La capitanía de São Vicente respiraba sudor, caña de azúcar y miedo. Era 1532, y la colonia portuguesa era una tierra de hombres armados, ingenios azucareros precarios y promesas de riqueza que costaban sangre. El sol quemaba la piel de todos, pero solo algunos tenían la libertad de buscar sombra.

Aô llegó en un navío negrero desde la costa de Guinea, pero no era como los demás. Cuando descendió de la bodega, encadenado y exhausto, todos se detuvieron a mirar. Medía casi dos metros de altura, con hombros anchos como vigas y una piel oscura que relucía bajo el sol. Pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos: verdes, intensos, raros, como si llevaran algo que ni la esclavitud podía borrar.

Fue comprado a un precio exorbitante por el ingenio del gobernador Martim Afonso de Souza, el hombre más poderoso de la capitanía, y enviado a los cañaverales. Aô trabajaba en silencio, pero su presencia era imponente. Los hombres sentían envidia; las mujeres de la senzala (barracón de esclavos) lo miraban de reojo. Los señores susurraban: “Cuidado con ese. Ojos así traen problemas.”

Isabel de Souza tenía diecisiete años y una vida vacía de deseos. Hija del gobernador, vivía entre sedas importadas, misas interminables y pretendientes elegidos por su padre. Sabía sonreír en el momento justo y bajar la mirada, pero nunca había sentido nada.

Hasta aquella tarde.

Salió a caminar y vio al grupo de esclavos regresar del campo. Aô estaba entre ellos, con la camisa rasgada y el cuerpo cubierto de sudor. Cuando pasó cerca del portón donde ella estaba, algo le hizo levantar la cabeza. Sus miradas se encontraron: verde contra castaño, esclavo contra señora, imposible contra prohibido. Duraron solo tres segundos, pero fue suficiente. Isabel sintió que le faltaba el aire. Era peligroso, era incorrecto y, por primera vez, no le importó.

Esa noche, en su cama de lino fino, solo podía ver aquellos ojos verdes.

Isabel comenzó a inventar excusas para caminar por los jardines a la misma hora, esperando que él pasara. Y él pasaba. Siempre en silencio, siempre con la cabeza baja, pero siempre levantando la mirada por un segundo. Un juego peligroso de miradas robadas.

Las criadas de la Casa Grande lo notaron. Isabel estaba distraída, inquieta, rechazaba a los pretendientes. El rumor se extendió: “La niña está hechizada. Fue ese esclavo nuevo. Sus ojos son del diablo.”

La obsesión de Isabel creció. Una tarde, se atrevió a acercarse a la senzala, escondiéndose tras un árbol solo para oír el sonido de su voz grave hablando en una lengua que no entendía. Esa noche, escribió en un papel que escondió bajo su colchón: “¿Existe algo más cruel que desear lo imposible? Lo veo todos los días y siento que muero un poco… ¡Pero, Dios mío, cómo queman esas miradas!”

La paz duró poco. Durante la cena, su padre la confrontó.

—He oído historias extrañas, Isabel —dijo el gobernador—. Dicen que miras a los esclavos. —Solo camino, padre. Necesito aire. —¿Aire? —rió él sin humor—. Eres mi hija y tienes una reputación. A partir de ahora, solo sales acompañada. ¿Entendido?

Isabel asintió, pero el cerco se cerraba. Sabía que ya era demasiado tarde.

Esa madrugada, con un plan loco en mente, se vistió de oscuro y salió por la puerta trasera. Caminó hasta la senzala. Su corazón golpeaba tan fuerte que pensó que todos lo oirían. Con la mano temblando, golpeó la puerta.

Se abrió. Y allí estaba él, Aô, mirándola con asombro, miedo y algo que ella reconoció de inmediato: deseo.

—Necesitaba verte —susurró ella. Él solo dio un paso atrás, dejándola entrar.

El interior era oscuro y sofocante. Las figuras de otros esclavos los miraban con terror. —No deberías estar aquí —dijo Aô. Era la primera vez que ella oía su voz dirigida a ella. —Lo sé. Pero necesitaba saber… si sientes lo mismo que yo. Aô la miró largamente. —Señora, lo que usted siente no puede importar. —¿Por qué? ¿Porque eres esclavo? —Porque es incorrecto —respondió él, aunque su voz lo traicionaba—. Porque si alguien descubre que vino aquí, yo muero. Me quemarán vivo en la plaza. Vuelva a su casa. Cásese. Olvide que existo. —¿Y si no quiero? —Isabel lloraba—. ¿Y si esta vida me sofoca? ¿Y si solo te veo a ti? —Entonces tendrá que aprender a vivir con eso —dijo él, con la mandíbula tensa—. No puedo darte nada más que dolor y muerte. Isabel se giró para irse, pero se detuvo en la puerta. —¿Lo sientes? —preguntó sin mirarlo—. ¿Sientes lo que yo siento? El silencio fue una eternidad. —Sí —respondió él, casi inaudible—. Pero eso no cambia nada.

Isabel corrió de regreso, con el corazón roto. Los días siguientes, se encerró. El rumor, mientras tanto, explotó: “¡La hija del gobernador visita la senzala de noche! ¡El esclavo la ha hechizado!”

Martim Afonso actuó con frialdad. Ordenó al capataz: “Ese esclavo, el de ojos verdes. Véndelo hoy al ingenio más lejano que encuentres.”

Pero Isabel lo vio. Desde su ventana, vio cómo los hombres rodeaban a Aô en los cañaverales y comenzaban a arrastrarlo hacia el puerto.

Algo dentro de ella se rompió. Salió corriendo de la casa, descalza, gritando: “¡No! ¡No pueden llevárselo!”

Corrió hasta donde tres hombres sujetaban a Aô y se interpuso, protegiéndolo con su cuerpo. —¡Padre, por favor! —gritó, viendo al gobernador salir de la casa. —Isabel, entra ahora. —¡No! ¡No dejaré que se lo lleven! —Estás destruyendo nuestro nombre —siseó él. —¡No me importa! —gritó Isabel, desafiando a su padre por primera vez—. ¡No me importa nuestro nombre, ni esta capitanía maldita! El gobernador, en un gesto rápido, le dio una bofetada que la arrojó al suelo.

Aô rugió. Dio un paso adelante, tenso contra sus ataduras, los ojos ardiendo de furia. —¡No la toque!

El silencio que siguió fue mortal. Un esclavo no desafía al gobernador. Un esclavo no protege a la hija del señor. Un esclavo que hace eso, muere.

Aô fue arrastrado al poste de castigo en el centro de la plaza. Era un día de ejemplo. Isabel, encerrada en su cuarto, oía el silbido del látigo cortando el aire y los gemidos ahogados. Golpeó la puerta hasta que sus puños sangraron.

En la plaza, el gobernador miraba impasible. Veinte azotes, treinta, cuarenta. La piel de Aô se abría, pero él no gritaba. “Diez más”, ordenó el gobernador. Cuando terminaron, Aô colgaba de las cadenas, un despojo de carne y sangre. Lo arrojaron en la senzala, donde los otros esclavos intentaron curarlo, sabiendo que quizás no sobreviviría a la noche.

El gobernador entró en el cuarto destrozado de Isabel. —¡Lo mataste! —susurró ella, rota. —No morirá. Mañana será vendido a Bahía. Nunca más lo verás. Y tú, Isabel, te casarás en dos meses con el hijo del Capitán Mor. —Nunca me casaré con él. —Lo harás. O te casas, o mando quemar vivo a ese esclavo en la plaza, y tú mirarás. Isabel sintió que el suelo desaparecía. —No lo harías… —Pruébame —dijo él.

Esa noche, Isabel esperó el silencio absoluto. Con un cuchillo de cocina escondido, salió por la ventana y corrió a la senzala.

Aô estaba semiconsciente, su cuerpo cubierto de sangre seca. —¡Aô! —susurró ella, arrodillándose—. ¡Despierta! ¡Vamos a huir! Él abrió los ojos, empañados por el dolor. —No funcionará… —¡Tiene que funcionar! —lloró ella, con determinación—. Prefiero morir en la selva contigo que vivir una vida entera sin ti. Aô la miró y, con un esfuerzo sobrehumano, se puso en pie. —Entonces vamos —dijo—. Si vamos a morir, que sea juntos.

Se movieron entre las sombras hacia la selva. La oscuridad era densa, pero por primera vez, Isabel se sentía libre. Caminaron durante horas. Aô estaba cada vez más débil, sus heridas sangrando de nuevo.

Justo cuando el cielo comenzaba a clarear, llegaron a un claro: los restos quemados de una aldea indígena. —¿Era aquí? —preguntó Isabel, hundida. —Lo era —dijo él—. Ya no hay nadie.

Antes de que pudieran moverse, oyeron el sonido que temían: ladridos. Distantes, pero acercándose. —Nos encontraron —dijo Aô. El pánico se apoderó de Isabel, pero él sujetó su rostro. —¡Escucha! —dijo con urgencia—. Iré hacia el río, haré ruido. Los perros me seguirán. Tú corre en dirección opuesta, hacia la costa. Busca un barco. —¡No! —gritó ella, aferrándose a él—. ¡Si te atrapan, te matarán! —Lo sé —sonrió él, una sonrisa triste—. Pero al menos tú vivirás. —¡No quiero vivir sin ti! Aô la abrazó con fuerza. —Tú me diste algo que pensé que nunca volvería a tener: esperanza, dignidad, amor. La apartó levemente. —Y eso nadie me lo puede quitar. —Te amo —dijo Isabel, la primera vez que pronunciaba esas palabras. —Yo también te amo —respondió él—. En todas las lenguas que conozco, en todas las vidas que tenga, siempre.

Y la besó. Fue un beso rápido, desesperado, lleno de todo lo que nunca podrían tener. Cuando terminó, dio un paso atrás. —¡Corre! —ordenó—. ¡Corre y no mires atrás!

Isabel dudó un segundo, pero con el corazón partido en mil pedazos, giró y corrió. Corrió mientras oía a Aô gritar, desviando la atención de los perros. Corrió mientras oía los ladridos alejarse. Corrió hasta que sus piernas no pudieron más y cayó de rodillas junto a un arroyo, sollozando.

Nunca supo qué pasó con Aô. Nunca supo si escapó, si fue capturado o si murió luchando en la inmensidad de la selva brasileña. Pero sabía una cosa: él le había dado la libertad.

Años después, Isabel se casó con el hijo del Capitán Mor, como su padre había ordenado. Vivió en la Casa Grande, tuvo hijos y envejeció entre sedas y oraciones. Pero cada vez que veía un par de ojos verdes en la calle, en un esclavo del mercado o en el reflejo del agua, sentía una punzada en el corazón.

Y cada noche, antes de dormir, susurraba una oración. No por los santos ni por Dios, sino por Aô, el esclavo gigante de ojos verdes que le había enseñado a la hija del gobernador qué era el amor, y el precio terrible que ese amor cobraba.

Su historia nunca fue escrita en los libros, pero en las senzalas, la leyenda pasó de generación en generación: la historia del hombre que desafió al mundo por amor y de la mujer que eligió amar, aun sabiendo que la destruiría. Y decían que, en las noches de luna llena, aún se podía oír el eco de dos corazones latiendo juntos, separados por la eternidad, porque el amor verdadero no muere. Se transforma en leyenda. Y esa, al final, es la única libertad que nadie puede arrebatar.