La noche comenzó con ese tipo de silencio que inquieta el corazón. Afuera, la ciudad parecía en calma, la lluvia caía constante contra los ventanales del lujoso ático. Pero adentro, el silencio fue roto por los atronadores pasos de Daniel, que caminaba de un lado a otro, aferrando el acero pulido de un palo de golf. Su rostro, aquel que Emily alguna vez adoró, estaba desfigurado por una tormenta de ira, celos y amargura.
Él había regresado tarde, oliendo a un perfume que no era el de ella, con labios que susurraban mentiras sobre reuniones y trabajo. Emily, embarazada de cinco meses, se había atrevido a preguntar dónde había estado. Esa simple pregunta, gentil, casi suplicante, fue suficiente para desatar una furia que ella nunca había visto.
El primer golpe la esquivó, impactando contra el suelo y enviando un eco aterrador por toda la sala. Ella se encogió, su mano instintivamente protegiendo la pequeña curva de su vientre donde crecía silenciosamente una nueva vida. Su voz tembló mientras le rogaba que se detuviera, pero sus palabras parecieron alimentar su rabia en lugar de calmarla.
El segundo golpe aterrizó en su brazo, enviando un dolor agudo a través de su cuerpo. Ella gritó, tropezando hacia atrás, pero no había a dónde huir. El hogar que se suponía era su refugio seguro ahora se sentía como una prisión. Cada puerta se cerraba sobre ella mientras Daniel avanzaba con veneno en los ojos.
Pensó en el hombre del que se había enamorado. El encantador y ambicioso joven profesional que le había prometido una vida de amor. ¿Cómo se había podrido esa promesa hasta convertirse en esta pesadilla? Él había sido tierno alguna vez, besando su vientre cuando supieron del embarazo, jurando que sería el mejor padre. Pero ese hombre parecía haberse ido, tragado por la codicia, la lujuria y el veneno de la influencia de su amante. Ahora era un extraño que empuñaba la violencia en lugar del amor.

Emily cayó al suelo de mármol, temblando mientras intentaba proteger su vientre con ambos brazos. El palo de golf descendió de nuevo, rozando su cadera esta vez. Ella sollozó, no por sí misma, sino por el pequeño latido en su interior. Cada golpe se sentía como si pudiera silenciar ese latido para siempre. Sus lágrimas se mezclaron con la lluvia mientras susurraba entre el dolor: “Por favor, al bebé no”.
Finalmente, Daniel arrojó el palo a un lado, con el pecho agitado. Sin una mirada atrás, salió furioso del apartamento, murmurando maldiciones sobre cómo ella le había arruinado la noche. El portazo retumbó como un trueno, dejando a Emily hecha un ovillo roto en el suelo.
Por un largo momento, no pudo moverse. El dolor era agudo, pero el miedo era más agudo. ¿Y si el bebé había sido herido? Reuniendo cada onza de fuerza, se arrastró hasta la mesa donde estaba su teléfono. Sus dedos, temblorosos y ensangrentados, lo alcanzaron. No llamó a la policía. Llamó a la única persona que nunca le había fallado: su padre. Su voz se quebró tan pronto como escuchó su tranquilo “Hola”, y solo pudo sollozar fragmentos. “Papi, ayúdame… el bebé”.
Richard siempre había sido un hombre sereno, un respetado CEO conocido por su calma en la tormenta. Pero esa noche, cuando escuchó la voz de su hija quebrándose de miedo y dolor, su compostura se hizo añicos. No perdió tiempo con preguntas. Simplemente dijo: “Resiste. Ya voy”.
En minutos, corría a toda velocidad por las calles empapadas de lluvia. Cuando llegó al ático y abrió la puerta, su corazón casi se rompió. Allí estaba su niñita, ya no la radiante novia que había llevado al altar, sino una mujer rota acurrucada en el frío suelo de mármol, agarrándose el estómago con el rostro bañado en lágrimas.
Richard se arrodilló a su lado, tomándola en sus brazos. “Te tengo, cariño. Te tengo”, susurró. La llevó en brazos bajo la lluvia y la llevó de urgencia al hospital. Emily entraba y salía de la conciencia, susurrando solo una palabra: “Bebé, bebé”.
En el hospital, los médicos la llevaron a urgencias. Richard caminaba afuera, rezando. Los minutos se arrastraron como horas hasta que finalmente salió un médico.
“Está estable”, dijo el doctor, con voz seria pero gentil. “Y el bebé… el bebé sigue fuerte. Tuvieron mucha suerte esta noche”.
El alivio inundó a Richard en una ola tan poderosa que lo puso de rodillas. Cuando le permitieron ver a Emily, estaba pálida, pero su mano se movió débilmente hacia su vientre, y por primera vez desde que comenzó la pesadilla, logró una pequeña y rota sonrisa.
Richard se sentó a su lado. “Estás a salvo ahora”, le dijo.
Esa noche, mientras Emily dormía, Richard hizo un voto silencioso. No permitiría que esta crueldad quedara sin respuesta. No descansaría hasta que el hombre que se había atrevido a golpear a su hija y poner en peligro a su nieto fuera puesto de rodillas. Había construido imperios y enfrentado a enemigos poderosos en su vida. Pero esto era diferente. Esto era personal.
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