La Niña de los Dos Mundos: La Leyenda de Ojos de Bruja
El amanecer del 14 de agosto de 1683 llegó a Veracruz cargado de una humedad asfixiante y de presagios que nadie supo leer a tiempo. En los barracones de la hacienda San Cristóbal, donde el aire olía a melaza fermentada, sudor rancio y desesperanza, una mujer gritaba con la fuerza de quien le planta cara a la muerte. Yaya, una sobreviviente que había cruzado el Atlántico en las bodegas pestilentes del galeón San Felipe, estaba atada a los barrotes de madera podrida. Iba a traer al mundo a una criatura destinada a cambiar la suerte de aquel infierno terrenal.
Alrededor de ella, un círculo de esclavas con rostros marcados por cicatrices murmuraba oraciones. Cumba, la anciana partera que conocía los secretos de la vida y la muerte mejor que cualquier médico de la corte, susurraba en su lengua natal para calmar a la madre. El calor era insoportable; las paredes del barracón lloraban una humedad pegajosa. Afuera, el mundo seguía su curso indiferente: los capataces dormían la borrachera y Don Rodrigo de Alvarado, el dueño, se persignaba en su casa grande, convencido de que los esclavos eran animales sin alma que sobrevivirían solo si Dios así lo quería.
Kumba presionó el vientre con manos expertas. El grito final de Yaya fue un aullido que silenció a la selva y despertó a los gallos. Cuando la niña emergió, cubierta de sangre y fluidos, el barracón enmudeció. No lloraba. Sus pequeños puños golpeaban el aire, pero no había sonido. Yaya, exhausta, extendió los brazos y, al recibirla, Kumba vio lo que marcaría el destino de la niña para siempre.
El ojo derecho era de un azul profundo, tan claro como el cielo de mediodía o el mar que los había traído allí. El izquierdo era oscuro, una noche sin luna, negro como el carbón de la refinería.
—Orisha nos proteja —susurró una mujer en yoruba, retrocediendo. —Adia —murmuró Yaya, ignorando el miedo de las otras, nombrando a su tesoro con un nombre secreto que significaba “regalo”. Pero sabía que el mundo no la llamaría así.
La noticia corrió como la pólvora. Al amanecer, Jerónimo, el capataz mulato conocido por su crueldad, entró al barracón. Al ver los ojos de la bebé, su arrogancia se desmoronó. Retrocedió persignándose, murmurando sobre marcas del diablo. Don Rodrigo, convocado de urgencia, escupió al suelo al verla. —Ojos de bruja —sentenció—. Es una abominación.
La codicia pudo más que el miedo inmediato. Don Rodrigo ordenó aislar a Yaya y a la niña en un cobertizo ruinoso al sur de la hacienda, esperando ver si la maldición caía sobre sus tierras. Allí, entre herramientas rotas y el olor a moho, Adia pasó sus primeros cinco años. Su madre le enseñó a ser invisible, a bajar la cabeza, a ocultar su mirada. “Tus ojos son hermosos”, le decía Yaya, “pero ellos solo ven sus propios pecados reflejados en ti”.
El destino giró cruelmente en 1688. Doña Catalina, la esposa del hacendado, tras sufrir un aborto, culpó a la “niña bruja”. Don Rodrigo, harto de la superstición que afectaba la moral de su casa, decidió venderla. En el mercado de esclavos de Veracruz, Adia fue arrancada de los brazos de su madre, cuyos gritos se perdieron en el viento salado. Nadie quería comprar a la niña de la mirada bicolor. Los precios bajaron hasta lo ridículo, hasta que apareció el Padre Francisco Mendoza.
Mendoza, un dominico fanático obsesionado con la purificación del alma a través del dolor, la compró por treinta pesos para el convento de Santa Clara. Allí, Adia conoció un infierno diferente al de la hacienda. No había látigos de capataz, sino penitencias. Ayunos prolongados, rezos sobre piedras afiladas y exorcismos donde el agua helada y el latín intentaban “lavar” el azul y el negro de sus ojos.
Pero la bondad florece hasta en los eriales. Sor Inés, una joven monja horrorizada por la brutalidad de Mendoza, vio en Adia a una niña, no a un demonio. Una noche de tormenta, le abrió la celda, le dio un cuchillo oxidado y un consejo: “Corre hacia los manglares, busca a los cimarrones”.

Adia, con seis años, corrió hacia la libertad, pero la selva no perdona la debilidad. Fue encontrada días después, moribunda, por Don Sebastián Cortés. A diferencia de los demás, este comerciante de especias, un hombre ilustrado y solitario, no vio una bruja. Vio a una niña rota. La llevó a su hacienda, San Miguel de las Palmas, y ordenó a Xóchitl, su curandera, que la salvara.
Los años en San Miguel fueron un bálsamo. Don Sebastián desafió las convenciones y la educó. Adia aprendió a leer, a escribir y a pensar. Descubrió que la pluma era más poderosa que el látigo. “La educación es poder”, le decía él. Allí trabó amistad con Miguel, el hijo del administrador, quien veía en ella una compañera y no un monstruo.
Pero la paz es frágil en tiempos de inquisidores. En 1692, el Padre Mendoza, con la tenacidad del odio, la rastreó. Exigió su entrega bajo amenaza de acusar a Don Sebastián de herejía. El hacendado se mantuvo firme, trazando una línea moral que pocos se atrevían a cruzar, pero Adia, madura a fuerza de sufrimiento, entendió que su presencia condenaría al único padre que había conocido.
Dejó una nota agradeciendo la dignidad recibida y huyó una vez más, ayudada por Miguel. Caminó hacia el sur, hacia Oaxaca, convirtiéndose en una sombra. Llegó a San Juan del Río, donde la familia Ramírez, tejedores humildes, la acogió no por caridad, sino por pragmatismo. Adia pagó su estancia con trabajo duro. Sus manos, ágiles e inteligentes, aprendieron a tejer historias en la tela. Durante dos años, hubo calma.
Hasta que llegó Silva.
El comerciante portugués reconoció los ojos de la leyenda. La extorsión a Tomás Ramírez, el padre de familia, fue simple: dinero a cambio de silencio. Esa noche, Adia escuchó la conversación desde su jergón. Entendió que el ciclo se repetía. Su mera existencia era un peligro para quienes la amaban.
—No pagará usted nada —dijo Adia, apareciendo en la sala principal donde Tomás sostenía la cabeza entre las manos. Tenía doce años, pero sus ojos, el cielo y la noche, tenían la antigüedad de los ancestros. —Si te vas, te matarán —dijo Tomás, con voz quebrada—. Silva hablará de todos modos. —Silva no hablará si no tiene a quién señalar —respondió ella con una frialdad nueva—. He huido toda mi vida, Don Tomás. He corrido del látigo, del agua bendita y de las hogueras. Pero ya no soy la niña que corrió del convento. Don Sebastián me dio armas que no se disparan, pero que cortan igual.
Adia tomó un saco, sus pocas pertenencias y un pequeño telar de mano. —¿A dónde irás? —preguntó María, la esposa de Tomás, llorando. —Sor Inés me habló una vez de los palenques en las montañas altas, donde la ley de los españoles no llega. Donde gobierna el espíritu de Yanga. Iré allí.
Adia desapareció en la noche antes de que el sol tocara los picos de la sierra. Pero esta vez no corrió como una presa asustada. Se movió con propósito.
El viaje hacia las montañas de Veracruz fue arduo. Adia, ahora una adolescente, tuvo que usar su ingenio para sobrevivir. Evitó los caminos reales, durmió en las copas de los árboles y robó comida de los huertos. La leyenda de “Ojos de Bruja” la perseguía; en cada pueblo escuchaba susurros sobre la demonio que traía plagas.
Semanas después, al borde de la inanición, fue rodeada en un desfiladero por un grupo de hombres armados. No eran soldados españoles. Llevaban la piel oscura, cabellos trenzados y armas hechas de hierro y madera. Cimarrones. El líder, un hombre gigantesco con cicatrices tribales, levantó su machete. —¿Qué busca una niña mestiza en tierras de hombres libres? —bramó. Adia levantó la cabeza. Por primera vez en años, no bajó la mirada. Clavó sus ojos dispares en el hombre. El azul y el negro brillaron bajo el sol. El hombre se detuvo. Bajó el arma lentamente. —La profecía de la abuela Nanny —susurró uno de los guerreros—. La que ve el día y la noche al mismo tiempo.
No la mataron. La llevaron a su asentamiento, “La Fortaleza de las Nubes”, un pueblo oculto en la serranía prácticamente inaccesible. Allí, Adia no encontró rechazo. Para los cimarrones, su heterocromía no era brujería, era la marca de una vidente, alguien capaz de caminar entre los mundos de los vivos y los espíritus.
Adia nunca se convirtió en bruja, pero sí en una hechicera de otro tipo. Usó la educación de Don Sebastián para enseñar a los cimarrones a leer los mapas robados a los españoles, a escribir cartas falsas que desviaban a las tropas del virrey, y a organizar sus rutas de comercio. Usó las técnicas de tejido de los Ramírez para crear mantas con patrones que servían de códigos secretos para otros esclavos fugitivos.
Diez años después, en 1702, una expedición de la Inquisición, liderada por un envejecido y demencial Padre Mendoza, intentó asaltar la sierra buscando el nido de herejes. Cayeron en una emboscada perfecta. Se dice que, antes de morir de una fiebre repentina en la selva (o quizás por un dardo envenenado), Mendoza vio una figura de pie sobre una roca alta. Una mujer joven, fuerte y altiva, con un ojo que reflejaba el cielo de la libertad y otro que contenía la oscuridad de la justicia.
Adia nunca volvió a ver a su madre Yaya, pero se aseguró de que su historia sobreviviera. Se convirtió en la cronista de su pueblo. Escribió en pergaminos hechos de corteza la historia de los que no tenían voz. Se casó con un guerrero cimarrón y tuvo tres hijos, todos con ojos oscuros y profundos.
Murió anciana, en su propia cama, rodeada de nietos que sabían leer y escribir. En su tumba, en lo alto de la montaña, no pusieron una cruz. Pusieron una piedra simple con una inscripción que ella misma eligió, recordando las palabras del único padre que la amó por su mente y no por su misterio:
“Aquí yace Adia. No fue bruja, ni santa, ni esclava. Fue dueña de su propia mirada.”
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