En aquellos días, el matrimonio no era un asunto de amor, sino de alianzas. Y las alianzas no se forjaban con sentimientos, sino con apellidos, títulos y propiedades. Las familias se sentaban a la mesa como mercaderes silenciosos, intercambiando hijas por tierras, hijos por acuerdos y afecto por estabilidad política. Casarse por amor era material de cuentos mal contados; era considerado una debilidad, un escándalo para los nobles.

En el otro extremo de esa estructura, muy por debajo del suelo que pisaba la élite, estaban los esclavizados. Legalmente considerados propiedad, sin alma a los ojos de la ley, vivían para servir y obedecer. Las grandes casas, vastas y luminosas, escondían una realidad cruel bajo sus perfumes y sedas.

Fue en este escenario donde creció el Duque Dom Lorenzo, heredero de un antiguo linaje. Su vida estaba decidida, escrita con tinta de oro en los salones de la corte. A los 12 años, fue prometido a la Condesa Beatatrice, hija de una de las familias más influyentes. Beatatrice era la prometida perfecta: de postura impecable, refinada y con una convicción interior de que todo, incluido el Duque, le pertenecía.

Pero lo que nadie veía era la inquietud en los ojos de Dom Lorenzo. Sentía que crecer en una prisión de lujo seguía siendo crecer atrapado.

Todo comenzó a cambiar un día que el Duque, buscando aire lejos de las celebraciones, se topó con un jardín oculto tras los muros del molino. Allí, donde los amos rara vez se acercaban, las manos de los esclavizados cultivaban hierbas medicinales y curaban sus dolores.

Fue allí donde vio por primera vez a Amara.

Ella estaba sentada en el suelo, acunando a un niño febril. Le cantaba en voz baja, un lamento ancestral, mientras le tocaba la frente con dedos tranquilos. Había una entrega en su gesto que desarmaba. Cuando sus ojos se levantaron y se encontraron con los del Duque, ella se puso de pie de un salto, esperando el castigo. Pero Dom Lorenzo no hizo nada. Solo la miró, y en ese instante, algo dentro de él se rompió.

Beatatrice, fría pero no distraída, sintió el cambio en su prometido. En una era donde un simple roce entre castas era prohibido y una mirada mal interpretada condenaba una vida, la curiosidad de un amo hacia una esclava era una vergüenza que se lavaba con sangre.

Amara también sintió el peligro. Sobre su hombro derecho, la cicatriz de un hierro candente le recordaba el crimen de haber sostenido la mirada de un capataz. Desde entonces, había aprendido a observar el mundo con una lucidez silenciosa. Sabía que ahora estaba en el centro de un campo minado.

La actividad en la gran casa se intensificó. Se acercaba el baile de primavera, la noche del anuncio oficial del compromiso entre el Duque Lorenzo y la Condesa Beatatrice. Los salones brillaban, la música sonaba y los nobles bailaban, ignorando que todo estaba a punto de desmoronarse.

El fuego no llegó con un rugido. Empezó tímido, en una lámpara de aceite colocada demasiado cerca de las cortinas de lino. El humo llegó primero a los sirvientes, luego el pánico.

Los gritos estallaron. Damas pisoteando sus propios vestidos, hombres gritando. Beatatrice, impecable hasta el último segundo, fue de las primeras en huir, empujando a los sirvientes sin mirar atrás.

Pero Lorenzo no pudo salir. Había regresado para proteger a un niño que lloraba encerrado en un baño. Logró romper la cerradura y sacar al niño, pero antes de llegar al pasillo, el humo lo venció. Cayó inconsciente al suelo.

Amara estaba fuera, pero el olor a urgencia la hizo correr hacia el caos. Vio el salón de baile y, entre los muebles en llamas y el techo cayendo, vio un cuerpo abandonado. Era él.

Sin dudarlo, Amara entró en el fuego. Descalza, cubierta de hollín, cruzó el pasillo mientras las brasas quemaban sus pies y el humo le abrasaba los pulmones. Lo agarró por los hombros y tiró de él con una fuerza que no sabía que tenía, arrastrándolo hacia la veranda. Justo cuando llegaban a la entrada, el techo del salón se desplomó detrás de ellos.

La multitud observaba en shock. En el suelo, el Duque, con la cabeza en el regazo de una esclava. Los susurros comenzaron de inmediato. No importaba que ella hubiera salvado una vida; importaba que lo había tocado. “Brujería”, decían. “Hechicería de los barracones”.

Días después, en la enfermería improvisada, Lorenzo despertó. Débil y febril, preguntó por una sola persona, y no era Beatatrice. Pidió ver a Amara. “Le debo la vida”, dijo con voz ronca.

Beatatrice, con su reputación en ruinas y la humillación ardiendo en su piel, ordenó que Amara fuera encerrada en los barracones. Pero cuando el Duque se enteró, la hizo traer de vuelta, no a los cuartos de servicio, sino a la casa principal. Ordenó que se le preparara una habitación y la nombró curandera de la casa.

La ira de Beatatrice se convirtió en veneno. Pagó a un esclavo de confianza para que envenenara el agua que Amara solía beber. El plan era simple: una fiebre que parecería natural. Pero el destino intervino. Esa mañana, la jarra fue cambiada y el agua envenenada fue llevada a la habitación de Dom Lorenzo.

Horas después, el Duque enfermó gravemente. El médico del pueblo murmuró: “Veneno”. Esa misma noche, un sirviente anciano que vio el intercambio de jarras desapareció, no sin antes dejar una marca de carbón en el jardín que Amara reconoció: la señal de peligro de su madre.

Semanas después, Lorenzo escuchó a Beatatrice hablando con una amiga. Se reía, hablando de “limpiar la casa” y de cómo “ciertas razas” debían saber su lugar. Esa noche, durante la cena con la familia de la Condesa, Lorenzo hizo lo impensable. Con voz clara, rehusó oficialmente la mano de Beatatrice.

La casa dormía, pero Lorenzo no encontraba descanso. Caminó por el jardín y la encontró. Amara estaba sentada en la tierra, mirando a las estrellas. El sonido de sus pasos la alertó y ella se levantó, temerosa. Él se acercó, y hablaron no como amo y esclava, sino como dos personas bajo el mismo cielo.

Cuando ella intentó retirarse, él le tocó el brazo. No hubo fuerza, solo contacto. Sus ojos se encontraron. No era gratitud. Era deseo.

Poco después, una medianoche tormentosa, el Duque cayó enfermo de nuevo, esta vez con una fiebre real. Llamaron a Amara. Ella entró, preparó infusiones y se sentó a su lado. Cuando su respiración se estabilizó, sus dedos se rozaron. Él levantó la mano y le tocó la cara. El beso fue rápido, intenso y prohibido.

Pero alguien los vio. Beatatrice, obsesionada, había pagado a un capataz para que vigilara a Amara. El hombre informó de lo que vio: un toque, un gesto, demasiado tiempo bajo el mismo techo.

Beatatrice reunió a dos señores locales e hizo la acusación formal: seducción deliberada de un noble, perturbación del orden. El castigo exigido era la expulsión inmediata o los latigazos en la plaza.

Cuando Dom Lorenzo se enteró, supo que el tiempo se había acabado.

Esperó a que la medianoche se asentara. Se vistió, escondiendo una bolsa de cuero con monedas y dos capas bajo su camisa. Ensilló el caballo más silencioso.

Se acercó a los barracones sin hacer ruido. Adentro, una sombra se movió. Era Amara. Ella emergió, descalza, con los ojos muy abiertos. Él no dio órdenes. Solo preguntó con urgencia: “¿Confías en mí?”.

Amara asintió.

“Ven conmigo”, dijo él, tirando de ella por el brazo. Corrieron por detrás de la capilla, montaron el caballo y se lanzaron a la noche. Ella se sentó detrás, abrazada a su cintura, temblando no de frío, sino por el salto a la oscuridad.

Un relámpago iluminó un cruce de caminos. Lorenzo giró el caballo hacia el sendero derecho, el más denso y oculto.

Cabalgaron hasta el amanecer, con el sonido de los cascos del caballo ahogado por el barro. Cuando el sol comenzó a teñir el cielo de gris, oyeron el eco distante de los perros y los gritos de una partida de caza. Beatatrice y los terratenientes no permitirían que la deshonra quedara impune.

Llegaron a un río ancho y caudaloso. La persecución estaba cerca. “¡Suéltame!”, gritó Amara. “Te alcanzarán por mi culpa”.

Lorenzo la ignoró. Espoleó al caballo hacia el agua tumultuosa. El animal luchó contra la corriente mientras los perseguidores llegaban a la orilla, gritando maldiciones, pero incapaces de seguirlos. El caballo, exhausto, los llevó a la otra orilla antes de desplomarse.

Abandonaron al animal y corrieron. Viajaron durante días a pie, escondiéndose en los bosques, usando las pocas monedas para comprar pan y silencio a los campesinos.

Semanas después, sucios, hambrientos pero vivos, llegaron a una ciudad portuaria a cientos de millas de distancia. Eran solo dos rostros más entre la multitud. Lorenzo vendió su anillo ducal, su última conexión con su antigua vida, por una pequeña fortuna.

Compraron pasaje en un barco mercante que zarpaba hacia un continente diferente, un lugar donde los títulos no significaban nada y los apellidos no eran cadenas.

Mientras el barco se alejaba del muelle, se quedaron en la cubierta, mirando cómo la tierra que los había visto nacer y sufrir desaparecía en la niebla. Él ya no era un Duque; ella ya no era una esclava. Por primera vez en sus vidas, eran simplemente Lorenzo y Amara. Y mientras el viento salado del océano golpeaba sus rostros, se tomaron de la mano, libres.