La Luz en las Sombras de Alencur

 

—¡Fuera de aquí todos! ¡No quiero a nadie! —La voz del duque retumbó por los pasillos, rasgando el silencio del inmenso caserón como un trueno furioso—. ¡Déjenme en paz en esta maldita oscuridad!

El grito se desvaneció, dejando tras de sí un silencio pesado y temeroso. Los criados huyeron, pero entonces, suave como una brisa que se atreve a cruzar entre tormentas, otra voz respondió:

—Mi Señor, solo vine a traer agua fresca y a cambiar las vendas.

En la oscuridad absoluta que ahora constituía su mundo, Aureliano Vilela de Alencur se detuvo. Su respiración agitada se calmó por un instante al reconocer aquella voz.

Era Minas Gerais, año 1852. El ducado de Alencur se alzaba majestuoso sobre colinas de un verde profundo. Sus tierras se extendían por leguas interminables, abrazando plantaciones de café, minas de oro y cientos de almas esclavizadas que sostenían el imperio de una de las familias más poderosas de Brasil. La Casa Grande, con sus imponentes columnas blancas y varandas amplias, era el símbolo de un poder indiscutible. Allí, generaciones de los Vilela de Alencur habían comandado no solo propiedades, sino destinos.

Aureliano había nacido para ese mundo de privilegios. Educado en Río de Janeiro y París, dominaba idiomas, política y negocios con la misma facilidad insultante con la que montaba sus caballos purasangre. Alto, de porte aristocrático y ojos de un azul grisáceo que intimidaban a los más valientes, era respetado y temido en igual medida. A sus 33 años, jamás había conocido la palabra “imposible”.

Hasta aquella fatídica mañana de septiembre.

Su caballo, asustado por una cobra en el sendero, lo arrojó violentamente contra las piedras del riacho. El impacto fue brutal. Aureliano despertó tres días después envuelto en tinieblas. Los médicos de la capital, llamados con urgencia, lo examinaron con instrumentos relucientes y expresiones sombrías antes de pronunciar el veredicto que destruiría el orgullo del duque: la visión estaba perdida. Una hemorragia severa y un trauma en el nervio óptico lo habían condenado. “Solo Dios podría devolverle la luz”, dijeron.

Pero Aureliano no quería las oraciones de los curas ni la compasión de los criados. Quería su vida de vuelta. Al serle negada, su furia se volvió tempestuosa. Rompió jarrones, arrojó bandejas y repelió a todos. La baronesa Clarice, su madre, una mujer de espina dorsal erguida y corazón de piedra, ordenó que lo dejaran solo para que aprendiera a aceptar su destino.

Fue en ese infierno particular donde entró Eulália Moura.

No pidió permiso, ni anunció su llegada con reverencias nerviosas. Simplemente abrió la puerta en una tarde bochornosa, cargando una jofaina con agua y paños limpios.

—¿Quién está ahí? —Aureliano giró la cabeza bruscamente, sus ojos opacos buscando en vano.

—Dije que no quería a nadie y le escuché, mi señor —respondió Eulália, con su voz grave y serena llenando el cuarto como miel oscura—. Pero las heridas no se curan con rabia, y usted necesita cuidados.

Algo en esa voz hizo dudar a Aureliano. No tenía el temblor servil de los otros. Era real, directa.

—Tú… —frunció el ceño, buscando en su memoria—. Conozco tu voz.

—Sí, señor. Soy yo, Eulália. Trabajé en la biblioteca por años, leyendo correspondencia cuando el señor lo solicitaba.

El recuerdo surgió nebuloso: una mujer de voz melodiosa que leía cartas comerciales y periódicos franceses cuando él estaba demasiado ocupado. Nunca había prestado atención a su rostro, solo a esa pronunciación impecable que le había intrigado.

—La esclava que sabe leer —murmuró con un trazo de amargura.

—Mi madre me enseñó antes de morir —dijo ella, acercándose—. Con su permiso, voy a cambiar las vendas.

Aureliano no protestó cuando sintió las manos delicadas de Eulália tocar su rostro. El toque era firme pero gentil; profesional, pero cálido. Limpió la región de los ojos con agua tibia y aplicó un bálsamo de hierbas que olía a romero y manzanilla.

—Los médicos dicen que no hay esperanza —dijo Aureliano de repente, con voz vulnerable.

—Los médicos saben mucho sobre el cuerpo —respondió ella, continuando su trabajo—, pero poco sobre milagros. ¿Usted cree en milagros?

—Creo que a veces Dios nos quita la luz de los ojos para que podamos ver con el corazón —replicó él con sarcasmo—. ¿Cómo puede una esclava hablar de Dios y esperanza cuando vive encadenada?

Eulália terminó el vendaje y se alejó. Sus pasos eran ligeros, pero Aureliano descubrió que podía oírlos perfectamente.

—Eulália —la llamó antes de que saliera.

—¿Sí, señor?

—Vuelve mañana.

—Como desee, mi señor.

En los días siguientes, Eulália se convirtió en una presencia constante. Llegaba a media mañana, curaba sus heridas y, cuando él lo pedía, se quedaba. Comenzó a leerle de nuevo: periódicos, poesía, tratados de filosofía. Su voz transformaba las palabras en paisajes. Poco a poco, Aureliano percibió que estaba aprendiendo a ver de nuevo, pero a través de los oídos, el tacto y el olfato. Descubrió que Eulália olía a jabón de coco y hierbas, que sus manos estaban callosas por el trabajo pero eran suaves con él, y que tarareaba melodías africanas bajito.

Una tarde, Aureliano la interrumpió:

—¿Por qué no me tienes miedo?

—¿Miedo de qué, señor?

—Soy tu dueño. Puedo ordenar lo que quiera.

—Puede —concordó ella con calma—. Pero un hombre que está perdido en la oscuridad no me asusta. Me conmueve.

Aureliano sintió que algo se rompía dentro de él. Nadie lo había tratado jamás con tanta honestidad. Fue en ese instante que el duque se dio cuenta de una verdad aterradora: dependía de aquella voz más que del aire que respiraba.

Desde el pasillo, observando por la rendija de la puerta, la baronesa Clarice cerró los puños. Aquello debía terminar.

Esa misma noche, convocó a Eulália y pronunció cinco palabras que hicieron que el mundo de la joven se derrumbara:

—Serás vendida mañana.

Eulália no durmió. Ser vendida significaba partir hacia lo desconocido, quizás a fazendas brutales donde los látigos cantaban al amanecer. Pero no era solo el miedo lo que la mantenía despierta; era el pensamiento de él, del duque ciego que había aprendido a sonreír de nuevo gracias a ella.

Al amanecer, subió las escaleras de la Casa Grande para despedirse. Aureliano ya estaba despierto, sentado junto a la ventana.

—Eulália —dijo él al oír sus pasos—. Llegas tarde. Tu voz suena diferente. ¿Pasó algo?

Ella se acercó, conteniendo las lágrimas. Cuando sus dedos tocaron el rostro de él para quitar las vendas, Aureliano le sujetó la muñeca.

—No me mientas. No tú.

—Su madre, la baronesa, ordenó que sea vendida hoy mismo —confesó ella con voz quebrada.

Aureliano se levantó bruscamente, tirando la silla.

—¿Qué? ¡Eso es absurdo! ¡No lo permito!

—Ella administra la propiedad mientras usted… se recupera.

—¡Maldita sea mi ceguera! —golpeó la mesa—. ¡Escúchame, Eulália! Voy a impedir esto. Tienes mi palabra.

—Su palabra contra la de ella puede no ser suficiente.

—Entonces gritaré si es preciso. Pero tú no saldrás de aquí. —Aureliano buscó sus manos y, al encontrarlas, las llevó a su rostro, trazando sus facciones con los dedos, memorizándola—. Eres hermosa… lo puedo sentir. Juro por la memoria de mi padre que te protegeré.

La puerta se abrió de golpe. La baronesa entró seguida de un hombre gordo, de ojos pequeños y crueles: el Coronel Sebastião Teixeira, conocido por su brutalidad.

—Aureliano, apártate de esa criatura —ordenó la baronesa.

El duque se interpuso entre Eulália y los recién llegados.

—Ella no será vendida.

—El comprador ya está aquí —dijo Clarice fríamente—. Y tú vas a aprender que los sentimientos son lujos que no podemos permitirnos.

—Señor Duque —intervino Teixeira con voz oleosa—, vine a hacer negocios. La baronesa me garantizó que es una pieza fuerte.

—¡Pago el doble! —gritó Aureliano—. ¡Un millón de reales!

—¿Un millón por una esclava? —La baronesa jadeó—. Aureliano, has perdido el juicio.

—Ella no es una esclava común.

El escándalo flotaba en el aire. El Coronel Teixeira, oliendo la desesperación, sonrió.

—Si vale tanto para usted, digamos dos millones.

—¿Es un chantaje? —explotó Aureliano.

—Son negocios.

—No habrá negociación —sentenció la baronesa—. La venta está concluida por el precio original. Coronel, llévesela.

A pesar de los gritos de Aureliano y de su lucha ciega contra el vacío, los guardias arrastraron a Eulália fuera de la habitación.

—¡Eulália! —El grito del duque fue salvaje, roto.

Ella fue subida a un carruaje mientras Aureliano caía de rodillas en su habitación, derrotado por primera vez en su vida.

Pasaron tres semanas. Aureliano se negaba a comer. La casa se sumió en un silencio sepulcral. Entonces, una noche lluviosa, llegó un mensajero empapado.

—La esclava Eulália intentó huir de la hacienda del Coronel Teixeira y fue capturada.

Aureliano se irguió.

—¿Qué le harán?

—El Coronel ordenó que sea castigada públicamente mañana al mediodía. Y luego… será marcada con hierro caliente.

Aureliano sintió que la sangre le hervía.

—Preparen un caballo. Voy para allá.

—¡Es una locura, estás ciego! —gritó su madre.

—Entonces que sea una locura. El Padre Inácio me acompañará.

El viaje fue una tortura a través del barro, pero Aureliano no se detuvo. Cuando llegaron a la hacienda de Teixeira, el sol estaba alto. En el centro del terreiro, atada a un poste, estaba Eulália. Aureliano no podía verla, pero oyó el murmullo de la multitud y la respiración contenida de ella.

—¡Paren! —Su voz cortó el aire—. ¡Paren inmediatamente!

El Coronel Teixeira rio.

—Miren, el duque ciego vino al espectáculo.

—Vine a hacer una propuesta.

—No hay negociación.

—No es una negociación —intervino el Padre Inácio, avanzando con un documento en la mano—. Es la ley. Esta mujer fue comprada con dinero de la Iglesia esta misma mañana, gracias a una donación del Duque Aureliano. Según las leyes del Imperio, ella ya no le pertenece a usted.

El silencio fue absoluto. Teixeira arrancó el papel de las manos del cura. Era legal.

—¡Maldición! —bramó el coronel—. ¡Esto es imposible!

—Eulália está libre —dijo Aureliano con una sonrisa amarga—. ¡Suéltenla!

Los guardias, dudosos, obedecieron. Eulália cayó de rodillas, pero Aureliano, guiado por el instinto, la sostuvo.

—Estoy aquí —susurró él—. Nadie nos separará.

El Coronel, ciego de ira al verse humillado, desenfundó su pistola.

—¡Si no es mía, no será de nadie!

Fue Eulália quien lo vio. Se lanzó frente a Aureliano, cubriéndolo con su cuerpo. El disparo sonó, un estruendo que paralizó el mundo. Pero la bala se perdió en la tierra; un guardia de la familia Alencur había golpeado el brazo del coronel en el último segundo.

—¡Intento de asesinato contra un Duque! —gritó el Padre Inácio mientras los guardias sometían a Teixeira.

Aureliano, temblando, recorrió el rostro de Eulália con sus manos frenéticas.

—¿Estás bien? ¿Te dio?

—Estoy bien, Aureliano —dijo ella, llamándolo por su nombre por primera vez—. Estoy bien.

Allí, en medio del polvo y ante la mirada atónita de cientos de personas, el Duque de Alencur se arrodilló.

—Eulália Moura —dijo con voz firme—. Me enseñaste que ver no depende de los ojos, sino del corazón. Cásate conmigo. No como mi sierva, sino como mi esposa.

Los murmullos estallaron. Eulália lloró, esta vez de alegría.

—Sí. Mil veces sí.

El Padre Inácio bendijo la unión allí mismo. Fue un escándalo que sacudió a la sociedad, pero a ellos no les importó.

Meses después, la felicidad trajo consigo otro milagro. Una mañana, Aureliano despertó percibiendo una luz difusa. Los médicos confirmaron lo imposible: la inflamación había cedido, su vista regresaba.

El día que recuperó la visión por completo, despertó y se giró en la cama. Allí estaba ella, durmiendo, bañada por el sol de la mañana. Su piel de ébano brillaba, y su rostro transmitía una paz infinita. Era más hermosa de lo que él había imaginado.

Ella abrió los ojos al sentir su mirada.

—¿Puedes… verme? —susurró.

—Sí —respondió él con lágrimas en los ojos—. Y eres la visión más bella de este mundo.

El Ducado de Alencur se transformó. Aureliano, marcado por su experiencia, se convirtió en un feroz abolicionista, liberando a todos sus esclavos y contratándolos como hombres libres. La propiedad prosperó como nunca antes.

Años más tarde, cuando Aureliano y Eulália, rodeados de hijos y nietos, contaban su historia, el duque siempre terminaba diciendo:

—Tuve que quedarme ciego para aprender a ver de verdad.

Y Eulália, apretando su mano, completaba:

—Y yo tuve que ser libre para descubrir que mi alma siempre lo fue.

Porque al final, no fueron los títulos ni las riquezas lo que los salvó, sino la certeza de que el amor, cuando es verdadero, no conoce cadenas, ni colores, ni imposibles.

Fin.