El granjero que descubrió un túnel bajo su campo

El sol caía a plomo sobre el rancho “La Soledad”, en algún rincón olvidado de Sonora donde la tierra es tan dura como los hombres que la trabajan. Silvestre Montoya, a sus setenta y dos años, era más duro que la mayoría. Sus manos eran mapas de cuero agrietado, cada línea un testimonio de sequías, heladas y cosechas tercas. Había enterrado a su esposa, visto a sus hijos partir hacia el norte y ahora solo le quedaba su nieto, Emiliano, y ese pedazo de tierra que era la extensión de su propia alma.

La catástrofe no llegó con un estruendo, sino con un silencio. El silencio del agua. El pozo, el corazón del rancho, que había dado de beber a tres generaciones de Montoyas, se secó. De un día para otro, la bomba solo escupía aire polvoriento.

—Es la sequía, abuelo. Ya lo decían en la radio —dijo Emiliano, un joven de veinte años con la fuerza de un toro pero sin la paciencia de su abuelo.

Silvestre negó con la cabeza, sus ojos grises fijos en el horizonte. —No, mijo. La sequía avisa, te va quitando el agua de a poquito, como un ladrón cobarde. Esto es otra cosa. La tierra… se siente hueca.

Emiliano lo miró con escepticismo, pero Silvestre no era hombre de fantasías. Esa noche, mientras la luna pintaba de plata los cactus saguaros, el viejo no durmió. Recorrió sus tierras, sintiendo el suelo bajo sus botas gastadas. Y entonces lo notó. Cerca del lindero norte, donde el terreno se hundía en una pequeña cañada, la tierra había cedido. No era un gran hoyo, apenas una depresión sutil, como si algo debajo hubiera robado el sustento del suelo.

Al amanecer, armado con una pala y una terquedad de hierro, Silvestre comenzó a cavar. Emiliano se unió a él, refunfuñando. Cavaron durante horas bajo el sol castigador. El sudor les empapaba la ropa, pero el viejo no cedía. De repente, la pala de Silvestre golpeó algo que no era piedra. Sonó un “clanc” metálico, hueco y antinatural.

 

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Con cuidado, despejaron la tierra. Lo que encontraron les heló la sangre a pesar del calor. Era una plancha de acero corrugado, oxidada pero inconfundiblemente moderna. Tenía una argolla soldada. Entre los dos, con un esfuerzo que les hizo crujir los huesos, tiraron de ella. La plancha se deslizó, revelando una oscuridad profunda y un soplo de aire viciado y frío que olía a metal, a aceite y a algo más… a secreto.

—¡Qué carajos es esto! —exclamó Emiliano, asomándose al agujero. Una escalera de metal descendía hacia las entrañas de la tierra.

—Baja la lámpara —ordenó Silvestre, su voz era apenas un susurro ronco.

Armados con una potente linterna de baterías, descendieron. El aire se volvía más frío con cada peldaño. Al llegar al fondo, se encontraron en un pasadizo que desafiaba toda lógica. No era una cueva ni una mina vieja. Las paredes eran de concreto liso, el suelo perfectamente nivelado. Un par de rieles delgados y brillantes corrían a lo largo del túnel, perdiéndose en la oscuridad en ambas direcciones. Había cables eléctricos tendidos a lo largo del techo, con focos apagados a intervalos regulares.

Era una obra de ingeniería moderna, sofisticada y absolutamente clandestina, construida bajo la tierra que Silvestre había arado toda su vida.

—Abuelo… esto… —Emiliano no podía terminar la frase. El miedo y el asombro luchaban en su rostro.

Caminaron unos cien metros hacia el norte. El túnel era impecable, casi estéril. Luego, encontraron los primeros signos de vida. Una lata de refresco de una marca americana, una colilla de cigarro, y algo que hizo que Silvestre se detuviera en seco. En el suelo, junto a los rieles, había un casquillo de bala. 9 milímetros. Brillante. Reciente.

El viejo lo recogió. El frío del metal pareció subirle por el brazo. Esto no era obra del gobierno. Esto no era una reliquia de la revolución. Esto era algo vivo, activo y mortal.

—Nos vamos —dijo Silvestre, su tono no admitía discusión—. Y vamos a tapar esto. Haremos como que nunca lo vimos.

—¡Pero, abuelo! ¡Tenemos que llamar a la policía, a los federales!

—¿Y qué les vamos a decir? —replicó Silvestre, su voz era dura como una piedra—. ¿Que encontramos un túnel del narco bajo la casa? ¿Para que nos pregunten qué sabemos, cuánto vimos, para que nos conviertan en testigos o en sospechosos? La policía de San Jacinto está comprada desde que tengo memoria. Y los federales… esos traen su propia guerra. Si metemos al gobierno aquí, mijo, firmamos nuestra sentencia. Esta chingadera no es problema nuestro.

Pero ya era demasiado tarde. El problema ya los había encontrado a ellos.

Volvieron a la superficie, cubrieron la entrada con la plancha de acero y la disimularon con tierra y rocas. Pero la sensación de normalidad se había roto para siempre. El rancho “La Soledad” ya no se sentía solitario; se sentía vigilado. Cada crujido del viento entre los mezquites, cada sombra alargada del atardecer, parecía una amenaza.

Dos días después, apareció la camioneta. Una pick-up de lujo, negra, con los vidrios polarizados, que levantaba una nube de polvo por el camino que solo ellos usaban. De ella descendieron dos hombres. Uno era corpulento, con cara de pocos amigos y una pistola visible bajo el saco. El otro era delgado, de piel pálida, vestido con botas de diseñador y una camisa de seda. Sonreía, pero sus ojos eran fríos como los de una serpiente.

—Don Silvestre Montoya, ¿me imagino? —dijo el hombre delgado, extendiendo una mano que el viejo no estrechó—. Mi nombre es Licenciado Morales. Soy… un desarrollador de bienes raíces. Y estoy aquí para hacerle una oferta que no podrá rechazar por su propiedad.

Silvestre se mantuvo firme, con Emiliano a su espalda. —¿Mi rancho no está en venta.

La sonrisa de Morales se amplió. —Todo en esta vida tiene un precio, Don Silvestre. Piense en su nieto. Un lugar como este no es futuro para un muchacho tan joven. Le ofrezco el doble de su valor de mercado. En efectivo.

—He dicho que no.

Los ojos de Morales se endurecieron. —Quizás no me he explicado bien. No era una pregunta. A veces, la tierra se cansa de sus dueños. A veces, ocurren accidentes. Pozos que se secan. Incendios… Es una zona muy seca, ¿no le parece?

La amenaza era tan clara como el cielo del desierto. Silvestre sintió una oleada de furia helada. Estaban parados sobre su tierra, la tierra de sus padres, y lo estaban amenazando para quitársela.

—Lárguense de mi propiedad —dijo Silvestre, su voz temblando de ira contenida.

Morales se encogió de hombros. —Como quiera. Volveremos. Y espero que para entonces haya entrado en razón.

La camioneta se fue, dejando tras de sí un silencio cargado de veneno.

—Abuelo, ¡tenemos que irnos! —suplicó Emiliano—. ¡Esta gente no juega! ¡Venderán la tierra, nos matarán!

—¡Huir no es una opción! —rugió Silvestre—. ¡Esta tierra es todo lo que somos! Si huimos, morimos de todos modos. ¡Aquí nos quedamos, y aquí peleamos!

Esa noche, Silvestre desenterró el rifle de su padre, un viejo Winchester 30-30 de la época de la Revolución, y una caja de balas cuidadosamente guardada. La desesperación se había convertido en una determinación gélida. Si querían su tierra, tendrían que pasar sobre su cadáver.

Los días siguientes fueron una tortura de nervios. No volvieron, pero su presencia se sentía. Una de sus vacas apareció muerta junto a la cerca, con un corte limpio en el cuello. No era obra de un coyote. Era un mensaje.

Silvestre y Emiliano se turnaban para vigilar por las noches, atrincherados en la casa de adobe. El viejo sabía que un enfrentamiento directo era un suicidio. Eran dos contra un enemigo con recursos ilimitados. Tenía que usar lo único que tenía a su favor: el conocimiento de su tierra.

Una noche de tormenta, cuando el cielo se desgarraba con relámpagos y la lluvia convertía el polvo en un lodo espeso, supieron que vendrían. La tormenta era la coartada perfecta. El ruido ahogaría los disparos. La oscuridad ocultaría sus movimientos.

Silvestre había pasado el día preparando su defensa. No con armas, sino con trampas. Cavó un foso poco profundo en el camino principal y lo cubrió con ramas, como los que usaba su abuelo para cazar jabalíes. Conectó unos alambres a un montón de latas viejas en el corral para crear una alarma improvisada.

Poco después de la medianoche, las latas sonaron.

Dos camionetas, con las luces apagadas, se acercaban lentamente. La primera cayó en el foso con un estruendo metálico. De inmediato, las puertas se abrieron y salieron hombres armados, gritando maldiciones. Eran seis.

Desde la ventana de la casa, Silvestre abrió fuego. El viejo Winchester rugió, su eco mezclándose con el trueno. Uno de los hombres cayó. El caos se desató. Los otros se cubrieron, respondiendo con ráfagas de fuego automático que astillaban los marcos de las ventanas y perforaban las paredes de adobe.

—¡Emiliano, por atrás! ¡Ahora! —gritó Silvestre.

Emiliano, armado con una escopeta, salió por la puerta trasera y, arrastrándose por el lodo, flanqueó a los atacantes. El fuego cruzado los tomó por sorpresa. Era una batalla desigual, desesperada. El olor a pólvora y a lluvia llenaba el aire.

Pero entonces, de la segunda camioneta, bajó el Licenciado Morales. No llevaba un rifle de asalto, sino un radio.

—¡El viejo no importa! —gritó por encima del tiroteo—. ¡Abran el túnel! ¡La mercancía tiene que pasar esta noche! ¡Es la orden del patrón!

Dos de sus hombres corrieron hacia la cañada, hacia la entrada oculta. Silvestre los vio y supo que había perdido. Podía defender la casa, pero no el túnel. Si lo abrían, si pasaban lo que fuera que tenían que pasar, ellos se convertirían en cabos sueltos que había que eliminar a cualquier costo.

Fue entonces cuando la idea, tan loca como un relámpago, golpeó su mente.

—¡Emiliano, cúbreme! —gritó, y sin esperar respuesta, salió corriendo por la puerta trasera, pero no hacia la batalla, sino hacia el viejo cobertizo donde guardaba las herramientas.

Los hombres de Morales llegaron a la entrada del túnel y, con palancas, abrieron la escotilla de acero. Uno de ellos encendió un generador portátil y las luces del túnel parpadearon, cobrando vida. La entrada se iluminó con una luz pálida y fantasmal.

Mientras tanto, Silvestre luchaba con el viejo tractor. El motor tosió, se quejó, pero finalmente arrancó con un rugido que desafiaba a la tormenta. Enganchó una cadena gruesa a la parte trasera y luego al soporte principal del viejo tanque de agua, una estructura de metal oxidada pero masiva que se alzaba sobre cuatro patas de acero junto al pozo seco.

—¡El viejo se ha vuelto loco! —gritó uno de los sicarios, viendo las luces del tractor moverse en la oscuridad.

Emiliano, entendiendo el plan de su abuelo en un instante de claridad aterradora, concentró el fuego de su escopeta en los hombres que quedaban cerca de las camionetas, dándole a Silvestre los segundos preciosos que necesitaba.

Silvestre condujo el tractor con una furia desesperada. Se dirigió directamente hacia la entrada del túnel. Los hombres que estaban allí le dispararon, las balas rebotaban inofensivamente en el pesado motor del tractor. Justo cuando llegaba al borde de la depresión del terreno, giró bruscamente. El tractor patinó en el lodo, pero las enormes ruedas traseras encontraron tracción. La cadena se tensó.

Con un gemido de metal torturado que sonó como el grito de un gigante, la torre del tanque de agua se inclinó. Se tambaleó por un segundo, suspendida entre el equilibrio y el desastre, y luego se derrumbó con la fuerza de un cataclismo. Cayó directamente sobre la entrada del túnel.

El estruendo fue ensordecedor. Toneladas de acero oxidado y los restos del tanque se estrellaron contra el suelo, justo encima de la escotilla. La tierra tembló. El concreto del túnel no pudo soportar el impacto. Con un crujido sordo y profundo, el techo de la entrada cedió, colapsando y sellando el pasadizo con una montaña de escombros y tierra. Los dos hombres que estaban abajo quedaron sepultados al instante.

El silencio que siguió fue más impactante que el ruido. Los sicarios que quedaban, incluido Morales, miraron la destrucción con incredulidad. Su ruta de escape, su razón de estar allí, había desaparecido bajo toneladas de tierra y metal. Estaban atrapados.

Aprovechando su desconcierto, Silvestre y Emiliano reanudaron el ataque. El enfrentamiento fue breve y brutal. Al amanecer, la lluvia había cesado. El sol salió sobre una escena de devastación. Cuatro cuerpos yacían en el lodo. Morales y el último de sus hombres habían huido en la oscuridad, dejando atrás su vehículo inutilizado.

Silvestre y Emiliano, agotados, cubiertos de lodo y pólvora, se quedaron de pie en medio de su rancho destrozado. Habían sobrevivido. Habían ganado. Pero a un costo terrible.

Sabían que Morales volvería. O enviaría a otros. El cartel no olvidaría.

—Tenemos que irnos ahora, abuelo —dijo Emiliano, su voz rota.

Silvestre miró el desastre, el tanque de agua derrumbado, la cicatriz en la tierra que ocultaba una tumba de concreto. Luego miró su casa, acribillada a balazos pero aún en pie. El pozo seguía seco, pero por primera vez en días, sintió una extraña paz.

—No —dijo finalmente—. Ya no vamos a huir.

Se agachó y recogió un puñado de su tierra mojada. La apretó en su puño.

—Enterraremos a estos hombres donde nadie los encuentre. Repararemos la casa. Y esperaremos. Porque esta tierra me quitó el agua, pero hoy me salvó la vida. Y nadie, ni el diablo mismo, me va a sacar de aquí. Le hemos declarado la guerra a un monstruo, mijo. Y el monstruo ahora sabe que en el rancho “La Soledad”, la tierra también pelea.

Emiliano miró a su abuelo. El viejo granjero había desaparecido. En su lugar había un guerrero antiguo, forjado en la tierra y el fuego. Y supo que la historia de su familia, escrita en ese campo de batalla, apenas acababa de comenzar. El túnel estaba sellado, pero lo que había desatado estaba ahora a la intemperie, bajo el sol implacable de Sonora.