El Código de la Libertad: Un Retrato de Resistencia

En la quietud climatizada del acervo digital del Instituto Moreira Salles, en la inmensa metrópolis de São Paulo, el tiempo parecía transcurrir a un ritmo diferente para la historiadora Regina Tavares. Durante semanas, sus días se habían consumido frente a una pantalla luminosa, avanzando milímetro a milímetro a través de fotografías que la mayoría de las personas apenas notaría, o descartaría como meras curiosidades del pasado. Su proyecto era ambicioso, pero también poseía una dimensión profundamente íntima: Regina buscaba mapear cómo los hombres y mujeres negros habían sido retratados en las décadas inmediatamente posteriores a la abolición de la esclavitud en Brasil, firmada en 1888.

No se trataba simplemente de un levantamiento iconográfico frío y estadístico. Era una arqueología de la mirada, un intento desesperado y metódico de vislumbrar, en los detalles marginales, aquello que la historia oficial se había empeñado en minimizar o borrar: la dignidad, la organización política y la resistencia cotidiana. Día tras día, Regina abría archivos digitales, cotejaba leyendas, verificaba fechas inciertas y comparaba la textura de las ropas, la disposición de los escenarios y las posturas corporales.

La inmensa mayoría de los retratos seguía un patrón dolorosamente previsible, una repetición visual de las jerarquías de poder. Familias blancas posando con rigidez en salones elegantes, señores de bigote y terno oscuro, damas envueltas en cascadas de encaje, niños con expresiones severas ante la lenta exposición de las cámaras del siglo XIX. Cuando las personas negras aparecían en estos cuadros, surgían casi invariablemente en una posición subordinada: al fondo, desdibujados, sosteniendo bandejas, cargando a los hijos de otros o empuñando instrumentos de trabajo. Eran imágenes que, durante décadas, habían ayudado a consolidar una pedagogía visual de quién pertenecía al centro de la narrativa nacional y quién era tratado como un mero accesorio.

Hasta que una tarde, una fotografía de 1895, que Regina aún no había examinado en detalle, emergió en su monitor. El archivo adjunto ofrecía apenas información rudimentaria: “Estudio en São Paulo, abril de 1895. Papel albuminado, excelente estado de conservación”.

Cuando la imagen se desplegó en alta resolución, Regina sintió una reacción física, un escalofrío que le recorrió la espalda. Ante sus ojos no había una familia de la élite cafetera rodeada de servidumbre. Había un hombre y una mujer negros, jóvenes, impecablemente vestidos, ocupando el centro absoluto y soberano de la composición. El escenario denotaba el lujo típico de los estudios más refinados de la época: una columna arquitectónica pintada con destreza al fondo, un cortinado pesado cayendo en ondas teatrales, una silla de madera tallada y un piso diseñado para evocar opulencia. La iluminación, suave y maestra, esculpía los rostros y las texturas sin permitir que sombras duras invadieran la dignidad de los retratados. Todo en aquella imagen gritaba: “Esto fue caro”. No era el tipo de retrato que cualquier ciudadano común podía costear, y mucho menos en el precario contexto del pós-abolición.

El hombre aparentaba tener poco menos de treinta años. Vestía un terno oscuro de corte sastre preciso, chaleco claro, camisa blanca inmaculadamente almidonada, cuello rígido y una corbata ajustada con nudo perfecto. Su cabello, corto y organizado, no mostraba un solo fio fuera de lugar. Se mantenía erguido, con los hombros alineados y una mirada directa, penetrante, hacia la lente. No había en su rostro rastro alguno de la humildad forzada o la timidez que se esperaba de un hombre de su color en aquella época. Había, en cambio, una seriedad tranquila, casi desafiante, la expresión de quien se sabe con pleno derecho a ocupar ese espacio.

La mujer, situada ligeramente delante y a la derecha de él, parecía rondar los veinte años. Su vestido era una obra de arte de tejido oscuro, con intrincados detalles de encaje blanco en el corpete y las mangas, la cintura marcada al riguroso estilo victoriano. Las mangas, que nacían voluminosas en los hombros, se afinaban elegantemente hacia las muñecas. Un cuello alto, adornado por un pequeño broche, enmarcaba su rostro con distinción. Sus cabellos estaban recogidos en un coque elaborado, con rizos dispuestos con una atención minuciosa. Su rostro, delicado pero firme, proyectaba una serenidad intensa. Ella miraba a la cámara con la consciencia de quien está dejando un testamento visual.

Hasta ese punto, la fotografía ya era una rareza histórica: un matrimonio negro, próspero y altivo en una ciudad que aún respiraba el racismo virulento de una esclavitud recién abolida. Pero lo que hizo que Regina se reclinara en su silla, acercando el rostro a la pantalla, fue un detalle que habría pasado desapercibido para cualquier ojo no entrenado.

La mano izquierda de la mujer reposaba discretamente sobre el vestido, pero su mano derecha estaba levantada, suspendida a la altura del hombro, en una posición que rompía la naturalidad de la pose. No era un gesto suave o espontáneo, como quien acomoda un mechón de pelo o sostiene una flor. Era una configuración técnica, deliberada, geométrica. Regina aplicó el máximo zoom digital posible. El pulgar tocaba levemente la punta del dedo índice, formando un círculo perfecto. Los otros tres dedos permanecían extendidos, ligeramente separados entre sí, ejecutando una coreografía silenciosa y estática. Aquello no era azar. No podía serlo.

El corazón de Regina comenzó a latir con fuerza. Durante años, ella había investigado las sociedades de ayuda mutua, las hermandades religiosas, las asociaciones benéficas y las organizaciones fraternas que la población negra había tejido como red de seguridad tras la abolición. Muchos de estos grupos, inspirados en modelos masónicos, religiosos o en tradiciones ancestrales afrobrasileñas, utilizaban señales sutiles de reconocimiento: gestos discretos que permitían a sus miembros identificarse en espacios públicos sin levantar sospechas ante una sociedad vigilante.

Aquel gesto era familiar. Regina había visto descripciones, pero nunca una prueba tan flagrante. El choque provenía de la audacia: ¿por qué alguien asumiría el riesgo de eternizar un símbolo secreto en una fotografía formal, destinada a circular entre familiares o a ser expuesta en la sala de una casa? ¿Por qué registrar tan claramente un código que, en teoría, debía permanecer restringido a los iniciados?

Regina giró la imagen en el sistema para leer el verso digitalizado. En tinta oscura, con una caligrafía elegante y fluida, se leía: Estudio Fotográfico Santos e Irmão, São Paulo, abril de 1895. Y más abajo, dos nombres que le daban identidad a los rostros: Sebastião Rodrigues de Oliveira y Clara Benedita de Oliveira. El apellido idéntico sugería, con casi total certeza, que eran un matrimonio. En ese instante, la historiadora supo que tenía ante sí un hallazgo monumental; una sola imagen que condensaba ascenso social, resistencia política y un enigma histórico.

Decidida a desentrañar el misterio, Regina comenzó por lo más básico: descubrir quiénes eran realmente Sebastião y Clara. Se sumergió en los registros civiles y parroquiales, navegando por listas interminables de bautismos, matrimonios y óbitos. Tras una búsqueda exhaustiva, encontró el acta de matrimonio, fechada en febrero de 1894 en São Paulo. El documento revelaba que Sebastião era trabajador en un taller mecánico y Clara, costurera; ambos identificados como “trabajadores libres”.

Rastreando hacia el pasado, la historia se tornaba más dura. Sebastião había nacido en 1868, hijo de una mujer identificada simplemente como “Maria, esclava”. Aunque la Ley del Vientre Libre de 1871 pudo haberle dado un estatus jurídico diferente en su infancia tardía, había nacido bajo el yugo de la esclavitud. Clara había nacido en 1870, también hija de una madre esclavizada en el interior paulista. Ambos habían crecido en un sistema que, aunque formalmente comenzaba a resquebrajarse, hacía todo lo posible para mantenerlos en una servidumbre perpetua. Habían migrado a la capital en los primeros años de la década de 1890, uniéndose al éxodo de miles de negros que abandonaban el campo buscando oportunidades en una ciudad que se industrializaba, pero que prefería a los inmigrantes europeos.

Sin embargo, Regina intuía que la clave del gesto no estaba en sus partidas de nacimiento, sino en su vida política. Volvió su atención a los archivos de las hermandades negras de finales del siglo XIX. Entre montañas de documentos, sus ojos se detuvieron en los papeles de una institución fundada en 1889: la Irmandade Protetora da Liberdade e do Progresso (Hermandad Protectora de la Libertad y el Progreso).

Sus estatutos eran claros y revolucionarios: promover la educación, ofrecer apoyo financiero ante el desempleo o la enfermedad, asegurar funerales dignos y defender los derechos de los trabajadores negros. Era una red de protección construida por y para negros en un país que los había abandonado a su suerte. Entre los documentos internos, Regina halló un manuscrito discreto, un manual de rituales y códigos. Al pasar las páginas, sintió que el tiempo se plegaba sobre sí mismo. Allí, dibujado con tinta china, estaba el mismo gesto que Clara hacía en la foto: pulgar e índice formando un círculo, tres dedos extendidos. El texto explicaba que era la señal para reconocerse en público, en reuniones o situaciones de peligro.

La confirmación final llegó al cruzar los nombres con los libros de actas de la Hermandad. En agosto de 1893, aparecía “Clara Benedita de Oliveira, costurera”. En noviembre, “Sebastião Rodrigues de Oliveira, mecánico”. Ambos iniciados poco antes de casarse. La foto de 1895 cobraba ahora un nuevo significado: no eran solo un matrimonio burgués; eran militantes. Eran dos activistas comprometidos con la lucha colectiva, eligiendo registrar su pertenencia a esa red clandestina para la posteridad.

Para comprender la magnitud de ese acto, Regina tuvo que reconstruir el contexto de 1895. Siete años después de la Ley Áurea, la euforia de la libertad se había disipado, reemplazada por una realidad brutal de exclusión. Las autoridades de la joven República miraban con creciente paranoia a las organizaciones negras, acusándolas de desorden y subversión. La Irmandade estaba bajo asedio, amenazada con ser ilegalizada.

En este clima de miedo, la Hermandad se dividió. Unos abogaban por la invisibilidad total. Otros, como Clara, según un diario personal que Regina logró rastrear hasta un tataranieto, exigían visibilidad. En una entrada de marzo de 1895, Clara escribió con furia y lucidez: “Estoy cansada de vivir como si nuestra existencia fuera un delito. Si nuestra causa es justa, no hay motivo para esconderse en las sombras”.

La fotografía fue su respuesta. Semanas después de escribir esas líneas, Clara y Sebastião entraron al estudio Santos e Irmão. Gastaron sus ahorros, se vistieron como reyes y, en el instante preciso en que el obturador se abrió, Clara levantó la mano. Fue un acto de rebeldía calculado. Un mensaje en una botella lanzado al mar del tiempo: “Pertenecemos. Nos organizamos. No tenemos miedo”.

La investigación de Regina reveló que la vida de la pareja tras la foto fue una extensión de ese compromiso. Cuando la Hermandad perdió su registro legal en 1896, no desapareció; se transformó en células clandestinas. La casa de Clara y Sebastião se convirtió en escuela, refugio y centro de debate. Clara enseñaba a leer a mujeres negras tras jornadas laborales extenuantes; Sebastião organizaba a los primeros obreros mecánicos, enfrentándose a patrones y policías.

El precio fue alto. Sebastião fue arrestado en 1903, acusado de incitar huelgas, y liberado semanas después solo gracias a la presión de la red que habían ayudado a construir. La pareja crio a cuatro hijos —Miguel, Benedita, João y Rosa— bajo la ética de esa resistencia. La fotografía siempre estuvo colgada en la pared principal de su hogar, utilizada como herramienta pedagógica para enseñarles que la dignidad no se negocia.

Clara falleció en 1918, víctima de la gripe española. Sebastião la siguió en 1922. Pero el gesto sobrevivió. Se transmitió en historias orales, diluyéndose con los años hasta convertirse en una leyenda familiar borrosa, hasta que el tataranieto entregó la foto al instituto en 2015.

El ciclo se cerró en 2024. Regina, tras publicar su libro “Gestos de Resistencia”, organizó un encuentro con los descendientes vivos de la pareja. En un auditorio, treinta personas de diferentes generaciones miraron la pantalla gigante. Al ver a su bisabuela o tatarabuela haciendo aquel signo, al comprender finalmente el peso histórico de esa mano levantada, el silencio se rompió en llanto y murmullos de asombro.

Doña Maria Aparecida, una de las tataranietas, se puso de pie y, con la voz quebrada pero firme, sintetizó el sentimiento de todos: “Siempre supimos que veníamos de gente fuerte, pero no teníamos idea de cuán organizada y valiente había sido nuestra familia. Ahora miro esa foto y siento que ese gesto, de alguna manera, también me está protegiendo a mí”.

La historia de Clara y Sebastião, rescatada del olvido por la tenacidad de una historiadora y la elocuencia de una imagen, nos recuerda una verdad fundamental: las fotografías nunca son superficies mudas. Son campos de batalla, son testamentos y, a veces, son mapas de un tesoro escondido a plena vista, esperando que alguien tenga la llave correcta para descifrar que, incluso en los tiempos más oscuros, hubo quienes se atrevieron a levantar la mano y afirmar su presencia en el mundo.