizando la artillería. Sabotearon la pólvora y desaparecieron antes de que el primer rayo de sol tocara la nieve.

Cuando el ejército intentó atacar al amanecer, se encontraron impotentes, incapaces de perseguir a una tribu que se movía más rápido que el viento.

La tribu cruzó las montañas hacia un valle protegido, lejos de las rutas de los mapas. La primavera llegó, derritiendo el hielo y trayendo una paz ganada a pulso.

Una tarde, mientras Chimno jugaba en la orilla de un arroyo cristalino, Elizabeth vio algo brillar en el fondo del agua entre los guijarros. Metió la mano y sacó su anillo de bodas. El oro estaba opaco por el lodo y el tiempo.

Corazón de Fuego se acercó silenciosamente y observó el objeto en su palma. —¿Lo guardas? —preguntó.

Elizabeth miró el anillo, el último vestigio de una vida que parecía un sueño lejano. Luego miró a Chimno, que reía persiguiendo una rana, y al hombre cicatrizado a su lado, que había pasado de ser su pesadilla a ser su igual.

—El río se lleva lo viejo —dijo ella.

Con un movimiento suave, arrojó el anillo al centro de la corriente. El oro giró una vez en el aire, brilló bajo el sol y desapareció bajo la superficie, tragado por el agua fría.

Chimno corrió hacia ella y tomó su mano. —Madre, ¿por qué lloras?

Ella se secó una lágrima solitaria que corría por su mejilla curtida por el sol. —No lloro por tristeza, pequeño. Lloro porque el agua limpia.

Elizabeth Kane había muerto en aquellas llanuras ardientes años atrás. Quien estaba allí, de pie bajo el vasto cielo del oeste, era Luna que Cura, una mujer que había aprendido que la sangre puede derramarse por odio, pero también puede unirse por elección. Había encontrado que, a veces, el puente hacia el perdón se construye sobre las cenizas de lo que una vez fuimos.

Y en ese valle olvidado por los mapas, bajo la vigilancia de las águilas, finalmente fue libre.