Era el año 1856, en la ciudad de Salvador, capital de la provincia de Bahía. La ciudad era un violento contraste de riqueza y miseria, construida sobre la base de la esclavitud.

Entre los miles de esclavos se encontraban dos hermanos, Tomás y Joana. Tomás, de 28 años, era fuerte y de ojos inteligentes. Joana, de 25, poseía una belleza notable y una fuerza interior que mantenía viva su esperanza. Eran hijos de una madre africana, Luía, quien, antes de morir de tuberculosis años atrás, les hizo prometer que siempre se cuidarían mutuamente. “Hermano cuida de hermano, siempre”, les rogó. Esa promesa se convirtió en el pilar de sus vidas.

Habían nacido en la hacienda Santa Cruz, propiedad del Señor Antônio Ferreira da Costa. Pasaban sus días de descanso bajo un árbol de mango, soñando con una libertad que parecía imposible.

Pero en 1855, el Señor Antônio murió repentinamente, dejando tras de sí deudas inmensas. La única solución fue liquidar todo. La hacienda fue vendida y todos los esclavos, incluidos Tomás y Joana, fueron llevados a subasta.

En la plaza principal de Salvador, en medio del horror deshumanizante de familias siendo separadas, los hermanos enfrentaron su peor pesadilla. Tomás fue vendido a un hacendado del interior, el Coronel Rodrigo Mendes. Joana fue comprada por Doña Mariana Pereira, una viuda rica de la ciudad.

En su desesperada despedida, Tomás juró: “Te encontraré. Juntaré dinero, compraré mi libertad y luego la tuya”. Joana prometió esperarlo.

Tomás fue llevado a una plantación de tabaco. Su plan era trabajar incansablemente, ganar la confianza del Coronel, ahorrar dinero y, un día, cumplir su promesa. Mientras tanto, en Salvador, Joana tuvo una suerte distinta. Doña Mariana, una mujer solitaria y religiosa, la trató con una inesperada amabilidad, llegando incluso a enseñarle a leer y escribir.

El plan de Tomás se desmoronó seis meses después. Otro esclavo, Benedito, celoso del favor que el coronel mostraba a Tomás, lo incriminó. Escondió una herramienta cara bajo la estera de Tomás y lo acusó de robo y de planear una fuga.

Tomás, a pesar de sus súplicas de inocencia, fue sentenciado a cien azotes. Esa misma noche, mientras yacía en la senzala, encadenado y con la espalda destrozada, escuchó a Benedito jactarse de su cruel engaño. En ese momento, algo se rompió dentro de Tomás. Comprendió que su honestidad no valía nada; su plan de libertad estaba arruinado. El coronel jamás volvería a confiar en él. La desesperación lo consumió.

Tres semanas después, en la oscuridad de la senzala, recibió una visita. Era el Señor Joaquim Pereira, un infame traficante de esclavos. Joaquim le ofreció un trato diabólico: documentos de libertad falsos, dinero y una nueva vida. A cambio, Tomás le debería un favor, uno que Joaquim cobraría cuando quisiera.

Tomás dudó, pero Joaquim usó su arma secreta: “Sé dónde está tu hermana Joana. Si te quedas aquí, nunca la volverás a ver. Si aceptas mi ayuda, tal vez sí”.

Desesperado, Tomás aceptó, con la condición de que, una vez pagado el favor, Joaquim le ayudara a liberar a Joana. Una semana después, Joaquim organizó una fuga. Tomás escapó, recibió sus papeles falsos como “Tomás Silva, hombre libre”, y una advertencia: “Un día cobraré mi deuda. Si te niegas, te denunciaré”.

Tomás viajó a Salvador. En enero de 1856, encontró a Joana. Su reencuentro fue una mezcla de lágrimas y alegría. Se reunieron en secreto esa noche en una taberna abandonada. Tomás le contó todo: la trampa de Benedito, los azotes y el oscuro pacto con Joaquim. Joana se horrorizó.

Tomás consiguió trabajo en los muelles, y durante meses, ambos ahorraron, aferrándose a la esperanza de comprar legalmente la libertad de Joana.

Pero en junio, la deuda fue cobrada. Joaquim Pereira encontró a Tomás en los muelles. “Ha llegado el momento de pagar”, dijo. El favor era monstruoso: Joaquim tenía un cliente rico en Recife dispuesto a pagar una fortuna por una esclava joven, bella y educada. Quería a Joana.

“No”, dijo Tomás, retrocediendo. “Cualquier cosa menos eso. ¡Es mi hermana!”

Joaquim fue inflexible. Le dio a Tomás un ultimátum de tres días: o le ayudaba a secuestrar y vender a Joana, o lo denunciaría como esclavo fugitivo. “Si te recapturan, te torturarán hasta la muerte”, le advirtió Joaquim. “Y tu hermana se quedará sola de todos modos. Al menos a mi manera, tú sigues libre”.

Tomás pasó tres días en un infierno, buscando una salida que no existía. No podía huir, no podía denunciar a Joaquim. El miedo absoluto a ser recapturado, a sentir el látigo de nuevo, a morir en agonía, lo paralizaba. Llegó a una conclusión devastadora: para salvar su propia vida, debía sacrificar la de ella. Se convenció a sí mismo de que, si seguía vivo, quizás, algún día lejano, podría encontrarla y comprarla de nuevo.

Al tercer día, aceptó, con la condición de saber quién la compraba.

El plan era cruel. Tomás le enviaría un mensaje a Joana, citándola en un almacén abandonado con “noticias maravillosas” sobre su libertad. Ella confiaría en él.

La noche señalada, Joana, llena de esperanza, acudió a la cita. Entró al almacén oscuro. “¡Tomás, mano, estoy aquí! ¿Cuáles son las noticias?”

Tomás estaba allí, pero no la miraba. Estaba tenso, inmóvil. Antes de que Joana pudiera comprender qué ocurría, tres hombres, liderados por Joaquim Pereira, emergieron de las sombras.

“Tomás, ¿qué pasa?”, alcanzó a preguntar ella.

Fue entonces cuando los hombres la agarraron. Le taparon la boca con un trapo antes de que pudiera gritar y le ataron las manos a la espalda. Joana luchó, pero era inútil. Sus ojos expresivos se clavaron en los de su hermano, buscando una respuesta que no llegó. Tomás se quedó paralizado, incapaz de moverse, observando cómo la promesa hecha a su madre moribunda se hacía añicos mientras su hermana era arrastrada hacia un barco con destino a Recife, vendida por la única persona en el mundo en la que confiaba.