Sombras de Cartagena
Cartagena de Indias, 1764.
El calor del amanecer no perdonaba. Se filtraba húmedo y pesado entre los muros desconchados de la vieja casona, una estructura vencida por la humedad y el abandono que, sin embargo, para Bruna Cañaveral representaba el único refugio posible. La joven caminaba con paso lento, sosteniendo a uno de sus tres recién nacidos contra el pecho, mientras los otros dos dormían en un cesto improvisado que ella misma había remendado durante la vigilia de la noche.
Sus pies descalzos rozaban la tierra caliente del suelo y su respiración temblorosa revelaba el miedo que intentaba ocultar. La casona había pertenecido a una familia acomodada décadas atrás, pero ahora no era más que una sombra de lo que había sido: muros carcomidos, vigas expuestas y un olor persistente a madera vieja y a sueños interrumpidos. No obstante, para Bruna, aquel lugar era un milagro, el único techo bajo el cual podía intentar proteger a sus pequeños de la intemperie y de los ojos juzgadores de la sociedad colonial.
—Ya, mi amor, ya, mi cielo. Mamá está aquí —susurró con voz rota pero cargada de ternura mientras mecía al pequeño que lloraba.
Bruna acomodó al bebé en el cesto junto a sus hermanos y se agachó para revisar las mantillas. Había pasado la noche intentando reforzar una ventana rota para evitar que la brisa salitrosa enfriara a los niños. Sus manos, finas pero agrietadas por el trabajo duro, se movían con una urgencia silenciosa. El olor a sal del mar cercano entraba por las hendiduras, recordándole todo lo que había perdido: su inocencia, las promesas vacías de un hombre que juró cuidarla y la vida que imaginó y que nunca llegó. Ahora solo tenía a sus hijos y a un mundo que la condenaba.
Entre las sombras del pasillo, doña Martina, una vecina anciana de ojos cálidos que vivía en la servidumbre de la casa contigua, la observaba. —Muchacha, ¿has dormido algo? —preguntó acercándose con pasos suaves. —Muy poco, doña Martina. Lloraron toda la noche. Creo que el calor les afecta —respondió Bruna, con ojeras profundas marcando su rostro pálido.
La anciana asintió, tocándole el hombro. —Dios te dé fuerza, hija. Los bebés sienten todo, pero resisten más de lo que creemos.
Cuando la anciana se retiró, Bruna quedó nuevamente sola con sus pensamientos. Sabía que no podía ocultarse eternamente. Aquella propiedad tenía dueño, y el temor a ser descubierta era una soga constante alrededor de su cuello.
A media mañana, el destino llamó a la puerta, o mejor dicho, entró sin llamar. El sonido inconfundible de cascos sobre piedra y el rechinar de un carruaje pesado helaron la sangre de Bruna. Pasos firmes, botas de cuero fino pisando con autoridad, resonaron en el zaguán.
—¿Quién se ha atrevido a ocupar mi propiedad?
La voz era grave, acostumbrada al mando. Don Esteban Villoria, hacendado de linaje y fortuna, apareció en el umbral. Su figura imponente, de hombros anchos y mirada gris severa, llenó la habitación. Iba dispuesto a expulsar a los invasores, a imponer el orden que regía su vida. Pero sus palabras murieron en su garganta al ver la escena.
Allí estaba ella. No era un vagabundo peligroso ni una banda de ladrones. Era una joven madre, acorralada, sosteniendo a un bebé contra su pecho como si fuera un escudo, mientras otros dos dormían ajenos al peligro en un cesto miserable.
—¿Qué hace aquí así? —preguntó Esteban, bajando el tono sin quererlo. —Solo necesitaba un techo, señor. No pretendo causarle problemas —respondió Bruna, tragando saliva, con la dignidad intacta a pesar del miedo.
El silencio que siguió fue denso. Esteban miró el rostro agotado de la joven y los pequeños cuerpos frágiles. Su deber era claro: proteger sus activos. Pero su corazón, que llevaba años latiendo en un compás monótono de deber y soledad, dio un vuelco inesperado. —Quédese por ahora —soltó él, sorprendiéndose a sí mismo.
Antes de irse, y sin mirar atrás, dejó un cubo de agua fresca junto a la entrada. Un gesto mínimo para un hombre de su posición, pero un salvavidas para ella.

Los días siguientes transcurrieron en una extraña danza de silencios y miradas. Esteban regresó. No tenía por qué hacerlo, pero la imagen de Bruna y los trillizos se le había incrustado en la mente. Al principio, se excusó diciendo que necesitaba revisar la estructura de la casa. Luego, dejó de poner excusas.
Apareció con víveres: leche, pan, frutas. —No es un pago, es una necesidad —dijo cortante cuando ella intentó rechazarlo por vergüenza—. Usted no puede cuidar de tres vidas si no se sostiene a sí misma.
La relación entre ambos comenzó a cambiar sutilmente. Bruna dejó de verlo solo como el dueño amenazante y empezó a notar al hombre detrás de la fachada severa: la forma en que observaba a los bebés con una curiosidad teñida de melancolía, el modo en que sus manos grandes y fuertes parecían dudar antes de rozar una mantilla.
—Son muy pequeños —murmuró Esteban una tarde, observando el cesto. —Nacieron antes de tiempo, pero son fuertes —respondió ella, y por un segundo, sus miradas se cruzaron, compartiendo un entendimiento tácito sobre la fragilidad de la vida.
Pero Cartagena no era un lugar donde los secretos duraran. Los rumores comenzaron a correr como la pólvora. En el mercado, en las plazas, las lenguas viperinas de la élite y el pueblo hablaban del hacendado Villoria y “la mujer de la casa en ruinas”.
—Dicen que tienes una amante escondida, Esteban —le había advertido su amigo Rodrigo Salvatierra con tono burlón—. Ten cuidado. La ciudad es cruel.
Esteban lo sabía, pero no le importaba tanto como creía. Lo que sí le importaba era la seguridad de Bruna. Y sus temores se materializaron una tarde, cuando el cielo se tiñó de rojo sangre.
Bruna estaba sola doblando ropa cuando escuchó el crujido. No eran los pasos firmes de Esteban. Eran pasos arrastrados, depredadores. Al girarse, el terror la paralizó.
Hernán Pizarro. El padre de los niños. El hombre que la había seducido con mentiras y la había abandonado a su suerte cuando supo del embarazo, convencido de que ella moriría en el parto.
—Así que aquí te escondes —dijo Hernán con una sonrisa torcida, bloqueando la salida—. Y veo que los bastardos sobrevivieron. —Váyase —susurró Bruna, interponiéndose entre él y el cesto—. No tiene nada que hacer aquí.
Hernán avanzó, sus ojos brillando con codicia. —No me hables de derechos. Esos niños pueden servirme. Un hombre necesita herederos, o al menos, brazos que trabajen. Y tú… tú todavía puedes serme útil.
Cuando intentó agarrarla del brazo, el llanto de los bebés estalló, llenando la casona de angustia. —¡No los toque! —gritó Bruna, luchando.
Fue entonces cuando la tormenta se desató, pero no vino del cielo. Don Esteban apareció en el umbral, y esta vez, no había duda ni curiosidad en su rostro, solo una furia fría y letal.
—¿Qué está haciendo en mi propiedad? —la voz de Esteban fue un trueno bajo.
Hernán se giró, intentando mantener la compostura ante un hombre de mayor estatus. —Vengo a reclamar lo que es mío, Villoria. Esta mujer y sus hijos… —En esta propiedad solo hay una madre bajo mi protección —lo cortó Esteban, avanzando paso a paso, obligando a Hernán a retroceder—. Y si vuelve a acercarse a ella o a esos niños, le aseguro que usaré cada onza de mi influencia para destruirlo. ¿Me ha entendido?
La cobardía de Hernán afloró ante la amenaza real. Masculló una maldición y salió huyendo, perdiéndose en las sombras de la calle.
Bruna, temblando incontrolablemente, se dejó caer contra la pared. Esteban se acercó de inmediato, rompiendo por primera vez la barrera física que había mantenido. —¿Está bien? —preguntó, con una urgencia que desnudaba sus sentimientos. —Él volverá… —sollozó ella—. No tengo a dónde ir.
Esteban la miró. Miró a los niños, que poco a poco se calmaban. Y en ese instante, el hacendado tomó una decisión que cambiaría su vida para siempre. Comprendió que el deber no era solo administrar tierras, sino proteger lo que realmente importaba.
—No volverá —dijo Esteban con firmeza, tomando las manos de Bruna entre las suyas. Sus palmas eran cálidas y seguras—. Y usted no tiene que ir a ningún lado, porque no se quedará aquí.
—¿Qué dice? —preguntó ella, confundida. —Esta casa no es segura. Mañana mismo vendrá conmigo a la Hacienda Santa María. —Señor… la gente hablará. Destruiré su reputación. —Que hablen —respondió él, mirándola a los ojos con una intensidad nueva—. He vivido demasiado tiempo preocupado por el honor de un apellido y muy poco por la verdad de mi corazón. Usted me ha recordado lo que significa estar vivo, Bruna.
Epílogo: Un año después
La brisa en la Hacienda Santa María era diferente a la de la ciudad; olía a tierra mojada, a caña de azúcar y a libertad.
Bruna caminaba por el corredor amplio de la casa grande, ya no con los pies descalzos y la ropa remendada, sino con un vestido sencillo de lino azul que resaltaba la luz en su mirada. A lo lejos, en el jardín, se escuchaban risas.
Esteban estaba sentado en un banco de madera, con tres niños regordetes y llenos de energía gateando a su alrededor, intentando trepar por sus botas. El hombre que antes inspiraba temor con su sola presencia, ahora reía abiertamente mientras uno de los pequeños le tiraba de la manga.
Bruna se detuvo a observarlos, apoyada en una columna. No había sido fácil. La sociedad de Cartagena había murmurado, escandalizada, cuando el don Esteban Villoria acogió a una mujer pobre y a tres hijos ilegítimos. Hubo desprecios y puertas cerradas. Pero Esteban había cumplido su palabra: fue un muro inquebrantable. Con el tiempo, su dignidad y el amor evidente que profesaba por esa familia elegida acallaron las malas lenguas.
Hernán Pizarro nunca volvió; la advertencia de Esteban y un par de visitas de las autoridades locales se aseguraron de ello.
Esteban levantó la vista y vio a Bruna observándolo. La sonrisa que le dedicó no tenía rastro de la severidad del pasado. —Ven —la llamó suavemente—. Tu hijo insiste en que mi reloj es un juguete.
Bruna se acercó y se sentó a su lado. Esteban pasó un brazo por sus hombros, atrayéndola hacia sí con naturalidad. —¿Te arrepientes? —preguntó ella en voz baja, una pregunta que a veces todavía surgía en sus momentos de duda. —¿De qué? —respondió él, besando su frente—. ¿De haber encontrado mi vida en una casa en ruinas? Nunca.
El sol comenzó a ponerse sobre los campos de caña, bañando a la familia en una luz dorada. Bruna recostó la cabeza en el hombro de Esteban, viendo a sus hijos jugar seguros y amados. Había entrado en aquella casona vieja buscando solo sobrevivir una noche más, y sin saberlo, había encontrado un destino que ni en sus sueños más atrevidos imaginó.
En las calles ardientes de Cartagena, los rumores seguían yendo y viniendo como el viento, pero en la Hacienda Santa María, el amor había echado raíces profundas, indestructibles ante cualquier tormenta.
Fin.
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