EL ESPOSO ELIJE A SUS AMANTES EN LUGAR DE LA ESPOSA QUE LO DIO TODO POR ÉL, PERO…

EPISODIO 1

Lydia Andrews vivía en el apacible pueblo de Prestonville, donde los días pasaban lentamente y los vecinos conocían de memoria la receta de sopa de tu abuela. Era el tipo de chica cuya presencia convertía los momentos cotidianos en recuerdos. Su risa tenía el ritmo del canto matutino de los pájaros, y su andar, elegante pero decidido, solía atraer miradas y silenciosas muestras de admiración.

Desde muy joven, Lydia brillaba como un farol en la niebla. Su belleza no era solo superficial. Se notaba en cómo trataba a los demás, en la forma en que escuchaba con los ojos, y en cómo hacía sentir a todos a su alrededor como si realmente importaran. Sus padres, el Sr. y la Sra. Andrews, eran sastres experimentados, con los dedos endurecidos por años de convertir sueños en prendas.

Criaron a Lydia con disciplina, amor y oraciones que aún colgaban de las paredes de su humilde hogar. Su madre solía juntar las manos y susurrarle: “Eres más valiosa que los rubíes, hija mía”, repitiendo Proverbios 31:10. Su padre, aunque más callado, la adoraba profundamente y se sentía orgulloso al ver a los pretendientes haciendo fila como estudiantes esperanzados, todos ansiosos por ganarse su corazón.

Algunos eran hijos de comerciantes ricos. Algunos estudiaban medicina o derecho en universidades prestigiosas, y muchos conducían autos que brillaban como espejos bajo el sol. Pero el corazón de Lydia permanecía intacto hasta que Doney entró en su mundo. Doney no tenía el brillo de los demás.

Sus camisas estaban descoloridas, sus sandalias al borde de la muerte, y sus ojos, aunque amables, llevaban un cansancio que podía silenciar a una multitud. Se conocieron una tarde polvorienta frente a la biblioteca escolar. Lydia esperaba a Clara, su mejor amiga, cuando Doney tropezó cerca de la acera, y sus libros se esparcieron como semillas por el suelo. Ella lo ayudó a recogerlos, sus dedos se rozaron brevemente, y por primera vez, Lydia sintió algo agitarse en su pecho, algo que no sabía nombrar.

Doney era callado, con una voz tan constante como una melodía olvidada. No la adulaba ni intentaba impresionarla. Simplemente le dio las gracias y se marchó, pero ese “gracias” se quedó en la mente de Lydia como una canción en repetición. Con el tiempo, se cruzaban más seguido. Él era estudiante de literatura, siempre escribiendo notas en los márgenes de su libro, siempre solo.

Le habló de los poemas que amaba, de una madre que gritaba más de lo que sonreía, de un futuro que temía que nunca llegara. Lydia escuchaba, y en su ingenuidad juvenil, confundió sus heridas con profundidad. No importaba que sus amigas la advirtieran, ni que Clara repitiera una y otra vez: “No te enamores del misterio, Lydia. Enamórate del carácter”.

Su corazón, hinchado de sueños de amor, le preparó un lugar. En casa, la tensión crecía. Su padre caminaba de noche murmurando preocupaciones, mientras su madre se sentaba con ella una y otra vez. “Lydia”, le decía, tomándole la mano con los dedos temblorosos, “el amor no es ciego, solo necesita gafas. No puedes construir un castillo sobre arena movediza”. Sus palabras llegaban como truenos, cargadas de dolor y profecía.

Aun así, Lydia se negaba a escuchar. Creía que el amor encontraría un camino donde parecía no haber ninguno. Creía que Doney se elevaría como la crema sobre aguas turbias. Las advertencias sonaban como ruido frente al tambor palpitante de su pecho.

EPISODIO 2

Su corazón, tan decidido a ser el autor de su propia historia, silenció cada advertencia y señal de alarma. Una mañana de domingo, sentada en la iglesia, abrió su Biblia en Proverbios 19:20: Escucha el consejo y acepta la corrección, y llegarás a ser sabio. Cerró el libro con un suspiro. El versículo la punzó, pero no lo suficiente como para detener lo que ya estaba en marcha.

Una noche, cuando el cielo gemía con la lluvia y su madre finalmente se había dormido, Lydia metió algunos vestidos en su mochila, salió sigilosamente por la puerta trasera y corrió hacia la vida que creía querer. En la entrada del complejo de Doney en Eastbury, él la esperaba con un paraguas viejo, temblando. Y cuando ella llegó, sin aliento y empapada, él simplemente sonrió.

Pensó que era lo más romántico que había visto en su vida. Lo que la recibió dentro de la casa estaba muy lejos de lo que había imaginado. La casa crujía de resentimiento. La madre de Doney, una mujer de rostro severo y ojos de halcón, apenas la reconoció. Su padre no dijo nada en absoluto, solo la miró como si fuera algo fuera de lugar.

Sus dos hermanas, Rita y Belinda, eran mujeres altas, con el ceño fruncido, que parecían haber luchado contra el mundo y perdido. Desde el principio, miraron a Lydia con hostilidad. “Otra boca que alimentar”, murmuró Belinda una mañana, lo suficientemente alto como para que se oyera. La casa, aunque modesta, estaba abarrotada, y el aire cargado de palabras no dichas.

Lydia intentó ganarse su lugar. Barría, cocinaba, traía agua y sonreía a pesar de las ofensas. Cada día se repetía que el amor requería paciencia. Cada vez que Doney entraba por la puerta y la saludaba con un beso tenue, ella se aferraba un poco más. La noche que descubrió que estaba embarazada, apretó la prueba contra su pecho y rió suavemente entre lágrimas.

Pensó que un bebé los uniría más, pero Doney fue frío cuando se lo contó. Se frotó las sienes y murmuró: “Nos las arreglaremos.” Sonó menos a consuelo y más a resignación. Y así lo hicieron, viviendo de tiempo prestado y esperanza menguante. Cuando Zob llegó, era hermosa. Pero la belleza, pronto aprendió Lydia, no hacía que el sufrimiento fuera más fácil.

Amamantaba a su hija mientras escuchaba a la madre de Doney llamarla floja y a sus hermanas susurrar sobre ella detrás de paredes que se volvían más delgadas cada día. Una tarde, habló con suavidad, con respeto. La bofetada llegó rápido. Un golpe agudo en la mejilla por parte de la madre de Doney, seguido de un empujón de Rita.

Doney estaba cerca, masticando un palillo de dientes, imperturbable. Y esa noche, por primera vez, Lydia sintió el peso de lo que había elegido. Los días comenzaron a doblarse unos sobre otros como las páginas gastadas de un libro que nadie quería terminar. Las mañanas de Lydia comenzaban mucho antes de que el sol extendiera sus brazos por el cielo. Con Zob apoyada contra su cadera, barría el patio en silencio mientras la madre de Doney ladraba órdenes desde una silla de plástico que nunca abandonaba.

Las mismas manos que alguna vez soñaron con dibujar diseños de moda ahora estaban callosas por tanto lavar y restregar. Zob, demasiado joven para hablar, pero lo suficientemente sensible para sentir la tensión, se aferraba a Lydia como una segunda piel. La risa que alguna vez brotaba de la garganta de Lydia, ahora salía a cuentagotas, a menudo forzada, como una melodía prestada de un instrumento roto.

EPISODIO 3

La vida en casa de los Marshall se volvió un reloj de arena sin fondo: siempre cayendo, siempre vacía. Lydia se había convertido en sombra de sí misma, sus ojos ya no brillaban, su voz apenas alzaba vuelo. Las promesas que Doney le había susurrado en sus días de cortejo ahora parecían humo atrapado en una botella sellada: irreales, intangibles, traicioneras.

Una noche, mientras Zob dormía, Lydia lo intentó. Le habló a Doney con franqueza. Se sentaron en el porche, bajo una luna que parecía testigo cansado de tantos silencios, y ella le pidió que se fueran, que buscaran algo suyo, lejos de esa casa que apretaba su alma como un puño cerrado.

—Podemos empezar de nuevo, aunque sea en una habitación alquilada —suplicó con una esperanza frágil.

Doney encendió un cigarrillo, lo sostuvo entre sus labios por unos segundos y luego lo apagó con los dedos desnudos. No la miró. Solo murmuró:

—¿Y tú crees que el mundo afuera es más amable? Aquí tenemos comida, techo… No es perfecto, pero es lo que hay.

Y así, como quien aplasta una flor por descuido, dejó caer su respuesta. Esa noche Lydia entendió que su mayor error no fue amar a Doney, sino quedarse cuando su amor dejó de tener forma.

Los días siguientes llegaron con más oscuridad. Doney comenzó a llegar tarde, a veces con olor a perfume ajeno y marcas de lápiz labial en el cuello. Lydia no decía nada. No podía. Su dignidad, arrinconada, observaba todo en silencio.

Hasta que un día, una joven apareció en la puerta.

Era alta, segura, con uñas largas pintadas de rojo y una risa que sonaba como burla disfrazada de alegría. Se llamaba Shanice. Rita le abrió la puerta con entusiasmo, como si esperara a una vieja amiga. Lydia, desde la cocina, observó a Doney salir de su habitación y abrazar a Shanice con una familiaridad que no dejaba lugar a dudas.

No fue la infidelidad lo que quebró a Lydia. Fue la forma en que Doney la ignoró completamente, como si su presencia no tuviera peso, como si no fuera la madre de su hija. Esa noche, mientras Shanice dormía en la habitación que Lydia compartía con Zob, Lydia preparó una maleta silenciosa.

No llevó mucho. Solo lo necesario. Tomó a su hija en brazos, con el corazón latiendo como tambor de guerra, y salió.

No había adónde ir.

Caminó por calles dormidas hasta llegar a la iglesia del pueblo. Se sentó en el último banco, con Zob envuelta en una manta y lágrimas corriéndole sin prisa por las mejillas. El pastor, un hombre mayor de voz cálida y pasos lentos, apareció poco después.

—Hija —dijo—, ¿qué haces aquí a esta hora?

Ella no respondió. Solo extendió la prueba de todo: Zob, con sus ojos inocentes y su cuerpecito tembloroso.

El pastor no preguntó más. Llamó a su esposa, y en silencio, la mujer preparó un colchón en una de las salas traseras. Esa noche, Lydia durmió por primera vez sin miedo desde hacía meses.

Pasaron semanas.

El pueblo murmuraba, pero nadie se atrevía a enfrentarla. Todos sabían, de una forma u otra, lo que había ocurrido. Lydia empezó a ayudar en la iglesia, a limpiar, a cuidar niños durante los cultos, a tejer pequeñas bufandas que la esposa del pastor vendía en el mercado.

Zob comenzaba a caminar, y con cada paso torpe, parecía empujar a Lydia hacia una nueva vida.

Pero la herida no sanaba tan fácilmente. Una tarde, mientras tejía a la sombra de un árbol, vio a Doney acercarse. Iba solo, sin Shanice, sin risa, con las ojeras marcadas como tinta indeleble. Se detuvo frente a ella, y por un segundo, Lydia temió que la ira regresara como un boomerang mal lanzado.

—Lydia… —empezó.

Ella no levantó la vista. Solo siguió tejiendo.

—Estoy arrepentido. Rita se fue. Shanice también. Mamá ya no habla. La casa está vacía. Y te extraño.

Lydia soltó una risa suave, seca.

—¿Me extrañas o extrañas a la criada que lavaba, cocinaba y no reclamaba?

Doney no supo qué decir. Estaba acostumbrado a su silencio, no a su voz firme.

—Puedo cambiar.

—Lo hiciste. Muchas veces. Pero siempre cambiaste a alguien peor —respondió, con la serenidad de quien ya no teme perder.

—Quiero ver a Zob.

Ella lo miró. Por primera vez en mucho tiempo.

—Zob necesita amor, estabilidad, respeto. Si puedes darle eso, te recibiré como padre. Pero como hombre, Doney… tú ya no vives aquí —dijo, apuntando a su pecho.

Y con eso, se levantó y se fue.

Doney se quedó allí, con las manos vacías y el alma hecha trizas, mientras Lydia, con su hija en brazos, caminaba hacia un horizonte que por fin comenzaba a despejarse.

EPISODIO 4

Después de días de dolor y desesperanza, Lydia comenzó a dar pequeños pasos en el camino de reconstruir su vida. Bajo el techo provisional de la iglesia, la esposa del pastor — la señora Grace — se convirtió en una amiga cercana y guía espiritual que ayudó a Lydia a mantener la fe.

Cada mañana, Lydia se levantaba antes del amanecer, cuidaba de Zob y ayudaba a la señora Grace a preparar el desayuno para la comunidad pobre del área. Esos pequeños trabajos poco a poco reavivaron la vida en ella, suavizando las heridas del alma que antes la habían derribado.

Un día, mientras limpiaba el patio de la iglesia, Lydia conoció a Michael — un maestro local que voluntariamente enseñaba a los niños del lugar. Michael no era rico ni ostentoso, pero sus ojos contenían una sinceridad y paciencia poco comunes.

Michael comenzó a conversar con Lydia cada vez que se encontraban por casualidad. Él escuchaba su historia sin juzgarla, siempre estando al lado como un hombro firme. Poco a poco, Lydia sintió un nuevo calor en su corazón, un rayo de esperanza para el futuro.

Pero el pasado aún no la dejaba en paz. Una tarde, Doney apareció frente a la puerta de la iglesia, deseando ver a Zob. Michael miró a Lydia y suavemente puso su mano sobre su hombro, como queriendo decir que, pase lo que pase, Lydia no estaba sola.

La historia aún no ha terminado, pero Lydia ahora sabe que no necesita luchar sola.

EPISODIO 5

Con el paso del tiempo, Lydia se volvió cada vez más fuerte en su papel de madre soltera y miembro activo de la comunidad de la iglesia. Michael seguía a su lado, no solo como un amigo, sino que poco a poco se convirtió en un apoyo emocional indispensable en su vida.

Una tarde de otoño, cuando las hojas doradas caían cubriendo el pequeño camino hacia la iglesia, Lydia jugaba con Zob en el césped cuando Michael llegó, sosteniendo un libro antiguo de poesía.

—Encontré este libro en la biblioteca, pensé que te gustaría —dijo, sonriendo suavemente.

Lydia lo recibió con una rara chispa de alegría en sus ojos. Se sentaron juntos en un banco, leyéndose poemas mutuamente, mientras las risas de los niños se mezclaban con la paz del ambiente.

Pero la felicidad aún no era completa cuando, una tarde lluviosa inesperada, Doney apareció nuevamente frente a la puerta de la iglesia, con un semblante algo abatido. Dijo que había perdido su trabajo, que nadie lo aceptaba, y que no tenía a nadie más que a su madre y sus dos hermanas.

Lydia lo miró, sintiendo una mezcla de emociones encontradas. Michael estaba detrás de ella, con una mirada cautelosa, sin decir nada.

—He venido a decir que… quiero empezar de nuevo, por Zob, por Lydia —susurró Doney.

Lydia pensó mucho tiempo. Sabía que aceptar a Doney de nuevo significaba reabrir viejas heridas, pero también una oportunidad para sanar, si él era sincero.

Finalmente, ella dijo:

—Si realmente quieres cambiar, comienza demostrando eso. No para mí, sino para nuestra hija.

Michael tomó suavemente la mano de Lydia, enviando un silencioso mensaje de apoyo.

La vida por delante aún tenía muchos desafíos, pero esta vez Lydia sabía que no estaba sola y que podía confiar en sí misma para continuar escribiendo la historia de su vida.

EPISODIO 6

En los días siguientes, Lydia estableció límites claros para Doney. Él comenzó a buscar trabajo, aunque fueran empleos manuales con bajos salarios, estaba decidido a no rendirse. Cada mañana salía temprano de la iglesia para trabajar y cada noche volvía con la promesa de cambiar.

Michael seguía apoyando silenciosamente a Lydia y Zob. Ayudó a Lydia a acondicionar la pequeña habitación en la iglesia, convirtiéndola en un espacio acogedor para madre e hija, y frecuentemente organizaba clases gratuitas para los niños del vecindario, entre ellos Zob.

Una noche, mientras Lydia arrullaba a Zob para dormir, sonó su teléfono. Era Doney.

—Lydia, acabo de conseguir un trabajo en una tienda de abarrotes en la calle. Sé que aún falta mucho para ser suficiente, pero voy a esforzarme más.

Lydia percibió sinceridad en su voz. Respondió suavemente:

—Eso está bien, Doney. No dejes que nuestra hija sufra más.

Pero no todo fue fácil. La madre y las dos hermanas de Doney mantenían una actitud fría, incluso despreciativa hacia Lydia y Zob. Una vez, cuando Lydia llevó a Zob a visitarlos, ellas señalaron y dijeron palabras hirientes.

Lydia se sintió dolida, pero aprendió a no dejar que esas palabras la lastimaran más. Sabía que para cambiar su percepción solo quedaban el tiempo y la perseverancia.

Michael siempre estuvo a su lado, como el amigo más cercano, el que la amaba sin pedirle que cambiara.

Y en los ojos de Zob, Lydia encontró la fuerza para seguir adelante, para construir un verdadero hogar, sin importar quién decidiera quedarse o irse.

EPISODIO 7

El tiempo siguió pasando, y Doney comenzó a demostrar que no solo hablaba por hablar. El trabajo en la tienda de abarrotes le proporcionaba un ingreso estable, aunque modesto. La mayor parte de su salario lo enviaba a su madre y hermanas, esforzándose por enmendar los errores del pasado.

Lydia empezó a sentir pequeñas luces de esperanza para el futuro en su corazón. Sin embargo, permanecía cautelosa y mantenía distancia, sin abrir completamente su corazón a Doney como antes.

Mientras tanto, Michael se acercaba cada vez más a Lydia. No solo era un amigo, sino alguien que silenciosamente compartía y consolaba en los momentos difíciles. Una vez, cuando Lydia estaba cansada tras un largo día cuidando a Zob y trabajando en la iglesia, Michael la ayudó a limpiar y se sentaron juntos a tomar té junto a la ventana.

—Has sido muy fuerte, Lydia —dijo suavemente—. Mereces ser verdaderamente feliz.

Lydia lo miró con los ojos llenos de lágrimas. Sabía que sus sentimientos por Michael se profundizaban, pero su corazón aún guardaba la sombra de Doney —el padre de su hija, quien alguna vez fue todo para ella.

Entonces, un día, Zob enfermó gravemente. Lydia llamó a Doney y Michael para que vinieran a la iglesia a cuidar a la niña. En la pequeña habitación, los tres se reunieron, preocupados por la bebé.

En ese momento, Lydia comprendió que la familia no tiene que ser perfecta, sino un lugar lleno de amor, cuidado y disposición para superar las dificultades juntos.

Decidió darle a Doney una última oportunidad para demostrar su cambio, al mismo tiempo que abría su corazón para recibir a Michael —quien siempre había estado a su lado con perseverancia.

La vida seguía llena de desafíos, pero Lydia estaba lista para escribir un nuevo capítulo con la fuerza del amor y el perdón.

EPISODIO 8

Después de que Zob se recuperó, el ambiente en la iglesia se volvió más cálido que nunca. Doney y Michael, a pesar de sus diferencias, mostraban un cariño genuino por Zob. Lydia percibía esa extraña armonía, como un pequeño milagro en medio de tantas tormentas.

Doney realmente había cambiado. Ya no tenía malos hábitos y comenzaba a aprender a expresar sus sentimientos con respeto. Su madre y sus dos hermanas también empezaron a abrirse, al ver su esfuerzo incansable.

Sin embargo, Michael tampoco dejaba de mostrar su afecto hacia Lydia, sin presiones ni prisas, siempre respetando cada decisión de ella. Se convirtió en un compañero, un confidente, que hacía que Lydia se sintiera segura.

Una noche, bajo la suave luz amarilla de la iglesia, Lydia se sentó junto a Michael, tomados de la mano, y dijo:

—Tú eres la luz que me ayudó a reencontrarme. Pero no puedo negar que Doney es el padre de mi hija, y quiero darle una última oportunidad.

Michael sonrió dulcemente:

—No tienes que decidir ahora. Deja que tu corazón te guíe, y sabrás lo que necesitas.

La historia de amor entre los tres se volvió más compleja, pero también profundamente humana. Lydia aprendió que amar no siempre significa poseer, sino a veces perdonar y comprender.

EPISODIO 9 — El final: Un nuevo comienzo

El tiempo siguió avanzando, y Lydia tomó la decisión más importante de su vida. Eligió vivir una vida libre, sin ataduras a relaciones que causaran dolor, sino basada en el amor sincero y el respeto.

Doney, aunque triste, aceptó que sus caminos con Lydia eran diferentes. Prometió ser un buen padre para Zob, aunque ya no fuera su esposo.

Michael y Lydia comenzaron formalmente una nueva relación, construida sobre la confianza y el compartir. Juntos edificaron un pequeño hogar lleno de risas y esperanza.

Lydia había superado tormentas y heridas que parecían imposibles de sanar, para levantarse fuerte y brillar como ella realmente era.

Y Zob, la pequeña niña, crecía en brazos de un amor verdadero, como la flor más radiante de la primera primavera.