En el sofocante verano de 1743, cuando las campanas de la Catedral de Puebla repicaban anunciando las vísperas, nadie en la ciudad podía imaginar que tras los muros de Cali Piedra de la Hacienda Salazar se gestaba una tragedia que mancharía de sangre el nombre de una de las familias más respetables de Nueva España.
Leonor de Villaverde, viuda del difunto don Fernando Salazar, desde hacía apenas 8 meses, caminaba por los corredores de su casa con las manos entrelazadas sobre su vientre, sintiendo bajo sus dedos el secreto que pronto ya no podría ocultar. El aire caliente entraba por los ventanales, arrastrando el olor a jacarandás y el murmullo distante de los esclavos, trabajando en los campos de trigo que se extendían hasta donde alcanzaba la vista.
La hacienda Salazar era una de las más prósperas de la región, con más de 200 hectáreas de tierra fértil que producían trigo, maíz y cebada. Los edificios principales formaban un cuadrado alrededor de un patio central donde una fuente de cantera rosa borboteaba eternamente sus aguas provenientes de un manantial natural que había sido la razón por la cual el abuelo de don Fernando había elegido ese terreno hace más de 80 años.
La casa principal tenía dos pisos con gruesas paredes de adobe pintadas de blanco y techos de tejas rojas que brillaban bajo el sol implacable del altiplano mexicano. Había 20 habitaciones en total, todas decoradas con muebles traídos de España y tapices flamencos que mostraban escenas de caza y mitología clásica. Antes de continuar con esta historia, te invito a suscribirte al canal y déjame en los comentarios desde dónde nos estás viendo. Tu apoyo hace posible estas historias.
La muerte de don Fernando había sido repentina y sospechosa, aunque nadie se atrevió a decirlo en voz alta. una fiebre violenta que lo consumió en menos de una semana, acompañada de vómitos negros y convulsiones que hicieron que el médico de la familia, don Sebastián Porras, negara con la cabeza gravemente cada vez que salía de la habitación del enfermo.
Don Fernando había sido un hombre robusto de 42 años, acostumbrado al trabajo duro y a las largas cabalgatas bajo el sol. Verlo reducido a un despojo tembloroso y sudoroso en su cama había sido impactante para todos los que lo conocían. Leonor había permanecido a su lado durante esos días terribles, sosteniendo su mano fría mientras él deliraba sobre comerciantes que lo habían engañado y deudas que nunca podría cobrar.
En su último momento de lucidez, don Fernando había mirado a su esposa con ojos vidriosos y había susurrado, “Perdóname por no haberte amado como merecías.” Luego había cerrado los ojos y no los había vuelto a abrir. El funeral había sido un evento espectacular, como correspondía a un hombre de la posición de don Fernando. Más de 300 personas habían asistido, incluyendo el obispo de Puebla, funcionarios reales, comerciantes ricos y prácticamente todas las familias nobles de la región.
El cortejo fúnebre había recorrido las calles principales de la ciudad con el ataúdoba llevado por ocho hombres vestidos de negro. Las campanas de todas las iglesias habían sonado durante horas su tañido grave y melancólico resonando sobre los tejados y plazas. Leonor había caminado detrás del féretro vestida completamente de negro, con un velo tupido que ocultaba su rostro, pero no podía esconder el hecho de que no había derramado una sola lágrima.
Algunas de las mujeres presentes lo notaron y lo comentaron en susurros escandalizados, pero lo atribuyeron al shock de una viuda joven. Don Rodrigo Salazar, el hermano mayor del difunto, había llegado de su hacienda cerca de Cholula apenas unas horas después de la muerte de Fernando.
Era un hombre de 45 años, de complexión robusta y rostro perpetuamente enrojecido por el vino que consumía en cantidades preocupantes. Tenía el mismo apellido y la misma sangre que su hermano, pero ninguna de sus virtudes. Donde Fernando había sido trabajador y justo, Rodrigo era perezoso y cruel. donde Fernando había tratado a sus esclavos y trabajadores con una dureza templada por la justicia, Rodrigo los veía como meras herramientas desechables.
Desde el momento en que llegó a la hacienda, comenzó a comportarse como si ya fuera el dueño, dando órdenes a los sirvientes, revisando las cuentas y paseándose por las tierras con aires de propietario. Su esposa, doña Inés de Cortázar, era una mujer delgada y angulosa, de 38 años, con labios perpetuamente apretados en una línea de desaprobación y ojos grises que parecían estar siempre juzgando.
Provenía de una familia de comerciantes ricos, pero no nobles, y había pasado los 15 años de su matrimonio tratando de compensar su falta de pedigrí con una rigidez moral exagerada. Era conocida en Cholula por su lengua afilada y su habilidad para encontrar escándalo donde no lo había.
Había dado a luz tres hijos, todos varones que ahora estaban siendo educados por tutores en la Ciudad de México. Su matrimonio con Rodrigo era de conveniencia mutua. Él necesitaba su dote para mantener sus vicios y ella necesitaba un apellido respetable. El tercer hermano Salazar, don Nicolás, era completamente diferente a sus hermanos mayores.
A sus 33 años servía como funcionario en la Real Audiencia de México, un puesto que le había sido otorgado gracias a su educación en España y sus conexiones con familias poderosas. Era un hombre delgado y de aspecto juvenil, con ojos amables detrás de sus anteojos de montura dorada. y una sonrisa fácil que lo hacía popular en los círculos sociales de la capital. Nicolás visitaba Puebla solo dos veces al año durante las fiestas de Navidad y en agosto para el día de la Asunción de la Virgen.
Había querido genuinamente a su hermano Fernando y trataba a Leonor con respeto y amabilidad, lo cual ella apreciaba enormemente. Leonor de Villaverde había llegado a la familia Salazar. 16 años atrás, cuando apenas tenía 16 años y Fernando 28. Su padre, don Álvaro de Villaverde, había sido un funcionario real que había caído en desgracia después de ser acusado falsamente de malversación de fondos.
Arruinado y desesperado, había aceptado la propuesta de matrimonio de don Fernando por su hija, vendiendo efectivamente a Leonor para saldar sus deudas y mantener algo de dignidad. La boda había sido celebrada en la catedral de Puebla con toda la pompa apropiada, pero Leonor había pasado la ceremonia sintiendo que la estaban enterrando viva. Los primeros años de matrimonio habían sido tolerables.

Fernando no era cruel, simplemente indiferente. La trataba como trataría a un mueble valioso, con cuidado, pero sin afecto real. Sus encuentros maritales eran mecánicos y breves, cumpliendo con el deber de producir herederos, pero sin ninguna pasión o ternura. Leonor había quedado embarazada tres veces, pero los tres embarazos habían terminado en abortos espontáneos antes del cuarto mes.
Después del tercero, el médico le había dicho que probablemente nunca podría llevar un embarazo a término diagnóstico que Fernando había recibido con resignación fatalista. dejó de visitarla en su habitación después de eso, dedicándose completamente al trabajo y dejando a Leonor a una existencia de bordado, rezos y una soledad que la consumía lentamente como un ácido invisible.
Pero el verdadero problema de Leonor, el secreto que amenazaba con destruirlo todo, estaba en ese momento trabajando en los establos. Damián no era un esclavo común. Había sido traído de las costas de Veracruz hacía tres años, comprado en el mercado por don Fernando para trabajar como capataz de los otros esclavos.
Era originario de una tierra lejana al otro lado del océano, un reino cuyo nombre Leonor no podía pronunciar, pero que Damián describía como un lugar de montañas verdes y ríos anchos, donde su gente había sido libre durante generaciones antes de que llegaran los barcos negreros. Damián tenía 30 años. Era alto, de espalda ancha y brazos musculosos, forjados por años de trabajo duro.
Su piel era del color del ébano pulido y tenía en el hombro izquierdo la marca de hierro candente que todos los esclavos llevaban, las iniciales FS de Fernando Salazar, cicatrizadas en su carne como recordatorio permanente de su estatus de propiedad. Pero lo que más impactaba de Damián eran sus ojos. Eran profundos y oscuros como pozos sin fondo, pero en ellos brillaba una inteligencia y dignidad que ninguna cantidad de esclavitud había logrado apagar.
Hablaba español con acento musical, mezclando palabras de su lengua natal cuando no encontraba las palabras correctas. Había aprendido a leer y escribir en secreto, usando carbón sobre pedazos de madera, un crimen que podría haberle costado la vida si lo descubrían. La relación entre Leonor y Damián había comenzado de la forma más inocente posible. Había sido una noche de abril de 1742, cuando don Fernando llevaba ya tres meses postrado en cama con una enfermedad que los médicos no podían diagnosticar.
Leonor pasaba las noches en la capilla privada de la hacienda, un pequeño oratorio construido por el abuelo Salazar y decorado con retablos dorados y pinturas religiosas traídas de España. Arrodillada frente al altar, rezaba el rosario una y otra vez, pidiendo a Dios un milagro que en el fondo de su corazón sabía que no llegaría, no porque no creyera en los milagros, sino porque en su fuero interno no deseaba que su esposo viviera. Esa noche había escuchado pasos suaves detrás de ella.
Se había vuelto esperando ver a uno de los sirvientes, pero en cambio encontró a Damián de pie en la entrada, con la cabeza descubierta y los ojos llenos de sorpresa al encontrar el lugar ocupado. Por un momento, ambos se quedaron congelados, conscientes de que la presencia de un esclavo en la capilla sin permiso era una violación grave de las reglas de la hacienda.
Pero entonces Damián había hecho algo inesperado, se había arrodillado en el suelo, había juntado las manos y había comenzado a rezar en voz baja, mezclando palabras en español con una lengua que sonaba como música líquida. “¿Qué haces aquí?”, había preguntado Leonor finalmente. Su voz apenas un susurro en la penumbra iluminada por velas.
Damián había levantado la vista y en sus ojos había visto no miedo o sumisión, sino una tristeza tan profunda que había resonado con algo en su propio pecho. Rezo, señora, había respondido. Aunque quizás mi Dios y el suyo no sean el mismo, ambos escuchan el dolor. ¿Por qué rezas? había insistido Leonor, fascinada a pesar de sí misma.
“Por mi hermana Amara”, había dicho Damián y su voz se había quebrado al pronunciar el nombre. Fue vendida a otra hacienda hace dos años en algún lugar cerca de Oaxaca. Rezo para que esté viva, para que no la estén tratando mal, para que algún día pueda verla de nuevo, aunque sé que es imposible.
Rezo por mi madre, que murió en el barco que nos trajo aquí, encadenada en la oscuridad, mientras el agua salada entraba por las grietas del casco. Rezo por mi Padre, a quien vendieron primero y de quien nunca volví a saber nada, y rezo por mí para tener fuerzas para vivir un día más en este infierno que llaman civilización. Leonor había sentido lágrimas rodando por sus mejillas.
Yo también rezo por cosas imposibles, había admitido. Rezo para que mi esposo muera y me libere de esta prisión. Rezo para sentir algo, lo que sea, además de este vacío que llevo dentro. Rezo para que mi vida tenga algún significado antes de que termine. Esa conversación había abierto una puerta que ninguno de los dos había podido cerrar después.
Comenzaron a encontrarse en la capilla cada noche, siempre después de medianoche, cuando toda la casa dormía. Al principio solo hablaban, compartiendo sus historias en sus hurros urgentes. Leonor le contaba sobre su infancia en la Ciudad de México, sobre su padre, que había sido un hombre bueno antes de que la desesperación lo corrompiera, sobre sus sueños de niña de convertirse en pintora o escritora.
Sueños que fueron aplastados cuando le dijeron que tales ambiciones no eran apropiadas para una señorita decente. Le hablaba de su matrimonio arreglado, de las noches frías y mecánicas con Fernando, del vacío que sentía cada vez que se miraba en el espejo y veía a una mujer que no reconocía. Damián le contaba sobre su vida antes de la esclavitud.
Había sido el hijo de un herrero en su aldea. Un oficio respetado y bien pagado. Había estado prometido a una chica llamada Zuri, una relación arreglada por sus familias, pero que había florecido en amor real. Planeaban casarse después de la cosecha, construir una casa cerca del río, tener hijos. Luego llegaron los mercaderes de esclavos trabajando con jefes locales corruptos que vendían a su propia gente por cuentas de vidrio y armas de fuego.
Damián fue capturado mientras trabajaba en el campo, encadenado junto con otros 100 hombres, mujeres y niños, y arrastrado a la costa. El viaje en el barco había durado tres meses infernales. 50 personas murieron en el camino, sus cuerpos arrojados al océano como basura. Su madre fue una de ellas. A medida que pasaban las semanas, algo cambió entre ellos.
Ya no eran solo dos almas solitarias compartiendo sus penas. Había electricidad en el aire cuando estaban cerca, una atracción que iba más allá de lo físico. Leonor comenzó a buscar excusas para pasar por los establos durante el día, solo para verlo trabajar. Damián empezaba sus tareas temprano para poder terminar cerca de donde ella caminaba por las tardes.
Sus manos se rozaban cuando ella le pasaba agua. Sus miradas se sostenían un segundo más de lo apropiado. El día que don Fernando finalmente murió, en una tarde de julio, cuando el calor era tan intenso que el aire parecía ondular, Leonor sintió algo que la horrorizó. Alivio cumplió con todas las expectativas del luto. Vistió de negro riguroso. Cubrió los espejos de la casa según la tradición.
recibió las interminables visitas de condolencia con la compostura adecuada. Pero por las noches, cuando la casa finalmente se quedaba en silencio, bajaba sigilosamente a los establos. Fue en el cuarto de herramientas, un espacio pequeño detrás de los establos que olía a cuero y aceite de caballo, donde finalmente se dieron a lo inevitable.
Damián estaba reparando una silla de montar a la luz de una lámpara de aceite cuando Leonor entró. Se miraron durante un largo momento, ambos conscientes de que cruzar esa línea cambiaría todo para siempre. Leonor dio el primer paso cerrando la distancia entre ellos.
El beso fue desesperado, hambriento, cargado con meses de deseo reprimido y soledad compartida. Si nos descubren, nos matarán a ambos”, había susurrado Damián contra sus labios. “Entonces que valga la pena morir”, había respondido Leonor. Hicieron el amor sobre sacos de grano bajo el techo de Texas que dejaba entrar la luz de la luna en rayas plateadas.
No fue el acto violento y urgente que Leonor había imaginado, sino algo tierno y cuidadoso. Damián la tocaba como si fuera algo precioso y frágil, sus manos callosas, sorprendentemente gentiles sobre su piel. Lloraron juntos después, aferrándose el uno al otro, mientras la magnitud de lo que habían hecho se asentaba sobre ellos como un manto pesado. Se convirtió en un ritual.
Tres o cuatro veces por semana, Leonor bajaba a los establos después de medianoche. Damián la esperaba siempre con mantas limpias extendidas sobre los sacos de grano y flores silvestres que había recogido de los campos. Hablaban tanto como hacían el amor, compartiendo sueños de una vida diferente en un mundo diferente, donde el color de su piel no importara, donde pudieran caminar tomados de la mano bajo el sol sin miedo.
Si fuéramos libres, decía Damián, “te llevaría a mi tierra. Te mostraría las montañas donde nací, el río donde aprendí a nadar. Te enseñaría mi lengua, las canciones que mi madre cantaba. Construiríamos una casa con nuestras propias manos. Si fuéramos libres, respondía Leonor, no necesitaríamos ir tan lejos. Podríamos quedarnos en México, en algún pueblo pequeño donde nadie nos conociera.
Tú trabajarías como herrero, yo como costurera. Seríamos pobres, pero seríamos nuestros. Pero ambos sabían que eran solo fantasías. En la Nueva España de 1743, el orden social era tan rígido como las barras de hierro de una prisión. Las leyes de limpieza de sangre dictaban que español no podía mezclarse con negro, que una viuda noble que yaciera con un esclavo era una abominación tanto a los ojos de Dios como de la ley.
Si los descubrían, Damián sería torturado y ejecutado públicamente. de honor sería despojada de todo, probablemente encerrada en un convento para el resto de su vida o incluso ejecutada por herejía y adulterio. Dos meses después de que comenzara su romance, Leonor notó que su periodo menstrual no llegaba. Al principio trató de ignorarlo, atribuyéndolo al estrés del luto, pero cuando pasó el segundo mes y comenzó a sentir náuseas por las mañanas, la verdad se volvió innegable.
Estaba embarazada y esta vez, por alguna razón que no podía comprender, su cuerpo no estaba rechazando el embarazo, como había hecho con los hijos de Fernando. La vida crecía dentro de ella, obstinada y fuerte. El terror que sintió fue absoluto. Contó los meses mentalmente. Fernando había muerto hacía 4 meses.
Podría intentar hacer pasar al niño como un hijo póstumo concebido justo antes de la muerte de su esposo, pero los números no cuadrarían perfectamente. Y más importante, ¿qué pasaría cuando el bebé naciera con la piel más oscura que la de cualquier Salazar en la historia de la familia? No había forma de ocultar la verdad.
Entonces, esa noche, cuando se lo contó a Damián, vio miedo en sus ojos por primera vez desde que se conocían. Pero también vio algo más, amor feroz y protector, la misma emoción primordial que ha impulsado a los hombres a hacer cosas extraordinarias desde el principio de los tiempos. Huiremos, dijo él con determinación, esta misma noche caminaremos hasta Veracruz. Nos esconderemos en un barco. Iremos a cualquier parte, menos aquí.
Eres un esclavo marcado, respondió Leonor tocando la cicatriz en su hombro. Te perseguirían hasta encontrarte. Hay recompensas por esclavos fugitivos, cazadores profesionales que no descansan hasta traer de vuelta su presa, muerta o viva. Y yo, una viuda española fugitiva con un esclavo.
Nos cazarían como animales, nos encontrarían en semanas. Quizás días. Entonces, ¿qué hacemos? La voz de Damián se quebró. No puedo dejarte enfrentar esto sola. No puedo perder a este niño. Es lo único real que he tenido en esta vida. Leonor sintió algo oscuro despertar dentro de ella, algo primitivo y violento que nunca había sabido que poseía.
Era el instinto de una madre protegiendo a su cría, amplificado por años de opresión y rabia reprimida. Pensó en don Rodrigo, en cómo la había mirado durante el funeral, sus ojos deslizándose sobre su cuerpo con un hambre que no tenía nada que ver con el deseo y todo que ver con la codicia. pensó en doña Inés, en sus comentarios punzantes sobre la necesidad de que Leonor se volviera a casar rápidamente, en su insistencia de que una mujer sola no podía manejar una propiedad de tal magnitud. La verdad era obvia.
Don Rodrigo quería la hacienda y la forma más fácil de obtenerla era asegurándose de que Leonor desapareciera, ya fuera casándola con alguien que pudiera controlar o simplemente eliminándola. Un accidente durante una cabalgata, una enfermedad repentina. Las posibilidades eran infinitas y todos la creerían porque don Rodrigo era un Salazar, un hombre respetable, un pilar de la comunidad.
“Hay una forma”, dijo Leonor lentamente, su mente trabajando frenéticamente. “Pero tendrás que confiar en mí completamente y tendrás que ser más fuerte de lo que has sido nunca.” Te seguiría al mismísimo infierno, respondió Damián. Puede que eso sea exactamente a donde nos dirigimos, murmuró Leonor.
Durante la semana siguiente, Leonor se convirtió en otra persona. La viuda llorosa y sumisa, desapareció, reemplazada por una observadora calculadora que anotaba mentalmente cada detalle de las rutinas de la hacienda. Notó que don Rodrigo tomaba un vaso de vino tinto cada noche antes de dormir, siempre servido por el mismo criado, un muchacho joven y nervioso llamado Tadeo, que temblaba cada vez que don Rodrigo levantaba la voz.
Observó que doña Inés sufría de insomnio y caminaba por los corredores cerca de medianoche, deteniéndose a veces frente al oratorio para rezar. estudió a los dos guardias personales que don Rodrigo había traído de su hacienda, hombres rudos llamados Pascual y Esteban, que se turnaban para vigilar, pero que siempre se reunían en la cocina al amanecer para desayunar juntos, compartiendo pulque y chismes mientras el resto de la casa aún dormía.
Don Rodrigo Mingwile se había vuelto cada vez más audaz en sus planes. Comenzó a dar órdenes directas a los trabajadores sin consultar a Leonor. Revisó las cuentas de la hacienda sin su permiso. Incluso trajo a un escribano para actualizar ciertos documentos legales.
Una tarde, Leonor lo encontró en el estudio de Fernando, sentado en la silla de su difunto hermano como si ya fuera el dueño. “Necesitamos hablar sobre el futuro”, había dicho don Rodrigo sirviéndose Brandy sin invitarla a unirse. “Esta hacienda necesita un hombre al mando. Estoy dispuesto a supervisar las operaciones, por supuesto, por el bien de la familia. La hacienda es mía. había respondido Leonor firmemente.
Fernando me la dejó en su testamento. Un testamento que puede ser cuestionado había dicho don Rodrigo con una sonrisa fría. Una mujer sola, sin hijos, sin experiencia en administrar propiedades. Los tribunales podrían decidir fácilmente que es mejor que un pariente masculino tome el control. por tu propio bien, por supuesto. Esa noche, Leonor supo que el tiempo se había acabado.
Don Rodrigo iba a actuar pronto y cuando lo hiciera, ella estaría muerta o encerrada en algún convento remoto. Y Damián, Damián simplemente sería vendido, separado de ella para siempre. En el mercado de Puebla, disfrazada con las ropas sencillas de una mestiza y un rebozo que ocultaba su rostro, Leonor visitó la parte de la ciudad donde los españoles decentes no se aventuraban.
Allí, entre puestos que vendían hierbas raras y amuletos supersticiosos, encontró a una curandera conocida solo como la coyota. Era una mujer de edad indefinida, con la piel curtida por el sol y ojos astutos que parecían ver directamente a través de las mentiras. Su puesto estaba lleno de frascos con líquidos de colores extraños, bolsas de hierbas secas y objetos que Leonor no podía identificar.
“Necesito algo para dormir”, había dicho Leonor, manteniendo su voz baja. “¿Para ti o para otro?”, preguntó la coyota sin mirarla directamente. Para otros, ¿qué tan profundo necesitas que duerman? Leonor había tragado saliva, consciente de que estaba cruzando un punto sin retorno. Permanente. La coyota había sonreído entonces, mostrando dientes manchados.
Ah, una de esas situaciones te va a costar. Leonor había dejado caer monedas de plata sobre el mostrador improvisado, más de lo que la mujer probablemente ganaba en un mes. La coyota las había contado lentamente, mordiéndolas para verificar su autenticidad antes de desaparecer detrás de una cortina raída.
Volvió con un pequeño saquito de tela que contenía un polvo blanco fino. Es de varias plantas, explicó la coyota. Flor de Angels Trumpet, semillas de ricino, otras cosas, tres pizcas en vino y la persona dormirá profundamente por horas, media bolsa y nunca despertarán. La bolsa completa es suficiente para cuatro adultos, quizás cinco. Se mezcla bien con vino o caldo caliente.
No tiene sabor fuerte, solo un poco amargo que el alcohol cubre bien. Y si alguien examina el cuerpo después, parecerá que el corazón simplemente se detuvo. A menos que tengas un médico muy bueno que sepa exactamente qué buscar. Nadie sabrá. Y aún así necesitaría abrir el cuerpo, algo que los españoles piadosos rara vez permiten.
Leonor había guardado el saquito en su corpiño, sintiendo su peso como si llevara el alma del contra su pecho. Había cruzado una línea. Ya no era una víctima de las circunstancias, ahora era una asesina en potencia. Los días siguientes fueron una agonía de planificación. Leonor convició a don Rodrigo de quedarse otra semana diciendo que necesitaba su consejo para varios asuntos urgentes de la hacienda.
Don Rodrigo había aceptado con entusiasmo evidente, claramente complacido, de tener más tiempo para establecer su dominio. Doña Inés había protestado diciendo que tenían obligaciones en Cholula, pero su esposo la había silenciado con una mirada dura. Leonor escogió un sábado para actuar.
Era el día en que más sirvientes tenían permiso para visitar a sus familias en el pueblo, lo que significaba que habría menos testigos en la hacienda. El plan era simple en su brutalidad. envenenar a don Rodrigo y sus guardias, eliminar a doña Inés físicamente si el veneno no era suficiente para todos, y luego hacer que pareciera que habían partido en la madrugada del domingo.
Damián intentó disuadirla una última vez. Esto nos convertirá en monstruos, había dicho. Hay cuatro personas que van a morir. Somos cuatro contra tres había respondido Leonor tocando su vientre donde su hijo crecía. Y ellos nos matarían sin dudarlo. Esta no es una cuestión de moralidad, Damián. Es supervivencia.
La noche del sábado llegó con una tormenta eléctrica que iluminaba el cielo con relámpagos violentos. Leonor tomó esto como una señal, aunque de qué o de quién no estaba segura. La cena había sido servida en el comedor grande con Leonor en la cabecera de la mesa, como correspondía a la dueña de la casa, don Rodrigo a su derecha, doña Inés a su izquierda.
Los dos guardias habían comido en la cocina como siempre, atendidos por Tadeo el criado. Después de la cena, mientras los hombres pasaban al salón para fumar cigarros y beber Brandy, Leonor se había retirado supuestamente a su habitación con doña Inés, pero en lugar de eso había bajado a la cocina con una excusa sobre revisar el menú del día siguiente.
Allí había enviado a Tadeo a buscar algo del almacén y durante los preciosos minutos que estuvo solo, había mezclado el veneno en la jarra de vino que sabía que don Rodrigo pediría antes de dormir y en las tazas de pulque que los guardias tomarían con su desayuno matutino. Sus manos no temblaron mientras lo hacía.
se sorprendió de su propia calma, de la facilidad con la que podía cometer un acto tan terrible. Quizás pensó, “Todos llevamos un monstruo dentro y solo necesitamos la motivación correcta para liberarlo.” A las 10 de la noche, don Rodrigo pidió su vino como de costumbre. Leonor personalmente se lo llevó a su habitación sonriendo dulcemente. Mientras él lo tomaba.
Lo observó beber mientras hablaban de trivialidades. Vio como sus ojos comenzaban a ponerse vidriosos después del tercer sorbo, como su discurso se volvía pastoso, como finalmente se desplomó en su silla, la copa rodando por el suelo y manchando la alfombra persa de rojo oscuro. Los guardias habían sido más fáciles.
Cuando vinieron corriendo a ver qué pasaba con don Rodrigo, Leonor les había ofrecido las tazas de pulque, diciendo que todos necesitaban calmarse. Los hombres, acostumbrados a obedecer a los patrones, habían bebido sin cuestionarlo. Cayeron uno tras otro, sus cuerpos robustos golpeando el suelo con ruidos pesados y finales.
Doña Inés había sido la más difícil. había comenzado a gritar cuando vio a su esposo inconsciente corriendo hacia él con las manos extendidas. Leonor había actuado por instinto, agarrando el candelabro de plata maciza de la mesa lateral y golpeándola en la parte posterior de la cabeza.
El sonido había sido horrible, un crujido húmedo que Leonor sabía que escucharía en sus pesadillas por el resto de su vida. Doña Inés había caído de rodillas mirando a Leonor con ojos llenos de comprensión y horror antes de desplomarse completamente. Damián había aparecido en la puerta entonces, como habían planeado. Sus ojos habían barrido la escena, los cuatro cuerpos, la sangre en la cabeza de doña Inés, el candelabro aún en las manos temblorosas de Leonor.
Por un momento horrible, ella pensó que huiría, que la dejaría sola con su crimen, pero entonces él había entrado, había cerrado la puerta detrás de él y había dicho simplemente, “Dime qué necesitas que haga.” Trabajaron toda la noche. Primero verificaron que todos estuvieran realmente muertos, presionando dedos contra cuellos en busca de pulsos que no encontraron.
Luego, con una fuerza nacida de la desesperación, arrastraron los cuerpos uno por uno a la bodega de vino en el sótano de la casa. Era un espacio frío y oscuro, excavado profundamente en la tierra, con paredes de piedra gruesa y un techo bajo sostenido por vigas de madera. Había filas de barriles de vino y cajas de brandy almacenadas allí, productos que esperaban ser consumidos durante las festividades y celebraciones.
Damián movió algunos de los barriles más grandes, creando un espacio en la esquina más lejana de la bodega. donde la luz de las lámparas apenas alcanzaba. Allí apilaron los cuerpos cubriéndolos con lonas viejas y empujando los barriles de vuelta a su lugar. No era una tumba perfecta, pero tendría que servir hasta que pudieran pensar en una solución más permanente.
Arriba limpiaron. Leonor fregó la sangre de la alfombra con arena y vinagre hasta que sus manos sangraron. Damián lavó las copas de vino y las tazas de pulque, las secó y las volvió a colocar en sus lugares apropiados. Reordenaron los muebles, verificaron cada superficie en busca de manchas reveladoras.
Cuando el sol comenzó a salir pintando el cielo de rosa y oro, la habitación lucía inmaculada, como si nada hubiera pasado. Leonor redactó una carta con la letra de don Rodrigo, practicada durante días hasta perfeccionarla. En ella, don Rodrigo informaba que había decidido regresar urgentemente a su hacienda en Cholula debido a problemas con unos comerciantes que le debían dinero.
Se llevaba a su esposa y guardias con él. lamentaba no poder despedirse personalmente de Leonor, pero esperaba visitarla de nuevo pronto. La carta fue enviada con un mensajero al Ayuntamiento de Puebla, donde fue archivada sin que nadie cuestionara su autenticidad. Las semanas pasaron en una agonía de tensión.
Leonor esperaba cada día que alguien llegara preguntando por don Rodrigo, que descubrieran los cuerpos, que todo se desmoronara. Pero no pasó nada. Don Rodrigo era conocido por sus viajes repentinos y su falta de consideración hacia los demás, que hubiera partido sin avisar a sus amigos y familia no sorprendía a nadie. El embarazo de Leonor comenzó a mostrarse.
Cuando ya no pudo ocultarlo, convocó a las damas principales de Puebla para un té y anunció con lágrimas cuidadosamente ensayadas que estaba esperando un hijo póstumo de don Fernando concebido justo antes de su muerte. Las mujeres habían murmurado, habían hecho cálculos mentalmente, pero ninguna se atrevió a cuestionar su historia en voz alta.
Algunas incluso la felicitaron diciendo que era una bendición del cielo, un último regalo de su difunto esposo. Pero el secreto más importante necesitaba ser resuelto. Damián. Un esclavo no podía simplemente desaparecer sin levantar sospechas. Leonor elaboró un plan cuidadoso.
Primero creó documentos de manumisión falsificados usando el sello personal de don Fernando que había heredado y practicando su firma hasta que fue indistinguible del original. Los documentos declaraban que por servicios excepcionales y lealtad inquebrantable, el esclavo Damián era liberado de su servidumbre y se le otorgaba su libertad completa.
Luego, públicamente vendió a Damián a un comerciante ficticio que supuestamente pasaba por Puebla camino a Oaxaca. El dinero de la venta fue registrado en los libros de la hacienda. Varios sirvientes fueron testigos de la transacción. Damián fue visto partiendo en un carro con sus pocas pertenencias empacadas, supuestamente camino a su nueva vida con su nuevo dueño.
En realidad, Damián viajó solo 30 km hasta un pequeño pueblo llamado San Andrés Cholula, donde usando el dinero que Leonor le había dado secretamente, estableció un taller de herrería bajo un nombre diferente. se presentó como un negro libre que había comprado su libertad años atrás y estaba buscando un lugar tranquilo para establecerse.
El pueblo pequeño y pobre estaba feliz de tener un herrero hábil y nadie hizo demasiadas preguntas. Leonor lo visitaba una vez al mes, disfrazada como una mestiza pobre que necesitaba reparaciones para herramientas de granja. se encontraban en el taller después del anochecer cuando la calle estaba vacía.
Esas visitas se convirtieron en lo único que mantenía a Leonor Cuerda mientras su embarazo progresaba y la culpa de lo que había hecho empezaba a pesar sobre ella como una piedra de molino. “A veces despierto por las noches y no puedo respirar”, le confesó una noche su vientre ya grande y redondeado bajo su vestido. Veo sus caras. Doña Inés mirándome con esos ojos horrorizados antes de caer.
Don Rodrigo desplomándose en su silla. Me pregunto si sabía lo que estaba pasando en esos últimos momentos. Si entendió que lo había matado. Ellos nos habrían matado, respondió Damián, pero su voz sonaba hueca, como si estuviera tratando de convencerse a sí mismo tanto como a ella. No teníamos elección.
Siempre hay una elección, dijo Leonor amargamente. Elegimos matar, elegimos convertirnos en monstruos y ahora tenemos que vivir con eso. El hermano menor, don Nicolás, llegó finalmente de la Ciudad de México en diciembre, 6 meses después de la desaparición de Rodrigo. había recibido cartas preocupantes de amigos en Cholula, preguntando por su hermano, quien aparentemente nunca había regresado a su hacienda después de su visita a Puebla.
La esposa de Rodrigo y sus guardias también estaban desaparecidos. Los trabajadores de la hacienda de Rodrigo estaban confundidos y preocupados, sin saber qué hacer sin su patrón. Leonor recibió a Nicolás con lágrimas genuinas esta vez, lágrimas de culpa y miedo más que de pena. Le mostró la carta que supuestamente Rodrigo había dejado.
Explicó que su hermano había partido en mitad de la noche diciendo que tenía asuntos urgentes. Nicolás, un hombre fundamentalmente bueno y confiado, le creyó. ¿Por qué no lo haría? Leonor era su cuñada, una viuda respetable, embarazada del hijo de su difunto hermano. No tenía razón para sospechar de ella. Rodrigo siempre fue impulsivo”, había dicho Nicolás con tristeza.
Quizás decidió viajar a la ciudad de México sin avisar o fue a ver esas propiedades en Veracruz que había mencionado. Enviaré cartas a todas partes. Alguien debe haberlo visto, pero nadie lo había visto. Don Rodrigo Salazar, su esposa, doña Inés, y sus dos guardias, simplemente se habían desvanecido en el aire. Con el tiempo, la mayoría de la gente asumió que habían sido víctimas de bandidos en el camino.
Los asaltos eran comunes en las rutas entre ciudades. Familias enteras desaparecían a veces sus cuerpos nunca encontrados. Era una tragedia, pero no inusual. El nacimiento de Leonor fue atendido por una partera llamada Josefa, una mujer de 50 años que había ayudado a traer al mundo a cientos de niños en Puebla. Leonor había elegido cuidadosamente investigando hasta encontrar a alguien con reputación de discreción y una necesidad desesperada de dinero.
El esposo de Josefa era un borracho que había perdido su trabajo, dejando a la familia al borde de la ruina. Cuando la niña nació en una noche de marzo de 174, Josefa miró a la bebé y luego a Leonor, con ojos que entendían demasiado. La piel de la niña era morena clara, más oscura que cualquier Salazar, pero no tan oscura como para ser obviamente mulata.
Tenía el cabello rizado y oscuro y ojos profundos que brillaban con inteligencia incluso en sus primeras horas de vida. Un. Señora, había dicho Josefa lentamente. Este niño es la hija de mi difunto esposo interrumpió Leonor firmemente, colocando una bolsa pesada de monedas en las manos de la partera.
Heredó el tono de piel más oscuro de su abuela paterna, que tenía sangre morisca. Eso es lo que dirás si alguien pregunta. Josefa había mirado la bolsa, luego a la bebé, luego de vuelta a Leonor. Como usted diga, señora, es su hija legítima, nacida de su matrimonio con don Fernando Salazar. Eso es lo que diré. Leonor llamó a la niña Isabela, un nombre hermoso y respetable, la presentó a la sociedad de Puebla con orgullo, explicando su tono de piel más oscuro con la historia de la abuela Morisca.
una mentira que era lo suficientemente verosímil para ser aceptada. Después de todo, muchas familias españolas tenían algunos antepasados moros o judíos convertidos, aunque pocas lo admitían públicamente, y había suficiente variación en el tono de piel entre españoles que con la historia correcta la apariencia de Isabela podía ser explicada.
La niña creció hermosa y graciosa, educada por los mejores tutores que Leonor podía contratar. Aprendió a leer y escribir en español y latín. Estudió música y pintura. dominó las habilidades sociales necesarias para una señorita de su clase. Leonor la amaba con una intensidad feroz que a veces la asustaba, consciente de que cada día que pasaba, sin que la verdad saliera a la luz era un milagro.
Damián visitaba en secreto dos o tres veces al año, siempre de noche, siempre cuidadoso de no ser visto. Observaba a su hija desde las sombras, sus ojos brillando con lágrimas que nunca derramaba. Una vez, cuando Isabela tenía 5 años y jugaba en el jardín, él la había visto reír mientras perseguía a una mariposa.
El sonido de su risa había sido tan puro, tan lleno de alegría inocente, que Damián había tenido que alejarse antes de hacer algo estúpido, como correr hacia ella y abrazarla. Es perfecta, le había dicho a Leonor esa noche. Tan hermosa, tan llena de vida. Hicimos algo bueno a pesar de todo el mal.
No lo merece, había respondido Leonor, su voz quebrada. No merece tener asesinos como padres. No merece esta mentira que es su vida. Los años pasaron. Don Nicolás murió de viruela en 1750, dejando a Leonor como la única administradora de todas las propiedades Salazar. manejó los negocios con habilidad sorprendente, demostrando que era más capaz que cualquiera de los hermanos Salazar había sido.
La hacienda prosperó bajo su dirección. Isabela creció en el lujo y el privilegio, sin saber nunca que su verdadero padre era un herrero en un pueblo cercano, que su origen habría sido suficiente para destruir su vida completamente. Pero el pasado, como los cuerpos enterrados, tiene una forma de resurgir.
En 1760, cuando Isabela tenía 17 años y estaba comprometida para casarse con el hijo de una familia prominente de comerciantes, Leonor decidió renovar la bodega de vino. Había un problema de humedad que estaba arruinando los barriles y quería modernizar el espacio. Contrató a un grupo de trabajadores de construcción para hacer las reparaciones necesarias.
Los trabajadores comenzaron a mover los barriles, revelando áreas de la bodega que no habían sido tocadas en casi dos décadas. Y allí, en la esquina más lejana, detrás de los barriles que nadie había movido en 17 años, encontraron los huesos, cuatro esqueletos, las ropas podridas, pero aún reconocibles. Los botones de plata de los uniformes de guardia brillaban incluso en la oscuridad.
Las joyas que doña Inés había llevado el día de su muerte todavía adornaban los huesos de sus dedos y cuello, y el anillo de sello de los Salazar, grabado con el escudo familiar, aún estaba en el dedo del esqueleto más grande. Los trabajadores gritaron y corrieron llamando a las autoridades. En cuestión de horas, la hacienda estaba llena de funcionarios reales, soldados y representantes del obispado. Los huesos fueron examinados, las ropas estudiadas.
Un oficial veterano que había conocido a don Rodrigo identificó el anillo de sello sin dudarlo. Leonor supo que había terminado cuando vio al capitán de la Guardia Real caminar hacia ella con expresión grave. No intentó correr o negarlo. La verdad había estado enterrada bajo su casa durante 17 años y ahora salía a la luz como un cadáver vomitado por la tierra.
La investigación fue rápida y brutal. Los funcionarios reales interrogaron a todos en la hacienda. Los sirvientes viejos recordaban la noche en que don Rodrigo supuestamente había partido. Algunos mencionaron que había sido extraño que se fuera sin despedirse apropiadamente, sin llevar todo su equipaje.
Otros recordaron que Leonor había estado actuando nerviosa durante esos días, que había pasado mucho tiempo en las cocinas, algo inusual para una señora de su posición. Josefa la partera fue encontrada y traída para interrogatorio. Al principio se mantuvo firme en su historia, jurando que Isabela era la hija legítima de don Fernando.
Pero cuando la amenazaron con tortura, cuando le dijeron que sus propios hijos serían arrestados como cómplices, si no cooperaba, su resistencia se derrumbó. Entre soyozos confesó todo el color de piel de la bebé al nacer. El dinero que Leonor le había pagado por su silencio, sus sospechas sobre el verdadero padre. Era un esclavo, lloró Josefa, un esclavo que don Fernando había tenido, uno alto y de piel oscura.
Lo habían vendido meses antes del nacimiento, pero yo lo recordaba. Había visto como la señora lo miraba, como él la miraba a ella. Los registros de la hacienda fueron examinados. Encontraron la venta de Damián, seguida poco después por los documentos de manumisión. Demasiada coincidencia.
Los soldados fueron enviados a San Andrés Cholula para investigar. No les tomó mucho tiempo encontrar al herrero que había aparecido de la nada 17 años atrás, justo cuando un esclavo desaparecía de la hacienda Salazar. Damián fue arrestado mientras trabajaba en su taller martillando una herradura al rojo vivo. No intentó resistirse cuando le dijeron que Leonor había sido arrestada, que los cuerpos habían sido encontrados, simplemente dejó caer su martillo y extendió sus muñecas para las cadenas.
Sus gritos, mientras lo arrastraban por las calles, resonaron por todo el pueblo, un aullido de angustia que haría que los habitantes recordaran ese día por el resto de sus vidas. El juicio fue un espectáculo público, como todos los casos que involucraban a la nobleza. Se realizó en la Plaza Mayor de Puebla con un estrado elevado donde se sentaban el juez real, representantes del obispado y el fiscal de la corona.
Miles de personas se apiñaban en la plaza y calles circundantes, todos ansiosos por ver la caída de la viuda Salazar, que había engañado a toda la sociedad durante casi dos décadas. Leonor fue traída primero, encadenada y vestida con el tosco hábito marrón de los condenados.
Su cabello, que una vez había llevado elaboradamente arreglado con peines de plata, ahora colgaba suelto y enredado sobre sus hombros. Su rostro estaba pálido, pero sereno, una máscara de calma que ocultaba el terror que sentía en su interior. Cuando la obligaron a arrodillarse frente al juez, levantó la cabeza con orgullo, negándose a mostrar debilidad ante la multitud que había venido a juzgarla.
El fiscal real, un hombre gordo con voz chillona llamado don Cristóbal de Ayala, leyó los cargos con evidente deleite. Leonor de Villaverde y Salazar, viuda de don Fernando Salazar, se te acusa de los siguientes crímenes contra Dios y el Rey. Primero, el asesinato premeditado de don Rodrigo Salazar, hermano de tu difunto esposo. Segundo, el asesinato de doña Inés de Cortázar, esposa de don Rodrigo.
Tercero, el asesinato de los guardias Pascual Ruiz y Esteban Morales. Cuarto, adulterio con un esclavo, una abominación contra las leyes de Dios y la pureza de sangre. Quinto, engaño y falsificación de documentos legales. Sexto, hacer pasar a un hijo bastardo y manchado como heredero legítimo de una familia noble. Séptimo, brujería.
Pues solo a través de artes oscuras podría una mujer de tu posición haber cometido tales crímenes sin ser descubierta durante tanto tiempo. La multitud había jadeado ante cada cargo, el murmullo creciendo hasta convertirse en un rugido. Algunas mujeres gritaban insultos llamando a Leonor asesina, bruja.
Algunos hombres escupían en su dirección, pero otros, especialmente algunas de las mujeres más pobres en la parte posterior de la multitud, la miraban con algo que podría haber sido comprensión, incluso simpatía. Luego trajeron a Damián, arrastrándolo con cadenas pesadas que lo hacían caminar encorvado. Su espalda mostraba las marcas frescas del látigo.
Había sido torturado para obtener su confesión. Cuando sus ojos encontraron los de Leonor, algo pasó entre ellos. Una comunicación silenciosa que no necesitaba palabras. Después de todo lo que habían pasado, después de 17 años de separación forzada y mentiras necesarias, aún se amaban.
Quizás se amaban aún más por todo lo que habían sacrificado y perdido. El juicio duró tres días. Testigo tras testigo fue presentado sirvientes que recordaban comportamientos extraños. La partera Josefa, llorando mientras repetía su confesión, comerciantes que habían vendido venenos y hierbas a una mujer misteriosa que ahora identificaban como Leonor.
un escribano que examinó los documentos de manumisión de Damián y declaró que aunque la falsificación era excelente, había pequeñas inconsistencias en la tinta y el estilo de escritura que revelaban su naturaleza fraudulenta. Leonor se negó a defenderse. Cuando el juez le preguntó si tenía algo que decir, simplemente respondió, “Hice lo que hice por amor, por amor a un hombre que me veía como un ser humano, no como una propiedad, por amor a una hija que llevaba dentro de mí, en una sociedad que considera un crimen mayor que una mujer amé a quien ella elige, que el
hecho de que los hombres compren y vendan seres humanos como ganado, ¿qué se puede decir en defensa? maté para proteger mi vida y la de mi hijo no nacido. Si eso es un crimen, entonces soy culpable, pero no me arrepiento. Sus palabras causaron un escándalo en la plaza. El obispo presente, un hombre anciano con vestimentas púrpuras, se puso de pie y la señaló con un dedo tembloroso. Herejía.
Esta mujer no muestra ni arrepentimiento ni contrición. ha sido poseída por demonios, corrompida por el mismo. Solo las llamas pueden purificar su alma manchada. Damián intentó hablar entonces, gritando por encima del ruido de la multitud, que él era el único responsable, que Leonor había sido manipulada, que ella no merecía morir. Pero los guardias lo golpearon en la cabeza con sus garrotes hasta que se cayó, sangre corriendo por su rostro.
El veredicto fue inevitable, culpable en todos los cargos. La sentencia fue pronunciada con solemnidad terrible. Damián sería colgado hasta morir como correspondía a un esclavo que había osado tocar a una mujer blanca. Su cuerpo sería dejado colgando durante tres días como advertencia para otros esclavos que pudieran tener ideas similares de romper el orden natural establecido por Dios.
Leonor sería quemada en la hoguera, acusada no solo de asesinato, sino de brujería y herejía. Sus propiedades serían confiscadas por la corona. Su nombre sería borrado de todos los registros oficiales como si nunca hubiera existido. Isabela sería despojada del apellido Salazar, declarada bastarda e hija de pecado.
Sería enviada al convento de Santa Clara en Puebla. donde pasaría el resto de sus días en reclusión, rezando por las almas de sus padres pecadores. La ejecución fue programada para tres días después, dando tiempo para construir la hoguera y permitir que más gente llegara de las ciudades y pueblos circundantes.
Después de todo, ejecuciones de nobles, incluso nobles caídos, eran raras y debían ser presenciadas por tantos como fuera posible. como lección moral. Durante esos tres días, Leonor fue mantenida en una celda pequeña y húmeda debajo del ayuntamiento. Damián estaba en otra celda cercana, lo suficientemente cerca como para que pudieran escucharse el uno al otro, pero no verse.
Por las noches, cuando los guardias dormían o estaban borrachos, susurraban a través de las paredes de piedra. Lo haría todo de nuevo, dijo Leonor una noche, cada decisión, cada pecado, porque me llevaron a ti y a ella. Yo también, respondió Damián, su voz ronca por el llanto. Los años que tuve contigo, los momentos robados, ver a nuestra hija, aunque fuera desde lejos, valieron cualquier precio.
¿Crees que hay algo después de esto?, preguntó Leonor. Un lugar donde finalmente podamos estar juntos sin escondernos, sin miedo. No lo sé, admitió Damián. Pero si hay un Dios, si hay justicia en el universo, tiene que haber un lugar para amores como el nuestro. tiene que haberlo. El día de la ejecución amaneció claro y caliente, el sol brillando desde un cielo sin nubes, como si ni siquiera el cielo llorara por lo que estaba a punto de pasar.
La plaza estaba llena hasta desbordar, con gente apiñada en cada espacio disponible. Algunos habían traído a sus hijos, queriendo que presenciaran el destino de aquellos que rompían las leyes de Dios y los hombres. La orca había sido construida en el centro de la plaza, una estructura simple, pero efectiva, de madera nueva que aún olía a resina de pino.
La hoguera estaba junto a ella, un poste alto rodeado por montones de leña seca y paja. Entre la audiencia, Leonor vio a Isabela, su hermosa hija, sostenida por dos monjas, que la mantenían en su lugar, mientras ella sollozaba incontrolablemente. Sus ojos se encontraron por un momento y Leonor intentó transmitir con esa mirada todo el amor que sentía, todas las disculpas que nunca podría expresar en palabras. Damián fue llevado primero.
Caminó hacia la orca con la cabeza alta. negándose a mostrar miedo incluso cuando la soga fue colocada alrededor de su cuello. El sacerdote que lo acompañaba intentó obtener una confesión final, una declaración de arrepentimiento, pero Damián escupió a sus pies.
“No tengo nada por qué arrepentirme”, dijo en voz alta, lo suficientemente fuerte como para que la multitud lo escuchara. Amé, protegí a mi familia. Si eso merece la muerte, entonces su Dios es un tirano y su sociedad es una prisión. La trampilla se abrió. El cuerpo de Damián cayó. La soga se tensó con un chasquido audible, pero algo salió mal.
La caída no fue lo suficientemente larga para romper su cuello limpiamente. Colgó allí estrangulándose lentamente, sus piernas pateando en el aire, sus manos atadas intentando inútilmente alcanzar la soga alrededor de su garganta. Tomó casi 10 minutos para que muriera, cada segundo una agonía.
Leonor gritó su nombre una y otra vez, luchando contra los guardias que la sostenían. hasta que su voz se volvió ronca. Cuando el cuerpo de Damián finalmente se quedó quieto, lo dejaron colgando y trajeron a Leonor a la hoguera. La ataron al poste con cadenas gruesas, apilando más leña alrededor de sus pies.
El sacerdote le ofreció una última oportunidad de confesar y arrepentirse, de salvar su alma inmortal, aunque su cuerpo debiera morir. Leonor miró hacia donde colgaba el cuerpo de Damián, balanceándose suavemente en la brisa. Luego miró a Isabela, que lloraba tan fuerte que su cuerpo entero temblaba. Finalmente miró al sacerdote y dijo, “Que Dios juzgue quien pecó más, nosotros que amamos o ustedes que convierten el amor en crimen.” El obispo dio la señal.
Las antorchas fueron arrojadas. El fuego prendió rápidamente en la paja seca, las llamas subiendo hambrientas alrededor de las piernas de Leonor. El humo negro y espeso subió, haciendo que tosiera y jadeara. El calor era insoportable, como si su piel se estuviera despegando de su cuerpo.
Pero incluso mientras las llamas la consumían, sus ojos nunca dejaron el lugar donde Damián colgaba. Con su último aliento gritó su nombre una última vez, un grito que se convirtió en el aullido del viento y el crepitar del fuego. Las llamas ardieron durante horas hasta que no quedó nada más que cenizas negras y fragmentos de hueso.
Las cenizas fueron recogidas y arrojadas en un campo sin marcar para que ningún lugar santo fuera contaminado por sus restos. El cuerpo de Damián fue dejado colgando durante tres días, como se había ordenado, los cuervos viniendo a picotear su carne mientras los ciudadanos pasaban y hacían la señal de la cruz. Isabela fue llevada al convento de Santa Clara esa misma tarde.
Las pesadas puertas de madera se cerraron detrás de ella con un sonido como el de una tumba sellándose. Pasaría los siguientes 43 años allí rezando 10 horas al día, durmiendo en una celda de piedra sin ventanas, hablando solo cuando era absolutamente necesario. se convirtió en una figura fantasmal, pálida y silenciosa, moviéndose por los corredores del convento como un espíritu.
Murió en 180, a los 60 años y fue enterrada en una tumba sin nombre en el cementerio del convento. Las propiedades Salazar fueron subastadas por la corona. La hacienda fue comprada por un comerciante rico de la Ciudad de México que nunca visitó el lugar, prefiriendo administrarla a través de capataces.
Pero los trabajadores comenzaron a reportar cosas extrañas, voces que susurraban en la bodega donde los cuerpos habían sido encontrados. Sombras que se movían por los corredores por la noche. El sonido de una mujer llorando que venía de habitaciones vacías. Los capataces no duraban más de unos meses antes de renunciar, atterrorizados por los fenómenos inexplicables. Los trabajadores se negaban a entrar a ciertas partes de la casa después del anochecer.
Finalmente, en 1775, la casa principal fue abandonada completamente. La naturaleza comenzó a reclamarla. Enredaderas trepando por las paredes, el techo derrumbándose, animales salvajes haciendo sus nidos en las habitaciones que una vez habían albergado a una de las familias más prominentes de Puebla.
En 180, el obispado decidió que la tierra necesitaba ser purificada. La hacienda en ruinas fue demolida completamente, cada piedra arrancada y dispersada. En su lugar construyeron una iglesia dedicada a San Miguel Arcángel, el guerrero celestial que derrota a los demonios. La lógica era que la santidad del lugar expulsaría cualquier presencia maligna que quedara.
Pero incluso con la iglesia construida, los rumores persistieron. Los sacerdotes que servían allí reportaban pesadillas terribles, sueños de una mujer ardiendo mientras gritaba el nombre de su amante. Los feligreses se quejaban de sentir frío repentino en ciertos lugares de la iglesia, incluso en los días más calurosos del verano.
Algunos juraban haber visto dos figuras caminando de la mano por el antiguo huerto al anochecer, una mujer vestida de negro y un hombre alto de piel oscura, solo para desvanecerse cuando alguien se acercaba. El escándalo de Leonor de Villaverde y su esclavo Damián se convirtió en leyenda, una historia susurrada en las noches oscuras como advertencia.
Las madres la contaban a sus hijas para advertirles sobre los peligros de la pasión descontrolada y el castigo que espera a aquellos que rompen el orden establecido. Los sacerdotes la usaban en sus sermones como ejemplo de cómo el pecado siempre es descubierto, cómo ningún crimen puede permanecer oculto para siempre a los ojos de Dios.
Pero para algunos, especialmente para los oprimidos y marginados de la sociedad, la historia significaba algo diferente. Se convirtió en un cuento sobre la resistencia contra un sistema injusto, sobre el amor que desafía las barreras artificiales impuestas por una sociedad corrupta.
Los esclavos y sirvientes la contaban entre ellos en voz baja, encontrando consuelo en saber que al menos dos de los suyos habían encontrado amor verdadero, aunque fuera brevemente, aunque el precio hubiera sido terrible. Los años pasaron. El siglo XVII dio paso al XIX. México luchó por su independencia de España, ganándola finalmente en 1821. La esclavitud fue abolida, aunque otras formas de opresión tomaron su lugar.
Puebla creció y cambió, modernizándose con el tiempo. La iglesia de San Miguel Arcángel, eventualmente fue demolida, también reemplazada por edificios más nuevos, más prácticos. El lugar exacto donde había estado la hacienda Salazar se perdió en la memoria, enterrado bajo capas de construcción. y reconstrucción.
Pero en los archivos del Antiguo Tribunal Real de Puebla, ahora parte del Archivo Histórico Nacional, el expediente completo del caso permanece. Amarillento y frágil escrito en la elaborada caligrafía del siglo XVII, cuenta la historia completa, los crímenes, el juicio, las ejecuciones. En la última página, escrita con una mano diferente, más temblorosa, hay una nota añadida por el escribano que presenció las ejecuciones.
Que Dios tenga piedad de estas almas perdidas, pues nosotros no pudimos encontrarla en nuestros corazones. Presencié hoy dos muertes, pero también presencié algo más. Un amor tan profundo que ni las llamas del infierno pudieron consumirlo completamente. Me pregunto en mis momentos de duda si fuimos nosotros quienes pecamos al ejecutarlos, no ellos por amarse.
Pero esas son preguntas peligrosas. Y este escribano ya es demasiado viejo para arriesgar su alma con herejías. Que la historia juzgue, ya que nosotros no pudimos. Y así termina el escándalo amoroso de Puebla de 1743, cuando una viuda española embarazada de su esclavo aniquiló a los Salazar y al hacerlo se aniquiló a sí misma.
Es una historia de pasión prohibida y asesinato calculado, de amor que desafió las leyes de Dios y los hombres de dos personas que eligieron muerte juntos sobre vida separados. Es un recordatorio de que detrás de cada leyenda hay personas reales que sufrieron y amaron y tomaron decisiones imposibles en circunstancias imposibles.
En las noches de verano en Puebla, cuando el aire caliente trae el olor de las jacarandás que aún crecen en esa parte de la ciudad, algunos habitantes locales juran que todavía pueden escuchar susurros en el viento. voces que hablan en español mezclado con una lengua extranjera y musical, riendo juntas como si compartieran un secreto que solo ellas conocen.
Y ocasionalmente, muy ocasionalmente, alguien reporta haber visto dos sombras caminando de la mano entre las ruinas del antiguo acueducto colonial, finalmente juntas, finalmente libres de las cadenas que los ataron en vida. La familia Salazar nunca se recuperó del escándalo. El apellido desapareció completamente de Puebla dentro de una generación, sus miembros sobrevivientes cambiando de nombre o mudándose a otras regiones donde nadie conocía su historia.
Las propiedades fueron vendidas y revendidas tantas veces que nadie recuerda que una vez pertenecieron a una de las familias más poderosas de Nueva España. Solo la historia permanece transmitida a través de generaciones, cambiando ligeramente con cada narración, pero manteniendo siempre su núcleo esencial. Un amor tan poderoso que llevó a dos personas a cometer actos monstruos.
Un amor tan verdadero que ni siquiera la muerte pudo destruirlo completamente. Un amor que pagó el precio máximo por atreverse a existir en un mundo que lo consideraba un crimen. Y quizás esa es la lección más aterradora de todas, que el verdadero horror no está en lo que Leonor y Damián hicieron para proteger su amor, sino en la sociedad que los obligó a hacer tales cosas, que consideraba su amor más criminal que la esclavitud, más pecaminoso que la opresión, más digno de muerte que todas las injusticias que sostenían su orden
social. El escándalo amoroso de Puebla de 1743 no es solo una historia de fantasmas o un cuento de horror. Es un espejo oscuro sostenido a una sociedad que creó monstruos de personas ordinarias, que convirtió el amor en crimen y el crimen en virtud, que castigaba la pasión, pero recompensaba la crueldad. Y ese quizás es el horror más grande de todos.
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