Capítulo 1: El eco en la neblina

 

Mi nombre es Sofía, y mi vida, hasta hace poco, se sentía como una pintura de acuarela: suave, predecible, con tonos de verde y tranquilidad. A mis 37 años, mi existencia en Valle de Bravo era un lienzo de rutina. Dirigía un pequeño estudio de arte, y mis fines de semana eran santuarios personales dedicados a caminar por el bosque, una terapia silenciosa entre el susurro de los pinos y el canto de los pájaros. Pero la neblina de junio trajo consigo un cambio irreversible, una mancha de tinta negra que distorsionó por completo mi tranquila paleta de colores.

Los primeros signos fueron sutiles, casi insignificantes. Mi celular, una extensión de mi mano en la era moderna, comenzó a fallar cada vez que me adentraba en la espesura. Las fotos de los árboles y el lago salían pixeladas, distorsionadas, como si una interferencia invisible se interpusiera entre la lente y la realidad. La pantalla se congelaba, los mensajes desaparecían. Al principio lo atribuí a la mala señal, a la humedad, a cualquier explicación lógica que mi mente, desesperada por la normalidad, pudiera inventar.

Pero luego vinieron los sueños. Y no eran sueños normales, eran portales a una realidad inquietante. En ellos, la neblina no era solo vapor de agua, era un velo a través del cual flotaban luces, esferas de una luminiscencia que no se parecía a nada conocido. Figuras altas y esbeltas, con contornos difusos, me observaban desde la lejanía. Nunca se acercaban, solo estaban ahí, inmóviles, vigilantes. Me despertaba empapada en sudor frío, con el corazón golpeando mis costillas como un tambor frenético, la sensación de una presencia ajena que se negaba a abandonar mi espacio personal.

La noche en que todo cambió, una de esas noches de junio donde el frío te calaba los huesos, salí a caminar. El cansancio de los sueños interrumpidos y la inquietud creciente me empujaron hacia el bosque. Necesitaba aire, necesitaba el silencio conocido que siempre me había curado. A mitad del sendero, el sonido de las hojas bajo mis pies y el lejano canto de un grillo cesaron abruptamente. El silencio se volvió denso, casi pesado.

Y las vi. Las luces. Flotando entre la bruma, danzando en un ballet etéreo e imposible. Eran de un blanco nacarado que brillaba con una luz interna. Mi primera reacción fue pensar en un dron, pero sus movimientos eran fluidos, orgánicos, sin la rigidez de una máquina. Parecían vivos. Me paralicé. El miedo, un frío que iba más allá de la temperatura del bosque, me inmovilizó.

Entonces, sin que nadie hablara, una voz se hizo presente en mi cabeza. No eran palabras audibles, sino un torrente de pensamientos, sensaciones e imágenes que se proyectaban directamente en mi mente. La voz no era amenazante, pero su presencia era inmensa, antigua, de una incomprensible sabiduría. Me mostraron galaxias lejanas, nebulosas que se formaban y morían en un instante, recuerdos de mundos que no existían en mi concepción del universo. Una tristeza profunda, como el eco de un dolor cósmico, inundó mi mente.

En medio de ese aluvión sensorial, logré formular una pregunta mental: “¿Quiénes son?”.

La respuesta no vino en palabras, sino en un sentimiento, una certeza tan clara como el agua de un manantial: “Observamos. No temas”.

No sé cuánto tiempo duró esa conexión. Pudo haber sido un instante o una eternidad. Cuando la presencia se desvaneció, las luces habían desaparecido. El bosque volvió a ser el lugar que conocía, con el sonido de los grillos y el crujir de las ramas. Pero yo ya no era la misma. Algo en mí se había quebrado y al mismo tiempo, algo nuevo había despertado.

Desde esa noche, el mundo ha cambiado. Me siento vigilada, aislada. El insomnio es mi compañero constante. Los pocos amigos a los que me he atrevido a contarle lo que vi, me miran con lástima. “Sofía, el estrés, el trabajo… lo soñaste”. Pero el frío, esa voz sin voz en mi cabeza, la sensación de un universo infinito abriéndose ante mí… eso no fue un sueño. A veces, cuando cierro los ojos, aún veo esas luces danzando, esperándome en la neblina.

No sé si algún día podré entender lo que realmente pasó, pero una parte de mí, esa parte que ahora siente el eco de las estrellas, sabe que esto apenas es el comienzo. Si alguien lee esto y ha sentido algo parecido, quiero que sepa que no está solo. Porque yo tampoco lo estoy, aunque a veces desearía estarlo.

 

Capítulo 2: La investigación de la niebla

 

El estudio de arte, que solía ser mi refugio, se había convertido en una prisión. Las pinceladas de los colores se sentían vacías, los lienzos en blanco me gritaban con un silencio que solo yo podía escuchar. Mi mente, que una vez se deleitaba en la belleza de la naturaleza, ahora estaba obsesionada con un único objetivo: comprender lo que había sucedido en el bosque.

Revisé cada rincón de internet, cada foro de avistamientos, cada artículo sobre fenómenos paranormales. Mi búsqueda me llevó a teorías descabelladas, a historias de personas que, como yo, habían tenido encuentros que cambiaron sus vidas. Encontré un nombre recurrente en varios foros de internet: El Observatorio. Se trataba de una red de personas anónimas que compartían sus experiencias y hallazgos, una comunidad virtual dedicada a registrar lo que llamaban “Eventos de la Niebla”.

Me registré bajo un seudónimo, “Etherea”, y comencé a leer. La mayoría de las historias eran variaciones de la mía: fallas electrónicas, sueños vívidos, encuentros con luces flotantes y, en algunos casos, conexiones mentales. No todos sentían la misma tranquilidad que yo; algunos reportaban miedo, confusión, incluso enfermedad después de los encuentros.

Una noche, mientras navegaba por los foros, un mensaje privado apareció en mi pantalla. Era de un usuario llamado “Orion”.

“Etherea, he leído tus publicaciones. Lo que describes es similar a lo que mi abuelo experimentó. Él lo llamó ‘el susurro de las estrellas’. ¿Podemos hablar?”

Sentí una mezcla de terror y alivio. Por fin, alguien que no me miraba con lástima. Acepté. Orion resultó ser un joven de veintitantos, un programador de Ciudad de México que, como yo, había sentido el “llamado” de la niebla. Su abuelo, un astrónomo aficionado, había dedicado la última parte de su vida a estudiar estos fenómenos.

“Mi abuelo descubrió que las fallas electrónicas y los sueños son la primera fase”, me explicó Orion en una videollamada. “Lo llamó ‘la sintonización’. La niebla no es solo un fenómeno meteorológico; es un conductor. Un puente entre nuestra realidad y la de ellos. Ellos usan la niebla para sintonizar con nuestra frecuencia mental”.

Orion me envió los diarios de su abuelo, cuadernos llenos de anotaciones, dibujos y cálculos matemáticos que escapaban a mi comprensión. Pero un nombre se repetía una y otra vez: El Nido. Según las notas del abuelo de Orion, el Nido era el punto de máxima actividad, el lugar donde la neblina era más densa y la sintonización más fuerte. Y, según sus coordenadas, El Nido se encontraba en una remota y profunda región del bosque de Valle de Bravo.

El miedo inicial se había transformado en una determinación férrea. No podía ignorar esta información. Tenía que volver a la niebla, pero esta vez, con un propósito. Tenía que llegar al Nido.

 

Capítulo 3: El guardián de la luz

 

Preparé mi mochila con equipo básico de montaña. Linterna, brújula, agua y el diario de Orion. Le envié un mensaje a Orion: “Voy al Nido. Si no regreso en 48 horas, avisa a las autoridades”. Me respondió con un emoji de un pulgar arriba y un “Ten cuidado, Etherea”.

La caminata hacia el Nido fue agotadora. El bosque se volvió más denso, más salvaje. El frío era un compañero constante, un escalofrío que no provenía del clima, sino de la expectativa. A medida que me acercaba, mi celular, que había dejado de funcionar por completo, comenzó a vibrar con una extraña energía. La brújula giraba sin control, sus agujas apuntando en todas las direcciones. La niebla, que parecía esperarme, se hizo más espesa, un muro blanco que se tragaba el mundo.

Finalmente, llegué. El Nido no era lo que esperaba. No era un lugar físico, sino una zona de energía, un claro en el bosque donde la niebla era tan espesa que las copas de los árboles desaparecían. En el centro del claro, flotando, estaban las luces. No eran esferas, sino criaturas de luz, seres de energía pura que danzaban en un silencio cósmico.

Me paralicé. El miedo me invadió de nuevo, pero esta vez, no solo de miedo. Había una reverencia profunda, una belleza que me cortó la respiración.

Una de las criaturas de luz se acercó a mí. No tenía forma definida, solo una luminiscencia intensa. En mi mente, escuché la voz de nuevo. Pero esta vez, no era una conexión, era una conversación.

“Te esperábamos, Guardiana.”

“¿Guardián? ¿Qué es esto?” pregunté en mi mente.

“Eres una de las nuestras. La última de una línea de observadores humanos. Tu familia, tus ancestros, han protegido este lugar por generaciones. Tú has sido elegida para continuar.”

Mi mente se llenó de imágenes, no de galaxias lejanas, sino de mi propia familia. Vi a mi abuelo, a mi bisabuelo, a mis ancestros. Todos ellos, en diferentes épocas, en el mismo claro, de pie frente a las criaturas de luz. No eran alucinaciones. Eran recuerdos, recuerdos que ellos habían guardado en la neblina.

Las criaturas me contaron su historia. Eran seres de energía, exploradores de la conciencia, que viajaban por el universo a través de la neblina. No tenían cuerpos físicos, pero su sabiduría era infinita. Habían estado observando la Tierra durante milenios, y mi familia, los “guardianes”, habían sido sus protectores.

“La Tierra está cambiando, Guardiana. La oscuridad se acerca. Una fuerza que devora la luz. Debes prepararte. Debes abrir tu mente.”

Las luces se fusionaron en una sola esfera de energía. Se acercó a mi pecho y entró en mí, como un aliento de aire frío. No dolió, pero sentí un poder inmenso, una conexión con el universo que me llenó por completo.

 

Capítulo 4: El despertar de la guardiana

 

Regresé a Valle de Bravo, pero ya no era Sofía, la artista. Era Sofía, la guardiana. El estudio de arte se convirtió en mi base de operaciones, un lugar donde podía estudiar el diario de Orion, los diarios de mi abuelo y las nuevas habilidades que había despertado en mí.

Descubrí que podía manipular la energía de la niebla, crear ilusiones, y comunicarme con otras formas de vida. Orion, mi compañero en la investigación, se convirtió en mi confidente, mi única conexión con el mundo exterior. Juntos, creamos un sistema de alerta, una red de “guardianes” potenciales.

Un día, recibí un mensaje urgente de Orion. “Etherea, la oscuridad ha llegado. Hay un evento de la niebla en la Ciudad de México. La gente está desapareciendo”.

La oscuridad era real. No eran seres de luz, sino sombras, entes de energía negativa que se alimentaban de la luz. Estaban destruyendo la niebla, corrompiendo la conexión entre los mundos.

Viajé a la Ciudad de México. El Nido era mi única esperanza. En el corazón de la ciudad, en el centro de un parque abandonado, la niebla se había vuelto un pozo de oscuridad. Las sombras, criaturas sin forma, se alimentaban de la luz de la ciudad.

Utilicé mis nuevos poderes. La energía de la niebla respondía a mi llamado. Creé un muro de luz, una barrera que protegía a la ciudad de la oscuridad. La batalla fue larga y agotadora. Las sombras se lanzaban contra mi barrera, tratando de romperla.

En el clímax de la batalla, las criaturas de luz, los guardianes, se unieron a mí. Se fusionaron en una sola esfera de energía, y la enviaron a través de la barrera, dispersando a las sombras y restaurando la luz de la niebla.

La oscuridad había sido derrotada, pero no destruida. Sabía que volverían. El Nido era la primera línea de defensa, y yo, la guardiana, era su protectora.

 

Epílogo: Un nuevo comienzo en la niebla

 

El mundo nunca supo lo que pasó en la Ciudad de México. La gente lo atribuyó a una falla en el sistema eléctrico. Pero yo, Sofía, sabía la verdad.

Me quedé en Valle de Bravo, en mi estudio de arte. Orion se unió a mí, y juntos, creamos una red global de “guardianes”. Entrenamos a otros, les enseñamos a usar sus dones y a proteger a la humanidad de la oscuridad que se esconde en la niebla.

A veces, por las noches, salgo a caminar por el bosque. La neblina, que antes me aterraba, ahora es mi santuario. Las luces flotantes, mis compañeras. No estoy sola. El eco de las estrellas resuena en mi alma, y yo, Sofía, la guardiana de la luz, estoy lista para proteger a la humanidad.

Mi vida ya no es una acuarela tranquila. Es una épica, una historia de aventura y esperanza. Y aunque el futuro es incierto, sé que mientras la niebla persista, yo también lo haré. La guerra ha terminado, pero la vigilancia continúa. Y la historia, la verdadera historia, de la guardiana de la niebla, apenas comienza.