La niebla del amanecer se arrastraba entre los cañaverales de la hacienda San Miguel de las Cruces en el valle de Orizaba, Veracruz, mientras el año de 1752 comenzaba con presagios que nadie supo interpretar. Don Rafael de Mendoza y Solís, propietario de aquellas tierras que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, observaba desde el balcón de su residencia cómo los esclavos iniciaban su jornada bajo el látigo del capataz. A sus años, don Rafael era un hombre de complexión robusta, rostro curtido por el sol tropical y ojos grises que parecían calcular el valor de cada cosa y cada persona. Había heredado aquella propiedad de su padre, quien a su vez la había arrebatado a una familia indígena mediante documentos falsificados y amenazas.

La fortuna de los Mendoza se había construido sobre el sufrimiento ajeno y don Rafael no conocía otra forma de existir. Su esposa, doña Catalina de Sárate, apenas había cumplido 21 años cuando contrajo matrimonio con él hace 3 años. Bella como una aparición, con cabello negro como el azabache y piel de porcelana que contrastaba con el clima brutal de la región. Catalina había sido entregada por su familia noble, pero empobrecida de la Ciudad de México como moneda de cambio para saldar deudas. Desde el primer día comprendió que su matrimonio no era más que una transacción comercial. Don Rafael la trataba con la misma indiferencia con la que observaba sus cultivos. Era una posesión más destinada a darle herederos y mantener las apariencias en la sociedad criolla de Orizaba.

La llegada de Tomás a la hacienda había ocurrido dos meses atrás, en noviembre de 1751. Era un hombre de 32 años, de piel oscura y complexión atlética, con cicatrices en la espalda que contaban historias de castigos previos en otras propiedades. Lo habían comprado en el mercado de esclavos de Veracruz Puerto, junto con otros seis africanos recién llegados en un barco negrero portugués. Pero Tomás era diferente. Había algo en su mirada, una inteligencia penetrante y una dignidad inquebrantable que irritaba profundamente a don Rafael. A diferencia de los demás esclavos que mantenían la cabeza gacha, Tomás miraba directamente a los ojos como si se negara a aceptar su condición de propiedad.

Durante las primeras semanas, don Rafael intentó quebrar ese espíritu mediante castigos cada vez más severos. Lo hacía trabajar jornadas dobles bajo el sol implacable, le reducía las raciones de comida. Ordenaba al capataz que lo golpeara por las infracciones más mínimas, pero nada funcionaba. Tomás soportaba todo con una entereza que rayaba en lo sobrenatural y eso enfurecía al hacendado más que cualquier acto de rebeldía abierta. Era como si aquel hombre se negara a entregarle su alma. Y don Rafael, acostumbrado a poseer todo lo que deseaba, no podía tolerarlo.

Una noche de diciembre, después de una cena regada con abundante brandy importado de España, don Rafael tuvo una idea que consideró brillante en su mente, embotada por el alcohol. Si no podía quebrar el espíritu de aquel esclavo mediante el castigo físico, lo haría mediante la humillación. Y qué mejor manera de humillar a un hombre que obligarlo a presenciar la degradación de otro, especialmente si ese otro era la esposa del amo. En la retorcida lógica de don Rafael, forzar a Tomás a servir a Catalina en las tareas más íntimas y domésticas, convirtiéndolo en una especie de sirviente personal de su esposa, sería la máxima demostración de su poder absoluto sobre ambos.

Al día siguiente, don Rafael convocó a Catalina a su despacho. La habitación olía a tabaco de pipa y a los libros de contabilidad que registraban cada ingreso y gasto de la hacienda. Ella entró con la cabeza alta, como siempre lo hacía, manteniendo esa dignidad aristocrática que había heredado de su linaje, aunque su familia hubiera caído en desgracia. Don Rafael estaba sentado detrás de su enorme escritorio de Caoba con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos fríos.

“Catalina”, comenzó sin preámbulos. “He decidido asignarte un sirviente personal. El esclavo Tomás estará a tu disposición exclusiva a partir de mañana. Deberá atender todas tus necesidades, acompañarte en tus paseos por la hacienda, servirte las comidas, preparar tu baño, ayudarte a vestir, todo lo que requieras.”

Catalina sintió un escalofrío recorrer su espalda. Conocía a su marido lo suficiente para saber que aquello no era un gesto de generosidad. “No necesito un sirviente personal, Rafael. Las criadas de la casa son más que suficientes.”

“No estoy pidiendo tu opinión”, cortó él con frialdad. “Es una decisión tomada. Tomás comenzará mañana mismo y quiero que lo mantengas ocupado, que le des órdenes constantemente. Quiero verlo humillado, sometido, sirviendo a una mujer. Eso le enseñará su lugar en esta hacienda.”

Esa noche, Catalina apenas pudo dormir. Comprendía perfectamente las intenciones de su esposo. Aquello no tenía nada que ver con ella. Era un castigo diseñado para quebrar al esclavo que se había atrevido a mantener su dignidad. Y ella sería el instrumento de esa tortura psicológica. La rabia y la impotencia la consumían, pero sabía que oponerse abiertamente a don Rafael solo empeoraría las cosas. Su marido era capaz de crueldades inimaginables cuando se sentía desafiado.

La mañana siguiente amaneció con una lluvia torrencial típica de la región. El agua golpeaba los techos de Teja con furia y el viento hacía crujir las ventanas de madera. Catalina se levantó temprano y se preparó para el desayuno en el comedor principal, donde ya la esperaba don Rafael con su habitual expresión de satisfacción cruel. Momentos después, la puerta se abrió y entró Tomás, escoltado por el capataz. Era la primera vez que Catalina lo veía de cerca. A pesar de las marcas de los castigos y la ropa raída de esclavo, había algo imponente en su presencia. Sus ojos, cuando se cruzaron brevemente con los de ella, contenían una mezcla de comprensión y determinación que la sorprendió. No había súplica ni resentimiento, solo una aceptación de la situación que paradójicamente emanaba fortaleza.

“Tomás”, dijo don Rafael con voz autoritaria, “a partir de ahora servirás exclusivamente a mi esposa. Obedecerás cada una de sus órdenes sin cuestionamiento. ¿Comprendes?”

“Sí, amo”, respondió Tomás con voz grave y pausada, sin rastro de sumisión genuina en el tono.

“Catalina, dale tu primera orden”, instó don Rafael reclinándose en su silla con aire expectante.

Catalina sintió las miradas de ambos hombres sobre ella. Por un momento consideró negarse, pero sabía que eso solo desataría la ira de su marido. “Sirve el chocolate caliente”, dijo finalmente con voz apenas audible. Tomás se acercó a la mesita lateral donde esperaba la jarra de porcelana con el chocolate humeante. Sus movimientos eran precisos y dignos, como si estuviera ejecutando una tarea elegida libremente y no una orden impuesta. Vertió el líquido oscuro en la taza de Catalina con cuidado, sin derramar una sola gota. Cuando le acercó la taza, sus dedos rozaron brevemente los de ella y Catalina sintió un estremecimiento que no supo interpretar.

Los días siguientes establecieron una rutina inquietante. Tomás acompañaba a Catalina en todas sus actividades dentro de la residencia principal. La seguía como una sombra silenciosa mientras ella bordaba en la sala, leía en la biblioteca o supervisaba a las cocineras. Don Rafael observaba constantemente esperando ver signos de humillación en el esclavo o de incomodidad en su esposa, pero lo que encontraba lo frustraba profundamente. Tomás cumplía cada orden con la misma dignidad imperturbable, como si estuviera participando en un ritual cuyo significado solo él comprendía. Y Catalina, inicialmente tensa y avergonzada, comenzó a percibir algo inesperado. En los breves momentos en que don Rafael no estaba presente, cuando Tomás le alcanzaba un libro o le servía el té, sus miradas se encontraban y en ellas había un entendimiento tácito. Ambos eran prisioneros, cada uno a su manera. Ambos habían sido reducidos a objetos por el mismo hombre cruel.

Una tarde de enero, mientras Catalina intentaba leer en el jardín interior de la casa solariega, protegido del sol abrasador por un toldo de lona, Tomás permanecía de pie a pocos metros, inmóvil como una estatua. El calor era sofocante y ella notó el sudor que perlaba la frente del hombre. Sin pensarlo mucho, le hizo un gesto para que se sentara en el banco de piedra cercano.

“El amo no permitiría que me sentara en su presencia, señora”, dijo Tomás con voz baja.

“El amo no está aquí”, respondió ella, sorprendiéndose de su propia audacia. “Y te ordeno que te sientes. El calor es insoportable.”

Tomás dudó un momento antes de obedecer. Se sentó en el borde del banco, manteniendo la espalda recta. Durante varios minutos, ninguno habló. Solo se escuchaba el zumbido de los insectos y el lejano sonido de los trabajadores en los campos de caña.

“¿De dónde eres?”, preguntó finalmente Catalina, rompiendo el silencio.

“De un lugar muy lejano, señora, al otro lado del gran océano, de una tierra donde el cielo es más alto y las estrellas brillan diferente.”

“¿Tienes familia?”

Los ojos de Tomás se oscurecieron. “Tenía una esposa y dos hijos. Los vendieron a diferentes amos cuando nos capturaron. No sé si aún viven.”

Catalina sintió una punzada de dolor en el pecho. “Lo siento”, susurró.

“No tiene por qué disculparse, señora. Usted no es responsable de mi destino, aunque sirva como instrumento de mi castigo actual.”

La franqueza de sus palabras la impactó. “Yo tampoco elegí esto”, admitió ella bajando la voz. “Soy tan prisionera como tú.”

Tomás la miró entonces con una intensidad que la hizo estremecer. “Lo sé, señora. Veo las cadenas que no se ven. Las suyas son de oro, pero siguen siendo cadenas.”

Ese fue el inicio de algo que ninguno de ellos podría haber anticipado. En las semanas siguientes, durante los momentos robados, cuando don Rafael estaba ocupado supervisando los campos o atendiendo negocios en el pueblo, Catalina y Tomás comenzaron a conversar. Al principio eran intercambios breves y cautelosos, pero gradualmente se volvieron más profundos. Ella le contó sobre su infancia en la Ciudad de México, sobre su familia noble venida a menos, sobre cómo había sido vendida en matrimonio como una mercancía para salvar el honor de su apellido. Él le habló de su tierra natal, de las costumbres de su pueblo, de la filosofía de vida que lo mantenía entero a pesar de los horrores que había sufrido. Catalina descubrió que Tomás era un hombre extraordinariamente culto para alguien en su posición. Antes de ser capturado, había sido un líder respetado en su comunidad, un hombre que mediaba disputas y enseñaba a los jóvenes. Tenía una forma de ver el mundo que la fascinaba, una sabiduría que contrastaba brutalmente con la ignorancia brutal de su esposo y sus asociados criollos.

Don Rafael, mientras tanto, comenzaba a inquietarse. Su plan no estaba funcionando como esperaba. Tomás no mostraba signos de quebrantamiento y Catalina parecía más serena que nunca, lo cual lo desconcertaba. Decidió entonces incrementar la crueldad de sus órdenes, diseñando situaciones cada vez más degradantes.

“Catalina”, le dijo una noche durante la cena con esa sonrisa torcida que ella había aprendido a temer. “Mañana ordenarás a Tomás que te lave los pies. Quiero que se arrodille ante ti y realice esa tarea como lo haría el más bajo de los sirvientes.”

Ella sintió náuseas. “Rafael, eso es innecesario. Las criadas pueden…”

“¿Estás cuestionando mis órdenes?” Su voz se tornó peligrosa. “¿O acaso te has encariñado con ese animal?”

“Por supuesto que no”, mintió ella, sintiendo el miedo trepar por su garganta. “Lo haré como ordenas.”

Esa noche Catalina lloró por primera vez en meses. Se sentía atrapada en una pesadilla de la que no había escape. Al día siguiente, cuando llegó el momento, ella y Tomás se encontraron solos en la habitación privada de ella. Don Rafael había salido a supervisar la llegada de un cargamento, pero había dejado instrucciones explícitas de que la tarea debía cumplirse.

“Lo siento”, susurró Catalina mientras Tomás preparaba el agua en la palangana de cobre. “No quiero hacerte esto.”

“No se disculpe, señora”, respondió él con calma. “Comprendo perfectamente quién es el verdadero enemigo aquí.”

Cuando Tomás se arrodilló frente a ella y tomó suavemente su pie para lavarlo, algo cambió irrevocablemente entre ellos. No era un acto de humillación, sino de conexión humana profunda. En ese gesto forzado por la crueldad encontraron paradójicamente un momento de ternura genuina. Los dedos de Tomás eran cuidadosos, y Catalina sintió lágrimas rodar por sus mejillas.

“No llore”, murmuró él. “Las lágrimas le dan poder sobre nosotros.”

“¿Cómo puedes mantener tu dignidad después de todo?”, preguntó ella.

“Porque mi dignidad no depende de lo que me hagan, sino de quién soy en mi interior. Pueden esclavizar mi cuerpo, pero mi espíritu permanece libre. Esa es una lección que mi padre me enseñó cuando era niño y que don Rafael nunca comprenderá.”

En los meses siguientes, la relación entre Catalina y Tomás evolucionó de manera que ninguno de ellos había imaginado. Lo que comenzó como comprensión mutua se transformó gradualmente en algo más profundo. No era simplemente atracción física, aunque eso también existía innegablemente. Era un reconocimiento de almas gemelas atrapadas en circunstancias imposibles. Dos seres humanos que se habían encontrado en medio del infierno y que se aferraban el uno al otro como única fuente de humanidad en un mundo de crueldad.

Las conversaciones se volvieron más íntimas, las miradas más prolongadas. En ocasiones, cuando Tomás le alcanzaba algo, sus manos se tocaban y permanecían unidas unos segundos más de lo necesario. Catalina vivía para esos momentos robados.

Don Rafael, sin embargo, no era un tonto. Su instinto de depredador lo alertaba de que algo estaba cambiando. Comenzó a espiarlos, a entrar repentinamente en habitaciones, esperando sorprenderlos en alguna transgresión. Pero nunca encontraba nada explícito, solo dos personas cumpliendo el ritual de amo y sirviente que él mismo había impuesto.

Una noche de abril, cuando la luna llena iluminaba el valle con luz plateada, don Rafael regresó borracho de una celebración en la hacienda vecina. Irrumpió en la habitación de Catalina sin avisar y la encontró despierta, leyendo a la luz de una vela. Tomás, como era su obligación, dormía en el pasillo exterior, en un petate sobre el suelo de piedra fría.

“Levántate”, ordenó don Rafael a su esposa con voz pastosa. “Quiero que demuestres tu poder sobre ese esclavo ahora.”

“Rafael, es medianoche, mañana…”

“¡Ahora!”, rugió él, y ella supo que era inútil resistirse. Don Rafael arrastró a Tomás al interior de la habitación. El esclavo se puso de pie inmediatamente, alerta ante el peligro. El hacendado sacó su látigo.

“Catalina”, dijo con malicia, “ordénale que se quite la camisa y se arrodille. Luego tú misma le darás 10 latigazos. Quiero ver si realmente eres la ama o si te has vuelto débil.”

El silencio que siguió fue ensordecedor. Catalina miró a Tomás y vio en sus ojos una calma absoluta, como si ya hubiera aceptado su destino. Pero también vio algo más, una confianza en ella.

“No”, dijo Catalina con voz firme, sorprendiéndose a sí misma. “No lo haré.”

El rostro de don Rafael se tornó púrpura de rabia. “¿Qué has dicho?”

“He dicho que no”, repitió ella poniéndose de pie y enfrentándolo. “Ya basta, Rafael. Este juego cruel tuyo termina aquí. No azotaré a este hombre para satisfacer tu necesidad enfermiza de demostrar poder.”

Don Rafael levantó el brazo como si fuera a golpearla, pero algo en la mirada de Catalina lo detuvo. Era una mirada que él no había visto antes, desafiante, furiosa, liberada.

“Eres una desgraciada”, siseó entre dientes. “Te has enamorado de este animal, ¿verdad? Lo sabía.”

“Si me he enamorado o no, es irrelevante”, respondió Catalina con una calma que no sentía. “Lo que importa es que no seré cómplice de tu sadismo ni un minuto más. Haz conmigo lo que quieras. Pero no tocaré a Tomás.”

La furia de don Rafael explotó entonces como un volcán. Azotó a Tomás brutalmente mientras Catalina gritaba y trataba de detenerlo. Los golpes llovían sin piedad sobre la espalda del esclavo que permaneció en silencio absoluto, negándole a su torturador la satisfacción de escucharlo gritar. Cuando finalmente don Rafael se cansó, Tomás estaba sangrando y apenas consciente en el suelo.

“¡Llévenlo de aquí!”, ordenó don Rafael a los criados que habían acudido por el escándalo. “Enciérrenlo en el sótano. Y tú”, se volvió hacia Catalina, “no saldrás de esta habitación hasta que aprendas tu lugar.”

La puerta se cerró con llave, dejando a Catalina prisionera. Sabía que había cruzado una línea de la que no había retorno, pero en su corazón, por primera vez en años, sentía algo parecido a la paz.

Durante dos días, Catalina permaneció encerrada. No tenía noticias de Tomás y la angustia la consumía. El tercer día la puerta se abrió. Era su marido.

“He tomado una decisión”, anunció. “Ese esclavo será vendido. He encontrado un comprador en las minas de Guanajuato. Partirá mañana al amanecer y tú te quedarás aquí cumpliendo tu deber como esposa.”

Catalina sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Las minas de Guanajuato eran una sentencia de muerte.

“No puedes hacer eso”, susurró.

“Puedo y lo haré”, replicó don Rafael con frialdad. “Una vez que se vaya, volverás a ser la esposa sumisa que necesito.”

Esa noche, Catalina no durmió. Hacia las 3 de la madrugada tomó una decisión. Se levantó silenciosamente y revisó su joyero. Tomó todas las piezas de valor, se puso su vestido más sencillo y esperó. Cuando escuchó los primeros sonidos del amanecer, actuó.

Se deslizó hasta el establo justo cuando el carretero terminaba de enganchar los caballos.

“Señora”, dijo el hombre sobresaltado. “El amo dijo que no debía…”

“Toma esto”, interrumpió ella entregándole un collar de esmeraldas que valía más de lo que él ganaría en toda su vida. “Desata al prisionero y llévate la carreta vacía. Di que fue atacada por bandidos en el camino. Con esto puedes huir lejos.”

El carretero miró las joyas, luego a Catalina, luego a Tomás encadenado. La codicia ganó. Asintió, tomó las llaves y liberó a Tomás.

Tomás se puso de pie trabajosamente. “¿Qué has hecho?”, preguntó con voz ronca.

“Salvarte”, respondió Catalina, “y salvarme a mí misma. Nos vamos. Ambos nos vamos.”

“¿A dónde? Soy un esclavo fugitivo. Nos perseguirán.”

“Conozco un lugar”, dijo ella con determinación. “Mi tía materna vive en un convento en Oaxaca. Nos puede ayudar a llegar al puerto de Acapulco.”

“¿Y de ahí, qué? ¿Crees que podemos huir juntos? Una mujer criolla y un esclavo africano…”

“Entonces moriremos intentándolo”, respondió Catalina con fiereza. “Prefiero morir libre contigo que vivir un día más como prisionera de ese monstruo.”

Tomás la miró intensamente. “Está bien”, dijo finalmente. “Pero si nos atrapan, jura que dirás que te obligué, que te secuestré.”

“No juraré algo que no pienso cumplir”, respondió ella. “Ahora cállate y ayúdame a buscar caballos.”

Robaron dos caballos, provisiones y mantas. Cuando el sol comenzaba a asomar por el horizonte, cabalgaban hacia el sur.

La fuga duró tres semanas. Viajaban de noche y se escondían de día, evitando los caminos principales. Catalina se vestía de campesina; Tomás se presentaba como su esposo, un trabajador libre mulato. Durante esas semanas se conocieron realmente, no como señora y esclavo, sino como Catalina y Tomás. Compartieron sus miedos, sus sueños, sus historias. Una noche, acampando en un claro del bosque cerca de Tehuacán, finalmente se permitieron lo que ambos habían deseado y se abrazaron bajo las estrellas, encontrando un hogar el uno en el otro.

“Si llegamos a Oaxaca”, dijo Tomás, “¿qué haremos después?”

“Mi tía puede ayudarnos a conseguir documentos falsos”, respondió ella. “Podemos llegar a Acapulco y tomar un barco. Hay colonias españolas en las Filipinas, en el Perú, lugares donde nadie nos conoce.”

“¿Y dejarías todo, tu título, tu posición, tu familia?”

“Ya lo he dejado todo”, respondió ella con simplicidad. “El momento en que dije ‘no’ a Rafael, dejé de ser la mujer que fui.”

Pero el destino, cruel como siempre, tenía otros planes. A solo dos días de llegar a Oaxaca, mientras cruzaban un pueblo llamado San Andrés, fueron reconocidos. Un viajero que había visitado la hacienda San Miguel meses atrás identificó a Catalina. Alertó al alcalde y para el atardecer estaban capturados.

Los encerraron en celdas separadas.

“Tomás”, llamó ella en voz baja. “¿Me escuchas?”

“Sí.”

“No me arrepiento de nada.”

“Yo tampoco. Si pudiera volver atrás, lo haría todo de nuevo.”

“Yo también, Catalina, yo también.”

Esa fue la última conversación real que tuvieron. Al día siguiente llegó don Rafael con un contingente de hombres armados. Ordenó que los prepararan para el regreso. Durante el viaje de vuelta, Catalina fue en una carreta cerrada, mientras Tomás era arrastrado encadenado detrás, a pie.

Cuando llegaron a la hacienda era de noche. Don Rafael ordenó que encerraran a Tomás en el sótano y que llevaran a Catalina a su habitación. Esa noche don Rafael entró, extrañamente calmado.

“Mañana”, anunció con voz fría, “ejecutaré públicamente a ese esclavo. Lo haré azotar hasta la muerte en el patio principal, frente a todos. Será una lección. Y tú lo verás todo desde el balcón. Te obligaré a presenciar cada momento.”

Catalina sintió que la sangre se le helaba. “No”, susurró. “Por favor, Rafael, mátame a mí, pero déjalo vivir.”

“¿Matarte?”, rió él sin humor. “Oh no, querida esposa. Vivirás sabiendo que tu amante murió por tu culpa, por tu estúpida rebelión. Cada día de tu vida recordarás que lo mataste.”

Después de que don Rafael se fue, Catalina se derrumbó. Lloró hasta que no le quedaron más lágrimas. Pero en su desesperación, recordó algo. Semanas atrás, una criada indígena llamada María le había contado sobre las plantas venenosas que crecían en los márgenes de los cañaverales. La Adelfa, había dicho María, es bella, pero mortal. Una infusión de sus hojas puede matar a un hombre en horas y parece un paro del corazón.

Una idea terrible y hermosa comenzó a formarse en su mente. Si no podía salvar a Tomás del destino, al menos podía salvarlo del sufrimiento.

Esperó hasta pasada la medianoche. Se deslizó por los pasillos hasta las cocinas. Sabía dónde guardaban las llaves del sótano. Las tomó con manos temblorosas y bajó las escaleras de piedra. Tomás estaba encadenado a la pared, sus heridas sin tratar.

“No deberías estar aquí”, dijo con voz ronca.

“Ya no importa”, respondió ella, arrodillándose frente a él. De su bolsillo sacó dos tazas de porcelana y una pequeña botella. “He traído algo, una infusión especial.”

Tomás miró la botella y luego a Catalina. En sus ojos había comprensión inmediata. “¿Veneno?”, dijo.

“Veneno”, confirmó ella. “Para ambos. Una muerte rápida y sin dolor. Juntos.”

“Catalina, no. Tú puedes sobrevivir…”

“¿Sobrevivir qué? ¿Una vida como esclava de ese monstruo? No. Si no puedo vivir libre contigo, entonces elegiré morir libre contigo.”

Las lágrimas rodaban por el rostro de Tomás. “Eres la mujer más valiente que he conocido.”

“Y tú, el hombre más noble”, respondió ella, vertiendo el líquido en ambas tazas. “En otra vida, en otro mundo, podríamos haber sido felices.”

“Ya lo fuimos”, dijo él suavemente. “Durante esas tres semanas en el camino, fui más feliz de lo que jamás soñé ser posible.”

Catalina liberó las cadenas de Tomás con las llaves robadas. Él se frotó las muñecas lastimadas y luego tomó su mano. Se sentaron juntos en el suelo frío del sótano.

“A la cuenta de tres”, dijo Catalina. “Uno… dos…”

“Espera”, interrumpió Tomás. “Quiero decirte algo primero. Te amo, Catalina. Te he amado desde el momento en que te negaste a azotarme. En mi lengua natal hay una palabra para el tipo de amor que siento por ti. Significa ‘alma que camina junto a mi alma’. Eso eres para mí.”

“Y tú para mí”, susurró ella. “Te amo más allá de la razón. Me mostraste lo que significa ser libre, incluso encadenado.”

Se besaron entonces, un beso dulce y triste que sabía a despedida y a promesa. Luego, aún tomados de la mano, levantaron las tazas.

“Juntos”, dijo Catalina.

“Juntos”, repitió Tomás.

Bebieron. El veneno actuó rápido. Sintieron entumecimiento, dificultad para respirar, frío extremo, pero no soltaron sus manos.

“No tengo miedo”, murmuró Catalina mientras la oscuridad comenzaba a envolverla.

“Yo tampoco”, respondió Tomás con voz débil, “porque estoy contigo.”

Fueron las últimas palabras que intercambiaron.

Cuando el sol amaneció sobre la hacienda San Miguel de las Cruces, los guardias encontraron sus cuerpos en el sótano, aún tomados de la mano, con expresiones serenas en sus rostros. Habían muerto como habían elegido vivir en sus últimos días: juntos, libres, desafiantes hasta el final.

Don Rafael entró en una furia apocalíptica cuando descubrió lo sucedido. Había sido privado de su venganza, de su demostración de poder. Catalina le había dado la espalda una última vez, eligiendo la muerte con su amante sobre la vida con él. Era la máxima humillación. Ordenó que los cuerpos fueran enterrados en fosas separadas, sin ceremonia, en los márgenes de la propiedad. Prohibió que se mencionaran sus nombres bajo pena de castigo.

Pero no pudo borrar su historia. Las criadas y los esclavos de la hacienda, testigos silenciosos del drama, comenzaron a contar la historia en susurros, transmitiéndola de generación en generación. La historia de una mujer noble que eligió el amor por sobre el privilegio y de un hombre esclavizado que mantuvo su dignidad hasta el final. La historia de dos almas que prefirieron morir juntas antes que vivir separadas.

Don Rafael nunca se recuperó realmente del golpe a su orgullo. Se volvió más amargado, más cruel, más errático en sus decisiones. La hacienda comenzó a declinar. Los trabajadores huían cuando podían y las cosechas se perdían. Don Rafael murió años después, solo y consumido por su propio veneno, y la hacienda San Miguel de las Cruces cayó lentamente en la ruina. Pero la leyenda de Catalina y Tomás, el “alma que camina junto al alma”, sobrevivió, susurrada en el viento que aún barre los cañaverales.