La sangre goteaba de su labio partido sobre la plataforma de la subasta. El sol de Virginia quemaba la cara de Clara, aunque no podía ver su luz. Había quedado ciega hacía dos años, a los dieciséis, cuando la fiebre le arrebató la vista. Ahora, de pie en el mercado de esclavos de Richmond, sentía los ojos de los compradores escaneando su cuerpo como buitres.

“¡Un paso al frente, muchacha!”, ladró el subastador, empujándola. Clara tropezó, con las manos atadas a la espalda.

“¡Esta está ciega como un topo!”, gritó una voz entre la multitud. Las risas se extendieron.

“¿Qué utilidad tiene?”, preguntó otro.

El subastador carraspeó, frustrado. “Es joven, fuerte para el trabajo doméstico, buen potencial de cría a pesar del defecto”. Agarró la mandíbula de Clara, obligándola a levantar la cabeza.

Las pujas eran una burla. “$2”. “$2.50”. Su amo, Thomas Witmore, estaba furioso; había pagado $30 por ella antes de la fiebre. Ahora valía menos que un cerdo.

“$3”.

Una nueva voz, profunda, mesurada y con un acento que Clara no reconoció, silenció a la multitud. “Me la llevo”.

“¿Habla en serio, señor?”, preguntó el subastador. “No ve nada. No puede trabajar en el campo”.

“He dicho que me la llevo”.

El dinero cambió de manos. El hombre, cuyo nombre supo que era Samuel Brennan, la desató del poste solo para ponerle una cuerda alrededor del cuello, como un perro. La sacó de allí. Caminaron lo que parecieron horas, diez millas al oeste de Richmond. Clara memorizó el camino contando pasos, sintiendo los cambios en el terreno y escuchando los sonidos: el canto de los pájaros significaba árboles; el correr del agua, un arroyo.

“¿Adónde me lleva?”, preguntó finalmente.

“A mi granja”, respondió Brennan. Su voz no tenía calidez, pero tampoco crueldad. Solo vacío. “Trabajarás en la casa”.

“No puedo ver para trabajar”.

“Puedes aprender o puedes morirte de hambre. No me importa”.

Llegaron a la granja al anochecer. Brennan la empujó a una pequeña cabaña. “Dormirás aquí con los otros esclavos de la casa. Ruth te enseñará tus deberes. O te ganas el sustento o te venderán al sur, a los campos de algodón”.

En la oscuridad de la cabaña, una voz cansada la saludó. Era Ruth, una esclava mayor. “¿Eres la ciega que compró hoy?”.

“Sí”, susurró Clara. “¿Es él cruel? ¿El amo Brennan?”.

Ruth tardó en responder. “Es peor que cruel. Está vacío. Tenía esposa e hija. Murieron de cólera hace tres años. Desde entonces, no nos ve como personas. Solo como herramientas. Si te rompes, él simplemente consigue una nueva”.

Clara apretó los puños. Otro amo. Otra prisión. Esa noche no durmió. Se sentó en la oscuridad, sintiendo cómo algo frío y duro se formaba en su pecho. Algo que había estado creciendo desde que la fiebre le quitó la vista. Pensaban que la ceguera la hacía débil. Pensaban que la hacía indefensa. Se equivocaban.

Los días se convirtieron en semanas. Clara aprendió los ritmos de la casa. Ruth le enseñó el camino a la casa principal. Clara lo memorizó todo: la raíz que sobresalía a los 30 pasos de la cabaña, los siete cuchillos en el cajón de la cocina (el más grande a la izquierda), los 15 pasos desde la mesa de trabajo hasta el hogar.

Brennan la observaba con desdén. “El tiempo es dinero. Si no puede trabajar, será vendida”.

Pero Clara no solo aprendió su trabajo. Por la noche, practicaba moverse por la cabaña sin hacer ruido. Descubrió algo útil: una tabla suelta entre su cabaña y el cobertizo de herramientas. Podía oír cuándo alguien entraba allí. Más importante aún, supo que allí era donde el supervisor, un hombre brutal llamado Caleb Marsh, guardaba su whisky. Marsh era el verdadero monstruo de la plantación. Mientras Brennan era frío y distante, Marsh era fuego y violencia. Clara lo había oído golpear a Thomas dos veces por infracciones imaginarias.

Tres semanas después, Clara conocía la propiedad de memoria. Una noche, explorando la casa principal en silencio, encontró el estudio de Brennan. En un cajón sin llave, había una pistola cargada. Aún no la cogió, pero memorizó su ubicación.

Una noche, Clara estaba fuera de la cabaña, escuchando. Ruth se le acercó. “Ten cuidado, niña. Veo algo peligroso en ti. Te matarán si causas problemas”.

“Ya estoy muerta, Ruth”, respondió Clara. “Muerta el día que me vendieron como una herramienta rota”.

Esa misma noche, escuchó a Marsh en el cobertizo, bebiendo y riendo. Una idea comenzó a formarse. Pensó en la pistola de Brennan, en el whisky de Marsh y en la oscuridad, que era su compañera constante y su mejor arma. “En la oscuridad”, pensó, “todos están ciegos menos yo”.

Clara llevaba dos meses en la granja. Era sábado por la noche. Sabía que Marsh tenía un patrón: cada sábado se emborrachaba hasta perder el conocimiento.

Se deslizó como humo en la oscuridad. Había estado recolectando hierba de Jimson (estramonio) del borde de la propiedad. Ruth le había advertido que era veneno: “Causa visiones, locura y muerte”.

Llegó al cobertizo y movió la tabla suelta. Sus manos encontraron la botella de whisky de Marsh. Descorchó la botella, vertió el polvo de las hojas secas dentro, la agitó suavemente y la volvió a colocar exactamente en su sitio.

El domingo a mediodía comenzaron los gritos. Marsh estaba enloquecido, gritando sobre demonios y fuego. Había intentado atacar al propio Brennan.

El médico llegó por la tarde. “Parece envenenamiento por estramonio”, le dijo a Brennan. “Las alucinaciones pueden pasar, pero su mente puede quedar dañada permanentemente”.

Brennan maldijo. “Inútil para mí así”.

Esa noche, Ruth se sentó junto a Clara en la oscuridad. “Tú hiciste algo”, susurró. No era una pregunta. “Él lastimaba a la gente”, dijo Clara. “Habría seguido lastimando a la gente”. “¡Vas a hacer que nos maten a todos!”, dijo Ruth. “¿Cuántos años llevas aquí, Ruth? ¿Cuándo dejamos de aceptarlo?”.

Brennan contrató a un supervisor temporal, pero estaba preocupado. Clara lo escuchó quejarse de dinero. Reclutó a Thomas, otro esclavo de la casa que sabía leer, para que revisara los libros de cuentas de Brennan una noche.

“Está ahogado en deudas”, le susurró Thomas. “Debe $4,000 para diciembre o perderá la granja”.

Llegó septiembre, la cosecha. Todo el tabaco de Brennan, su única salvación, estaba secándose en el granero principal. Ya lo había vendido por adelantado a un comerciante. Si ese tabaco se destruía, Brennan estaba arruinado.

Clara se enfrentó a un dilema: si arruinaba a Brennan, todos los 30 esclavos serían vendidos al sur, separados y condenados a una vida peor.

La respuesta llegó a través de Ruth. Un granjero cercano, un tal señor Daniels, se mudaba a Ohio. Estaba liberando a todos sus esclavos. “Dice que su propio hijo murió como esclavo en Mississippi”, explicó Ruth. “Lo cambió”.

Un nuevo plan, radical y peligroso, se formó en la mente de Clara: arruinar a Brennan y forzarlo a venderlos a Daniels.

Esa noche, esperó a que el viento soplara lejos de las cabañas. Se deslizó al granero. Con aceite de lámpara y heno, creó un rastro. “Me vendieron por $3”, pensó mientras golpeaba el pedernal.

El fuego explotó. Cuando Clara regresó con los demás, las llamas devoraban el granero. Brennan gritaba órdenes, pero era demasiado tarde. El calor era intenso en su rostro.

Ruth la agarró del brazo. “Fuiste tú”, siseó. “Dios no nos estaba ayudando, Ruth”, dijo Clara con calma. “Así que decidí ayudarme a mí misma”.

Al amanecer, la cosecha era ceniza y Brennan estaba arruinado. “Tendré que venderlo todo”, dijo con voz hueca.

Los traficantes de esclavos llegaron, ofreciendo precios desesperados. Brennan estaba a punto de aceptar. Entonces, Ruth trajo noticias urgentes: “El señor Daniels vino. Ofreció comprar todo el lote, a todos nosotros juntos. Dice que nos comprará para liberarnos”.

Brennan dudaba. Los traficantes ofrecían más si los vendía por separado.

Esa noche, Clara hizo su último movimiento. Se deslizó dentro de la casa principal una última vez. Fue al estudio, cogió la pistola de Brennan y caminó silenciosamente hasta el dormitorio del amo. Colocó el arma en la cama, junto a Brennan, que dormía.

Entonces, gritó.

La casa estalló en caos. Los esclavos entraron corriendo. Brennan se despertó, confundido, sosteniendo el arma que había aparecido a su lado. Clara estaba en la puerta, temblando visiblemente.

“¡Iba a dispararnos!”, gritó. “¡Iba a matarnos a todos para no tener que vendernos!”.

Era mentira. Pero en la oscuridad, con un hombre arruinado, desesperado y sosteniendo una pistola cargada, era creíble. La historia se extendió como la pólvora. La reputación de Brennan quedó destruida. Ningún traficante se acercaría a él ahora.

Roto y sin opciones, Brennan aceptó la única oferta que le quedaba: la de Daniels.

El traslado fue rápido. En la granja de Daniels, él los reunió a todos. Les contó la historia de su hijo, muerto en un campo de algodón. “Desde entonces”, dijo con voz quebrada, “he estado trabajando para deshacer el mal que he hecho”.

“A partir de hoy, todos ustedes son libres. Tengo los papeles preparándose. Mientras tanto, pueden quedarse aquí y les pagaré salarios, o pueden irse inmediatamente. Les daré dinero y contactos en el Norte. Su elección”.

Las palabras colgaron en el aire. Era verdad. Los papeles llegaron. Eran libres. Ruth decidió ir a Filadelfia; Thomas y otros se dirigieron a Ohio.

Una tarde, Daniels se acercó a Clara. “Clara, sé lo que pasó en la granja de Brennan. El whisky que volvió loco a Marsh. El fuego que destruyó el tabaco. La pistola que arruinó a Brennan”.

Clara se tensó.

“No estoy aquí para juzgarte”, dijo él. “Estoy aquí para ofrecerte algo. Soy parte de una red que lleva esclavos a la libertad. El Ferrocarril Subterráneo. Necesitamos gente como tú. Inteligente, valiente. Tu ceguera podría ser una ventaja. Nadie sospecharía de una mujer ciega”.

Clara pensó en la oscuridad que había sido su mundo, su prisión y, finalmente, su arma. “Si lo hago”, dijo, “lo hago a mi manera. Nadie me dice que no soy capaz porque no puedo ver”.

“De acuerdo”, dijo Daniels.

“Tenemos trabajo que hacer entonces”, respondió Clara.

Claraara aprendió las rutas, los códigos y las casas seguras. Se convirtió en una leyenda en el Ferrocarril Subterráneo: el fantasma ciego que se movía sin ser vista, el ángel que sacaba a la gente de la esclavitud.

Años después, tras la Guerra Civil y la Emancipación, Clara era una anciana en una pequeña casa en Filadelfia. Alguien le preguntó si las historias eran ciertas; si ella realmente había destruido una plantación sola y había salvado a treinta personas.

Clara sonrió. “Yo era ciega e inútil. Vendida por $3. ¿Tú qué crees?”.

La oscuridad que le quitó la vista le había dado otra cosa: poder. La vendieron como un peso muerto, pero se equivocaron. Ella era una fuerza de la naturaleza esperando ser desatada. Al final, no fue su ceguera lo que la definió, sino lo que eligió hacer con ella.