La madrugada llegaba lenta sobre la hacienda San Jerónimo, cerca de Oaxaca, mientras las primeras luces del alba pintaban de naranja los campos de maíz que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Era marzo de 1847 y el aire todavía llevaba el frescor de la noche cuando Shochitl despertó en el pequeño cuarto de los sirvientes de la casa grande. Tenía 23 años, piel morena que delataba su ascendencia zapoteca, ojos negros profundos y facciones delicadas que habían confundido a más de uno en la hacienda. Desde niño había aprendido a mantener la cabeza baja, a ocultar su cuerpo bajo ropas holgadas y a evitar las miradas curiosas. Su secreto era su supervivencia y cada día era una danza cuidadosa entre la invisibilidad y el servicio.

Se vistió con rapidez, enrollando las telas alrededor de su torso con la práctica de años, asegurándose de que ninguna curva traicionara su verdadera naturaleza. La casa grande ya comenzaba a despertar. Se escuchaban los pasos pesados de don Rodrigo Mendoza en el piso superior y los murmullos de las otras criadas preparando el desayuno en la cocina. Shochitl tomó la jarra de agua fresca y se dirigió hacia los aposentos de doña Catalina, como hacía cada mañana desde hacía 5 años. La señora de la Hacienda era una mujer de 35 años, de piel pálida que nunca veía el sol directo, cabello castaño recogido siempre en un moño perfecto y ojos verdes que parecían llevar una tristeza antigua. Su matrimonio con don Rodrigo había sido arreglado 15 años atrás, cuando ella apenas tenía 20 y desde entonces había vivido como una prisionera elegante en aquella mansión colonial.

Cuando Shochitl entró en la habitación, encontró a doña Catalina ya despierta, sentada junto a la ventana, mirando hacia los campos. “Buenos días, señora”, murmuró Shochitl con la voz suave que había cultivado, colocando la jarra sobre la mesita de noche. Catalina se giró lentamente y por un momento sus ojos se encontraron con una intensidad que hizo que Shochitl desviara la mirada. “Shochitl, ven aquí”, dijo la señora con una voz que intentaba sonar autoritaria, pero que temblaba ligeramente. “Ayúdame con el corsé. Las otras criadas son tan toscas.”

Mientras Shochitl ajustaba las cintas con dedos hábiles, podía sentir la respiración contenida de Catalina, el roce de su piel perfumada con agua de rosas, la tensión que siempre existía en estos momentos íntimos. Había algo en la forma en que la señora lo miraba últimamente, algo que lo ponía nervioso y si era honesto consigo mismo, algo que también despertaba sensaciones confusas en su interior.

La rutina del día continuó como siempre: servir el desayuno, limpiar las habitaciones, preparar el agua para el baño, atender cada capricho de los señores. Don Rodrigo era un hombre de 48 años, alto y corpulento, con un bigote negro cuidadosamente recortado y una mirada que podía pasar de la indiferencia a la crueldad en un instante. Había heredado la hacienda de su padre y la manejaba con mano de hierro, conocido en toda la región por su dureza con los trabajadores y su desdén por las reformas liberales que comenzaban a discutirse en la capital. Esa mañana estaba especialmente irritable, gritando órdenes a los capataces sobre la cosecha y maldiciendo las noticias que llegaban desde el norte sobre el avance del ejército estadounidense. “Esta [ __ ] guerra arruinará todo”, bramó mientras golpeaba la mesa con el puño, haciendo saltar las tazas de café. Shochitl se mantuvo en las sombras, como había aprendido a hacer, siendo invisible cuando don Rodrigo estaba de mal humor.

Pero esa noche la invisibilidad de Shochitl se rompería para siempre. Después de la cena, cuando toda la casa se había retirado, Shochitl estaba terminando de limpiar el salón principal cuando escuchó pasos pesados en el corredor. Don Rodrigo apareció en la puerta con la chaqueta desabotonada y una copa de brandy en la mano. Sus ojos, enrojecidos por el alcohol, se fijaron en Shochitl con una intensidad que nunca antes había mostrado. “Tú, muchacho”, dijo arrastrando las palabras, “Ven acá, he notado algo extraño en ti.”

El corazón de Shochitl comenzó a latir con fuerza. Un miedo ancestral apoderándose de cada fibra de su ser. Se acercó lentamente, manteniendo la cabeza baja, las manos temblando imperceptiblemente. Don Rodrigo lo miró de arriba a abajo, entornando los ojos con una mezcla de curiosidad y algo más oscuro. “Quítate esa camisa”, ordenó don Rodrigo con voz grave. Shochitl sintió que el mundo se detenía, que el aire se volvía pesado como piedra. “Señor, yo…”, comenzó a decir, pero la mano del hacendado se levantó en un gesto que no admitía réplica. “He dicho que te la quites ahora.”

Con dedos temblorosos y el pánico creciendo en su garganta, Shochitl comenzó a desabrochar la camisa, sabiendo que su vida estaba a punto de cambiar irreversiblemente. Cuando la tela cayó al suelo y las vendas que ocultaban su torso quedaron a la vista, don Rodrigo dio un paso atrás, sus ojos abriéndose con una mezcla de shock y fascinación. “Por todos los santos”, murmuró acercándose de nuevo. “Quítate también eso.”

Las lágrimas comenzaron a correr por las mejillas de Shochitl, mientras sus manos deshacían las vendas, revelando un cuerpo que la naturaleza había creado en un punto intermedio, con senos pequeños pero visibles, y una anatomía que desafiaba las categorías simples. El silencio que siguió fue más aterrador que cualquier grito. Don Rodrigo caminó en círculos alrededor de Shochitl, estudiándolo como si fuera una curiosidad exótica, un objeto de colección. “Así que esto es lo que has estado ocultando todos estos años”, dijo finalmente su voz cargada de una emoción que Shochitl no podía descifrar completamente. “Eres diferente, único.”

Extendió una mano y tocó el hombro de Shochitl, quien se estremeció ante el contacto. “Esto es nuestro secreto ahora”, continuó don Rodrigo, su aliento caliente contra el oído de Shochitl. “Nadie más puede saberlo, ¿entiendes? Porque si alguien se entera, tendré que… Bueno, no quiero pensar en lo que tendría que hacer para proteger el honor de esta casa.” La amenaza quedó suspendida en el aire, clara como el cristal. Shochitl asintió rápidamente, recogiendo su camisa con manos temblorosas y vistiéndose mientras don Rodrigo lo observaba con esos ojos que ahora conocían su verdad más íntima. “Desde mañana”, dijo el hacendado con una sonrisa que no llegaba a sus ojos, “te asignaré tareas especiales. Vendrás a mi estudio por las noches después de que todos se hayan retirado. Y Shochitl, será mejor que seas obediente por tu propio bien.”

Con esas palabras, don Rodrigo salió del salón dejando a Shochitl solo en la penumbra, temblando no solo por el frío, sino por el peso terrible de lo que acababa de suceder. Su secreto ya no le pertenecía y con él tampoco su libertad.

Esa noche, Shochitl no durmió. Permaneció acostado en su pequeño catre, mirando las vigas de madera del techo, mientras las lágrimas corrían silenciosas por sus mejillas. Había vivido 23 años ocultándose, adaptándose, sobreviviendo en una sociedad que no tenía lugar para alguien como él. Su abuela, antes de morir cuando Shochitl tenía 10 años, le había contado historias de los tiempos antiguos, cuando los muxes zapotecas eran respetados en sus comunidades, cuando la dualidad era vista como un don y no como una maldición. Pero esos tiempos habían quedado enterrados bajo las iglesias coloniales y las haciendas de los españoles. Ahora solo quedaba el miedo, la vergüenza y la necesidad desesperada de permanecer invisible.

Mientras el amanecer comenzaba a teñir el cielo de rosa, Shochitl se levantó y se preparó para otro día, vendando su cuerpo con la práctica de años, but sabiendo que las vendas ya no lo protegerían de la mirada de don Rodrigo. Algo fundamental había cambiado la noche anterior y aunque no sabía exactamente qué le deparaba el futuro, podía sentir que su vida en la hacienda San Jerónimo nunca volvería a ser la misma. El secreto que lo había mantenido a salvo durante tanto tiempo, ahora se había convertido en la cadena que lo ataba a la voluntad del hacendado. Y esa cadena sería mucho más pesada que cualquier grillete de hierro.

Los días siguientes se convirtieron en una tortura silenciosa para Shochitl. Durante el día, la vida en la hacienda continuaba con su ritmo habitual, las campanas llamando a los trabajadores a los campos, el calor sofocante del mediodía, los gritos de los capataces y el murmullo constante de las criadas en la cocina. Pero cada vez que Shochitl se cruzaba con don Rodrigo en los corredores de la casa grande, podía sentir el peso de su mirada, una promesa oscura de lo que vendría cuando cayera la noche. El hacendado había comenzado a llamarlo a su estudio después de la cena, bajo el pretexto de necesitar ayuda con papeles o la limpieza de su colección de armas. Las otras criadas no sospechaban nada inusual. Era común que los señores tuvieran favoritos entre los sirvientes para tareas especiales.

La primera noche que Shochitl entró al estudio, encontró a don Rodrigo sentado detrás de su enorme escritorio de caoba con dos copas de vino tinto ya servidas. “Cierra la puerta”, ordenó sin levantar la vista de los documentos que fingía revisar. Shochitl obedeció sintiendo cómo se cerraba la trampa a su alrededor. El estudio era una habitación amplia con estanterías llenas de libros que don Rodrigo probablemente nunca había leído, mapas antiguos de la Nueva España en las paredes y un crucifijo de plata que observaba desde su lugar sobre la puerta. “Acércate”, continuó don Rodrigo, ahora mirándolo directamente. “Bebe conmigo. Considera esto un privilegio.”

Shochitl tomó la copa con manos temblorosas. El vino amargo en su lengua, sabiendo que rechazar sería peor que aceptar. Don Rodrigo comenzó a hablar sobre la hacienda, sobre los problemas con los liberales en la capital, sobre sus planes para expandir los cultivos de Añil. Su voz era casi casual, como si estuvieran teniendo una conversación normal entre iguales, pero sus ojos nunca dejaban de estudiar a Shochitl con esa intensidad perturbadora. “¿Sabes, Shochitl?” dijo después de un largo silencio. “He viajado por toda España y México. He visto muchas cosas extrañas, pero nunca nada como tú.” Se levantó de su silla y caminó alrededor del escritorio, acercándose lentamente. “La naturaleza te hizo especial, diferente. Algunos dirían monstruoso, pero yo… yo veo algo fascinante.”

Su mano se extendió y tocó el cabello de Shochitl, acariciándolo de una manera que hizo que cada músculo del joven se tensara. “¿Sabes lo que les pasaría si alguien descubriera tu secreto?”, preguntó don Rodrigo, su voz bajando hasta convertirse en un susurro. “La iglesia te llamaría abominación, los trabajadores te apedrearían. Mi esposa probablemente se desmayaría del horror.” Hizo una pausa, dejando que las palabras calaran hondo. “Pero yo… yo puedo protegerte. Puedo mantener tu secreto a salvo. Todo lo que necesito es que seas complaciente.”

La mano que había estado en su cabello ahora descendía por su mejilla, su cuello, deteniéndose en su hombro. Shochitl cerró los ojos sintiéndose mareado por el vino, el miedo y la impotencia absoluta de su situación. No había escape posible. Don Rodrigo era el dueño de todo en esa hacienda, la tierra, las cosechas, los animales y efectivamente también de las personas que trabajaban en ella. Esa primera noche, don Rodrigo no fue más allá de los toques, de las palabras cargadas de insinuación, de las miradas que desnudaban más que la ropa. Parecía disfrutar del poder mismo, de la anticipación de ver a Shochitl temblar bajo su escrutinio. “Ve a dormir”, dijo finalmente, alejándose y volviendo a su escritorio como si nada hubiera pasado. “Mañana volverás a la misma hora. Y Shochitl, recuerda, este es nuestro acuerdo secreto. Tu vida depende de tu silencio y tu cooperación.”

Shochitl salió del estudio con las piernas débiles, sintiendo que había cruzado un umbral del que no podría regresar. El pasillo estaba oscuro y silencioso, iluminado apenas por unas pocas velas que proyectaban sombras danzantes en las paredes coloniales.

Pero el destino tenía preparada otra complicación. Al día siguiente, mientras Shochitl ayudaba a doña Catalina a vestirse, la señora lo detuvo con una mano suave en su brazo. “Shochitl, ¿estás bien? Te veo pálido últimamente, preocupado.” Había una genuina preocupación en su voz, algo que Shochitl rara vez escuchaba de los señores de la casa. Por un momento peligroso estuvo a punto de derrumbarse, de contarle todo a esa mujer de ojos tristes, que parecía ser la única persona en toda la hacienda capaz de ver más allá de su función como sirviente. “Estoy bien, señora”, mintió forzando una sonrisa, “solo un poco cansado por el calor.”

Catalina lo estudió por un largo momento, sus ojos verdes buscando algo en el rostro de Shochitl. “Mi esposo te ha estado llamando a su estudio por las noches”, dijo Catalina de repente y Shochitl sintió que el corazón se le detenía. “No pienses que no me doy cuenta de lo que sucede en mi propia casa.” Hubo un silencio tenso, cargado de posibilidades terribles. Pero entonces Catalina hizo algo inesperado. Tomó la mano de Shochitl entre las suyas, un gesto tan íntimo y prohibido que ambos miraron hacia la puerta cerrada por instinto. “Conozco a mi esposo”, continuó en voz baja. “Conozco sus apetitos, sus crueldades. Si él te está haciendo daño, si necesitas ayuda…”

No terminó la frase, pero la oferta quedó suspendida en el aire entre ellos, frágil y peligrosa, como una llama en medio de una tormenta. Shochitl quería creerle, quería aferrarse a esa mano como a una cuerda de salvación, pero el miedo era más fuerte. “No me hace daño, señora”, mintió de nuevo, retirando suavemente su mano. “Solo me pide que lo ayude con documentos y tareas de limpieza.” Catalina lo miró con una expresión que mezclaba tristeza y comprensión, como si supiera que estaba mintiendo, pero también entendiera por qué. “Está bien”, dijo finalmente, dejando caer sus manos. “Pero quiero que sepas algo, Shochitl. En esta casa yo también estoy prisionera. Mi jaula es más grande y más elegante que la tuya, pero sigue siendo una jaula. Quizás algún día podamos ayudarnos mutuamente.”

Las palabras quedaron flotando en el aire, una promesa o quizás solo un deseo desesperado. Los días se convirtieron en semanas y las noches en el estudio de don Rodrigo se volvieron más atrevidas, más invasivas. El hacendado parecía estar jugando un juego cruel, empujando los límites poco a poco, probando hasta dónde podía llegar. Algunas noches solo hablaban y bebían vino, mientras don Rodrigo le contaba historias de sus viajes o le hacía preguntas sobre su vida, su infancia, su familia muerta. Otras noches sus manos vagaban con más libertad, explorando, reclamando, marcando territorio. Shochitl aprendió a disociarse, a dejar que su mente flotara lejos mientras su cuerpo permanecía allí obediente y silencioso. Era una habilidad de supervivencia, una manera de mantenerse entero cuando todo lo demás se estaba rompiendo.

Mientras tanto, algo extraño comenzaba a desarrollarse entre Shochitl y doña Catalina. La señora comenzó a solicitar su presencia con más frecuencia, pidiendo que la acompañara durante sus bordados vespertinos, que le leyera en voz alta de sus libros franceses, que simplemente se sentara con ella en su habitación mientras observaba el atardecer. Había una soledad profunda en Catalina que reconocía un eco en la soledad de Shochitl, dos prisioneros en la misma mansión, separados por todo, pero unidos por su sufrimiento compartido. Y lentamente, casi imperceptiblemente, esos momentos de compañía comenzaron a transformarse en algo más complejo, más peligroso. Las miradas se prolongaban más de lo necesario. Los roces accidentales se volvían menos accidentales. Las conversaciones derivaban hacia territorios íntimos que ningún sirviente debería compartir con su señora.

El calor de mayo cayó sobre la hacienda San Jerónimo como una manta pesada y sofocante. Los campos de maíz se extendían verdes y altos bajo un sol implacable, mientras los trabajadores se movían entre las hileras con movimientos lentos, conservando su energía para las largas jornadas. En la casa grande, las ventanas permanecían cerradas durante las horas más calurosas del día, con las cortinas de encaje filtrado la luz brutal del exterior. Shochitl se movía por los corredores como un fantasma, cumpliendo sus deberes diurnos con eficiencia mecánica, mientras una parte de su mente permanecía siempre alerta, siempre esperando el llamado nocturno de don Rodrigo o los encuentros cada vez más cargados con doña Catalina. Su vida se había convertido en una cuerda floja tendida sobre un abismo, y cada día el equilibrio se volvía más precario.

Don Rodrigo se había vuelto más posesivo, más demandante. Ya no se contentaba con las sesiones nocturnas en su estudio. Ahora lo llamaba durante el día encontrando excusas para estar a solas con él. Una tarde, mientras Shochitl organizaba los libros de contabilidad en la biblioteca, el hacendado entró sin previo aviso y cerró la puerta con llave. “He estado pensando en ti todo el día”, dijo con esa voz grave que Shochitl había aprendido a temer. Se acercó y lo presionó contra los estantes, su aliento con olor a tabaco y brandy, sus manos recorriendo el cuerpo de Shochitl con una familiaridad que hacía que la piel del joven se erizara. “Eres mío, ¿lo entiendes? Cada parte de ti me pertenece.”

Las palabras no eran una declaración de amor, sino una afirmación de propiedad, tan clara como la escritura de la hacienda que guardaba en su caja fuerte. Shochitl había aprendido que resistirse solo empeoraba las cosas. Don Rodrigo disfrutaba cuando veía miedo en sus ojos, cuando sentía el temblor de su cuerpo, cuando percibía la resistencia que finalmente tenía que ceder. Así que Shochitl había adoptado una estrategia diferente: el vacío. Se convertía en una cáscara hueca, un recipiente sin alma, permitiendo que el hacendado tomara lo que quisiera mientras su verdadero ser se refugiaba en algún lugar profundo e inaccesible dentro de sí mismo. Era la única forma de sobrevivir sin enloquecer, la única manera de despertar cada mañana y continuar existiendo. Después de esos encuentros, Shochitl se lavaba en la pequeña palangana de su cuarto, restregándose la piel hasta dejarla roja, como si pudiera borrar las huellas de esas manos, esa boca, esa violencia disfrazada de deseo.

Pero con doña Catalina todo era diferente. La señora nunca lo forzaba, nunca lo amenazaba, nunca usaba su poder de manera cruel. En cambio, había una ternura casi dolorosa en la forma en que lo miraba, en la manera en que sus dedos rozaban los suyos cuando le pasaba un libro, en el temblor de su voz cuando decía su nombre. Una tarde, mientras Shochitl la ayudaba a cambiar las sábanas de su cama, una tarea que normally correspondía a las otras criadas, pero que Catalina había comenzado a insistir que solo Shochitl podía hacer correctamente. La señora se detuvo repentinamente y lo miró con una intensidad que lo dejó sin aliento. “Shochitl, ¿alguna vez has sentido que tu vida no te pertenece, que cada decisión, cada momento ha sido dictado por otros?” preguntó con voz quebrada. “Todos los días, señora”, respondió Shochitl con sinceridad, olvidando por un momento las barreras que debían existir entre ellos.

Catalina dio un paso hacia él, acortando la distancia hasta que pudo sentir el calor de su cuerpo, el perfume suave de agua de rosas mezclado con algo más profundo, más humano. “Me casaron con Rodrigo cuando tenía 20 años”, comenzó a decir Catalina, su voz apenas un susurro. “No lo conocía, no lo elegí y durante 15 años he vivido en esta casa como un mueble decorativo útil solo para mantener las apariencias sociales.” Sus ojos se llenaron de lágrimas que se negó a dejar caer. “Él tiene sus placeres en otras partes. Todos lo saben. Las criadas, las trabajadoras de los campos. Y ahora, ahora tú.” La última palabra salió cargada de una emoción que Shochitl no se atrevía a nombrar. “Señora, yo…”, comenzó Shochitl, pero Catalina levantó una mano para silenciarlo. “No tienes que explicar nada. Puedo ver en tus ojos el mismo dolor que veo en el espejo cada mañana.”

Y entonces, en un momento que cambiaría todo, Catalina extendió su mano y tocó suavemente la mejilla de Shochitl, un gesto tan lleno de ternura que las defensas cuidadosamente construidas del joven comenzaron a resquebrajarse. “Eres hermoso”, susurró Catalina, y en sus ojos no había la lascivia depredadora de don Rodrigo, sino algo más puro, más devastador. “No importa lo que mi esposo o cualquier otro diga, eres hermoso y mereces ser tratado con dignidad.”

Las palabras penetraron las barreras de Shochitl como cuchillos de luz y por primera vez en semanas sintió que algo dentro de él comenzaba a despertar del entumecimiento. El momento se rompió cuando escucharon pasos en el corredor. Catalina retrocedió rápidamente, recomponiendo su expresión en la máscara de indiferencia aristocrática que usaba para el mundo exterior. “Termina con las sábanas”, dijo en un tono más formal, justo antes de que la puerta se abriera y una de las criadas mayores asomara la cabeza. Pero algo fundamental había cambiado. Shochitl podía sentirlo en el aire, en la forma en que su corazón latía más rápido, en el calor que permanecía en su mejilla, donde los dedos de Catalina lo habían tocado. Era un tipo diferente de peligro, uno que no venía con amenazas explícitas, sino con la promesa tentadora de algo que nunca había experimentado: ser visto, ser valorado, ser deseado no como un objeto, sino como un ser humano.

Las semanas siguientes fueron una tortura de un tipo completamente diferente. Shochitl se encontraba dividido entre dos mundos irreconciliables. Las noches con don Rodrigo, donde su cuerpo era usado y su voluntad aplastada, y los momentos robados con doña Catalina, donde encontraba una conexión que nunca había conocido. La señora comenzó a dejarle pequeñas notas escondidas entre la ropa limpia, poemas que copiaba de sus libros franceses, palabras de aliento que Shochitl leía en la privacidad de su cuarto y luego quemaba cuidadosamente en la vela, eliminando cualquier evidencia. Una vez, Catalina le regaló un pañuelo de seda bordado con sus iniciales XM, las únicas letras de su nombre completo que ella conocía, escondido en el bolsillo de su uniforme, donde lo encontró horas después.

Pero mantener este equilibrio imposible estaba comenzando a cobrar su precio. Shochitl dormía poco, comía menos y las otras criadas comenzaron a notar su palidez creciente, la manera en que a veces se quedaba mirando al vacío durante minutos enteros. Lupita, una mujer mayor que había trabajado en la hacienda desde antes de que Shochitl naciera, lo llamó aparte una mañana. “Mi hijo, te estás consumiendo”, dijo con preocupación genuina, tomando su rostro entre sus manos callosas. “¿Qué te está haciendo el patrón? Todos sabemos que te llama por las noches. Si necesitas ayuda, si necesitas escapar…” Pero Shochitl negó con la cabeza, tragándose las lágrimas que amenazaban con desbordarse. “Estoy bien, Lupita, solo cansado.” No podía contarle la verdad. No podía poner en peligro a nadie más con el peso de su secreto.

Una noche de junio todo estalló. Shochitl estaba en el estudio de don Rodrigo soportando otro de sus encuentros cuando escucharon un ruido en el pasillo. El hacendado se congeló y ambos giraron hacia la puerta justo a tiempo para ver la sombra de alguien alejándose rápidamente. Don Rodrigo maldijo en voz baja, se recompuso la ropa y salió corriendo al corredor, pero no encontró a nadie. Cuando regresó, su rostro estaba rojo de furia y por primera vez Shochitl vio miedo en sus ojos. “Si era mi esposa…”, comenzó. Pero no terminó la frase. El resto de la noche transcurrió en un silencio tenso con don Rodrigo bebiendo Brandy directamente de la botella mientras Shochitl permanecía inmóvil en una esquina, preguntándose qué consecuencias traería ese momento.

A la mañana siguiente, doña Catalina estaba más callada que de costumbre, sus ojos rojos como si hubiera pasado la noche llorando. Cuando Shochitl entró con su desayuno, ella lo miró con una mezcla de dolor y comprensión que confirmó sus peores temores. Había sido ella quien estaba en el pasillo la noche anterior. Había visto, había sabido, había confirmado lo que probablemente ya sospechaba. Pero en lugar de furia o desprecio, en los ojos de Catalina solo había una tristeza profunda y algo más: una determinación que no había estado allí antes. “Cierra la puerta, Shochitl”, dijo con voz firme. “Necesitamos hablar y necesitamos hablar ahora. Se acabaron las mentiras y los secretos. Es hora de que ambos seamos honestos sobre lo que está sucediendo en esta casa.”

La habitación de doña Catalina se sentía más pequeña de lo habitual mientras Shochitl permanecía de pie de la puerta con las manos entrelazadas y la mirada fija en el suelo de mármol. Catalina estaba sentada en su silla de lectura junto a la ventana, la luz de la mañana iluminando su rostro de una manera que revelaba cada línea de preocupación, cada marca del sufrimiento acumulado durante años. “Lo vi anoche”, comenzó sin preámbulos su voz firme pero cargada de emoción. “Vi como mi esposo te… te trataba y no es la primera vez que lo sospecho, ¿verdad?”

Shochitl sintió que las piernas le temblaban, incapaz de sostener la mirada de la señora, incapaz de formar palabras. El silencio se extendió entre ellos como un abismo hasta que finalmente Catalina se levantó y cruzó la habitación deteniéndose justo frente a él. “Mírame, Shochitl”, ordenó con suavidad y cuando él levantó la vista encontró lágrimas corriendo por las mejillas de Catalina. “Lo que mi esposo te está haciendo es una abominación, no porque seas diferente, sino porque está usando su poder para forzarte, para poseerte contra tu voluntad.” Las palabras salieron como una confesión, como si hubiera estado guardándolas durante mucho tiempo. “He sido una cobarde durante años, cerrando los ojos ante sus crueldades, sus infidelidades, su violencia. Pero contigo, contigo es diferente.”

Se detuvo buscando las palabras correctas. “Yo también he cruzado líneas que no debería haber cruzado. Mis sentimientos hacia ti no son apropiados, lo sé. Pero al menos los míos nacen de una genuina conexión, de respeto… de algo real.” Shochitl finalmente encontró su voz quebrada pero presente. “Señora, usted no tiene que explicar nada. Yo soy solo un esclavo, un sirviente. Mi vida no me pertenece. Lo que el patrón hace conmigo es su derecho como dueño de esta hacienda.” Las palabras salieron amargas, llenas de la resignación que había cultivado durante años.

Pero Catalina negó con la cabeza violentamente, tomando las manos de Shochitl entre las suyas. “No, no, no. Escúchame bien. Nadie tiene derecho a tu cuerpo, a tu voluntad, a tu dignidad, ni siquiera Rodrigo con toda su arrogancia y su poder. Y yo… yo quiero ayudarte a escapar de esto.” La oferta quedó suspendida en el aire, imposible y tentadora al mismo tiempo. “Escapar”, repitió Shochitl, casi riendo por lo absurdo de la idea. “¿A dónde iría? ¿Cómo sobreviviría? Soy propiedad de esta hacienda. Si huyo, me cazarán como a un animal y si me encuentran, el castigo será peor que la muerte.” Había visto lo que les sucedía a los trabajadores que intentaban huir. Los traían de vuelta encadenados, los azotaban públicamente como advertencia para los demás. Algunos nunca regresaban y circulaban rumores oscuros sobre su destino.

Pero Catalina no se inmutó ante sus palabras. “Las cosas están cambiando, Shochitl. La guerra con los Estados Unidos está terminando y con ella vendrán reformas. Los liberales en la capital hablan de abolir la servidumbre, de redistribuir las tierras. Mi esposo está aterrado de perder su poder, pero yo veo una oportunidad.” Durante las siguientes horas, Catalina le reveló cosas que Shochitl nunca hubiera imaginado. Tenía dinero escondido, joyas que había guardado a lo largo de los años, contactos en Oaxaca con familias liberales que podrían ayudarlos. Había estado planeando su propia huida durante meses, esperando el momento adecuado, y ahora quería que Shochitl fuera con ella.

“Podemos irnos juntos”, dijo con una urgencia que hacía que sus ojos brillaran. “Podemos empezar de nuevo, lejos de esta prisión, lejos de Rodrigo. Tengo familia en Veracruz que no lo soporta, que me ayudarían. Podríamos decir que eres mi secretario, mi asistente. Nadie preguntaría demasiado.” La fantasía era hermosa, tentadora, pero Shochitl podía ver los mil agujeros en el plan, las innumerables formas en que podría salir mal. “Señora… Catalina”, se corrigió cuando ella le lanzó una mirada. “Usted no sabe lo que soy realmente. Su esposo lo sabe. Pero usted, si supiera la verdad sobre mi cuerpo, sobre mi naturaleza, no querrías que te acompañara a ninguna parte.”

Era el momento de la verdad, el momento de revelar el secreto que lo había definido toda su vida. Pero para su sorpresa, Catalina simplemente sonrió con tristeza. “Shochitl, no soy tonta. He visto como te vendas. Cómo ocultas tu forma. He notado las cosas pequeñas durante años y he leído libros, textos antiguos sobre los pueblos indígenas de estas tierras, sobre sus tradiciones. Sé sobre los muxes, sobre las personas de dos espíritus y no me importa.” Tomó el rostro de Shochitl entre sus manos. “Lo que me importa es el alma que hay detrás de estos ojos, no la forma del cuerpo que la contiene.”

Las palabras rompieron algo fundamental dentro de Shochitl y por primera vez, desde que podía recordar, comenzó a llorar abiertamente, sin tratar de contener las lágrimas, sin esconder su rostro. Catalina lo atrajo hacia ella, abrazándolo con una ternura que contrastaba dolorosamente con los toques brutales de don Rodrigo. Permanecieron así durante largos minutos dos prisioneros encontrando consuelo en los brazos del otro, dos almas rotas reconociéndose mutuamente. Y en ese momento Shochitl sintió algo que había creído muerto desde hacía mucho: Esperanza. Era una esperanza frágil, peligrosa, probablemente condenada al fracaso, pero estaba allí ardiendo como una pequeña llama en la oscuridad.

Pero la realidad de su situación no tardaría en volver a imponerse. Esa misma noche, don Rodrigo lo llamó a su estudio más temprano que de costumbre. Cuando Shochitl entró, encontró al hacendado paseando nerviosamente una botella de brandy ya medio vacía sobre el escritorio. “Mi esposa me ha estado evitando todo el día”, dijo sin preámbulo, girando para enfrentar a Shochitl con ojos enrojecidos por el alcohol y la paranoia. “¿Le has dicho algo? ¿Han hablado ustedes dos?” Había una acusación en su voz, una amenaza apenas contenida.

Shochitl negó con la cabeza rápidamente, pero don Rodrigo no parecía convencido. “No me mientas”, gruñó acercándose con pasos tambaleantes. “Sé que ella estuvo en el pasillo anoche. Sé que nos vio y ahora actúa diferente. Me mira diferente.” “No hemos hablado de nada, patrón”, mintió Shochitl, manteniendo la voz tan firme como pudo. “La señora solo me ha pedido que haga mis tareas habituales.” Pero don Rodrigo no estaba escuchando. Agarró a Shochitl por los hombros con fuerza brutal, sus dedos clavándose en la carne. “Eres mío”, siseó, su aliento apestando a alcohol. “Ni mi esposa ni nadie más puede quitarte de mí, ¿lo entiendes? Si intentas irte, si intentas huir con ella o con cualquiera, te encontraré. Y lo que te haré será tan terrible que desearás nunca haber nacido con ese cuerpo monstruoso tuyo.”

Las palabras eran veneno puro, diseñadas para destruir cualquier pensamiento de libertad, cualquier chispa de esperanza. Esa noche, después de que don Rodrigo finalmente lo dejara ir, Shochitl regresó a su cuarto tambaleándose con el cuerpo adolorido y el alma más herida aún. Se sentó en su catre en la oscuridad, abrazándose las rodillas mientras temblaba incontrolablemente.

El terror era una jaula fría, pero mientras las horas pasaban, el miedo se transformó. Las palabras de Catalina—”Lo que me importa es el alma”—regresaron a Shochitl, una luz en la opresión. La amenaza de Don Rodrigo no era una razón para quedarse, sino la prueba definitiva de que debía huir. Quedarse era una muerte lenta; irse era una posibilidad de vida.

Antes del amanecer, cuando la hacienda aún dormía bajo un manto de niebla, Shochitl se deslizó fuera de su cuarto. No llevaba nada más que el pañuelo de seda bordado, un símbolo de una ternura inesperada. Corrió por los pasillos oscuros, su corazón latiendo un ritmo de pánico y esperanza.

Catalina esperaba en las caballerizas, tal como habían acordado. Ya estaba vestida para el viaje, con dos caballos ensillados y un pequeño bulto de provisiones. No hubo palabras, solo una mirada de entendimiento y urgencia. Catalina ayudó a Shochitl a montar.

Abrieron la puerta de la caballeriza con un chirrido ahogado y salieron al aire fresco de la madrugada. Cabalgaron lentamente hasta que estuvieron fuera de los muros de la hacienda, y luego, al llegar al camino principal que conducía a Oaxaca, urgieron a sus monturas a galopar.

Al salir el sol, pintando el cielo de naranja y rosa—los mismos colores que Shochitl veía cada mañana en los campos de maíz—miró hacia atrás por última vez. La Hacienda San Jerónimo se encogía en la distancia. A su lado, Catalina cabalgaba con el rostro vuelto hacia el futuro, hacia Veracruz. El miedo no había desaparecido. Don Rodrigo los buscaría. Pero por primera vez en su vida, Shochitl no estaba huyendo de algo, sino corriendo hacia algo. Por primera vez, se sentía, aunque fuera de forma precaria y peligrosa, libre.