El conductor que recogió a una mujer bajo la lluvia… y ella desapareció del asiento trasero
El cielo se estaba cayendo a pedazos. No era una lluvia cualquiera, era un diluvio bíblico de esos que borran el camino y hacen que el mundo se reduzca al pequeño círculo de luz temblorosa que proyectan los faros de un Tsuru maltrecho. Julián apretaba el volante con los nudillos blancos. Llevaba más de diez horas manejando, trayendo una mercancía desde Querétaro, y sus ojos ardían por el cansancio y el humo del cigarro que se consumía en el cenicero. Lo único que quería era llegar a su casa en Toluca, besar a su hija Sofía y desplomarse en la cama.
Estaba cruzando La Pera. Esa curva infame en la vieja carretera a México, un verdadero matadero de autos y camiones, famosa por su niebla traicionera y las cruces que salpicaban la orilla como una cosecha macabra. Esa noche, con la tormenta, era la boca misma del lobo. El limpiaparabrisas chillaba una protesta inútil contra el torrente de agua, y el viejo Tsuru se sentía como una cáscara de nuez en medio del océano.
Fue entonces cuando la vio.
Al principio pensó que era una ilusión óptica, un juego de la lluvia en el parabrisas. Pero no. De pie, a un lado de la carretera, justo en el punto más peligroso de la curva, había una figura. Una mujer.
—¡Híjole, qué irresponsabilidad! —masculló Julián para sí mismo.
Su primer instinto, el de cualquier conductor curtido por miles de kilómetros de carreteras peligrosas, fue seguir de largo. Podía ser una trampa, un señuelo para un asalto. Era el pan de cada día en esas rutas olvidadas por Dios. Pero al pasar a su lado, la luz de los faros la iluminó por completo y algo en su interior se retorció.
Estaba empapada, temblando visiblemente. Llevaba un vestido blanco, de un estilo algo anticuado, ahora pegado a su cuerpo delgado como una segunda piel. No hacía señas, no gritaba. Simplemente estaba ahí, de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, mirando la negrura de la barranca como si esperara algo. O a alguien.
Julián maldijo entre dientes. Pensó en su esposa, en cómo le diría que no se arriesgara. Pensó en su hija Sofía, y de repente, la idea de dejar a una mujer sola en medio de esa tormenta le pareció monstruosa.

“Cinco minutos, no más”, se dijo. Frenó con un rechinido, metió reversa y se detuvo a su lado. Bajó la ventanilla del copiloto y el estruendo de la lluvia llenó el auto.
—¡Señorita! ¿Está bien? ¡Súbase, es peligrosísimo estar aquí!
Ella se giró lentamente. Su rostro era pálido, casi translúcido bajo la luz amarillenta del interior del coche. Era joven, hermosa de una manera trágica, con unos ojos enormes y oscuros que parecían contener toda la tristeza del mundo. El agua le escurría por el cabello negro, pegado a sus mejillas.
No dijo nada. Solo asintió y caminó hacia la puerta trasera. La abrió con una lentitud exasperante y se deslizó en el asiento. El olor a tierra mojada y a flores, un aroma extraño y dulce como el de los cempasúchiles en noviembre, inundó el habitáculo.
—Gracias —susurró. Su voz era apenas un soplo, tan débil que Julián dudó haberla oído.
—No hay de qué. ¿A dónde la llevo? No hay nada en kilómetros a la redonda.
—A casa —dijo ella—. En San Mateo. Calle Olvido, número 13. Pasando el panteón viejo.
Julián sintió un escalofrío. La Calle Olvido. Vaya nombrecito. Y justo al lado del cementerio. Pero bueno, cada pueblo tenía sus rarezas. Puso el coche en marcha, avanzando con una cautela extrema.
—Con esta lluvia, casi no se ve nada. Tuvo suerte de que pasara. ¿Qué hacía ahí parada, si se puede saber?
Silencio. Julián miró por el espejo retrovisor. Ella estaba sentada perfectamente erguida, con las manos sobre su regazo, mirando por la ventanilla la cortina de agua. No parecía tener frío, a pesar de estar empapada.
—¿Se le descompuso el coche? —insistió Julián, incómodo con el silencio.
—Algo así —respondió ella—. Dejó de funcionar. De repente. Justo ahí.
Su tono era plano, sin emoción. La radio, que hasta entonces solo emitía estática, de pronto cobró vida. Una canción vieja, una de esas baladas de los años setenta que su padre solía escuchar, llenó el coche. La voz de un cantante melancólico hablaba de un amor perdido y una cita incumplida.
—N’ombre, este cacharro ya está para la basura —dijo Julián, golpeando la radio. La música se cortó abruptamente.
Sintió que la temperatura del coche bajaba drásticamente. El vaho de su aliento se condensó frente a su boca. Miró el control de la calefacción, estaba al máximo.
—Tengo frío —dijo ella desde atrás.
Julián volvió a mirar por el retrovisor. Y por una fracción de segundo, la imagen que le devolvió el espejo no fue la de la joven. Fue el rostro de una mujer demacrada, con la piel grisácea y los ojos hundidos en cuencas oscuras, como si llevara muerta mucho tiempo. Un grito ahogado se le atoró en la garganta. Parpadeó con fuerza, y la imagen volvió a ser la de la chica pálida y triste.
“Es el cansancio”, se dijo, el corazón martilleándole en el pecho. “Estoy viendo cosas”.
—Ya casi llegamos —dijo, más para convencerse a sí mismo que a ella.
El resto del camino fue una tortura silenciosa. Julián no se atrevió a volver a mirar por el espejo. Mantuvo los ojos fijos en la carretera, mientras el olor a flores y a tierra húmeda se hacía más y más intenso.
Finalmente, las luces del pueblo de San Mateo aparecieron como fantasmas entre la lluvia. Siguió las indicaciones que le había dado, pasando junto a la barda de piedra del panteón, donde las cruces de hierro se inclinaban vencidas por el tiempo. La Calle Olvido era más bien un callejón sin pavimentar, flanqueado por casas viejas y oscuras. Al final, encontró el número 13.
Era una casona de adobe que se caía a pedazos. Las ventanas eran cuencas vacías, la puerta estaba desvencijada y las hierbas crecían salvajes en lo que alguna vez fue un jardín. Parecía abandonada desde hacía décadas.
—Pues aquí es —dijo Julián, con un mal presentimiento creciendo en su estómago—. Es… una casa muy vieja. ¿Seguro que es aquí?
No hubo respuesta.
—Señorita, ya llegamos.
El silencio fue su única contestación. Un silencio pesado, antinatural. Con el corazón en un puño, Julián se giró lentamente.
El asiento trasero estaba vacío.
Pero no del todo. Una mancha oscura de humedad marcaba el lugar exacto donde ella había estado sentada. Y el aire en ese punto del coche era tan gélido que dolía respirar. El olor a cempasúchil era ahora abrumador.
Julián salió del coche de un salto, sin importarle la lluvia. Se quedó mirando el asiento vacío, luego la casa en ruinas, luego el asiento otra vez. Su mente lógica luchaba por encontrar una explicación. ¿Se había bajado sin que él se diera cuenta? ¡Imposible! ¿Era una broma? ¿Una alucinación por el cansancio?
Pero la mancha de agua era real. El frío era real.
Impulsado por una mezcla de terror y una necesidad desesperada de entender, caminó hacia la casa en ruinas. La puerta principal estaba entreabierta. La empujó y un chirrido agudo rompió el sonido de la lluvia. Dentro, todo era oscuridad y el olor a polvo y podredumbre.
—¿Hola? ¿Hay alguien aquí? —su voz sonó débil y patética.
Un relámpago iluminó el interior por un instante, revelando muebles cubiertos por sábanas blancas como fantasmas y telarañas que colgaban como sudarios del techo. En la pared del fondo, un solo objeto estaba libre de polvo: un retrato ovalado.
Julián se acercó, usando la linterna de su celular. El corazón se le detuvo.
La mujer del retrato era ella. La misma palidez, el mismo vestido blanco, los mismos ojos inmensamente tristes.
En ese momento, la puerta de la casa de al lado se abrió y una anciana envuelta en un rebozo asomó la cabeza, sosteniendo un candil.
—¿Joven? ¿Qué hace usted ahí? Esa casa lleva años abandonada.
Julián, temblando, se volvió hacia ella. —Yo… yo traje a alguien. A una señorita. Me dijo que vivía aquí.
La anciana lo miró con una mezcla de lástima y miedo. Se santiguó.
—Ay, mijo… no es el primero al que le pasa. Sobre todo en noches de tormenta como esta.
—¿De qué habla, señora? ¡Yo la recogí! ¡En la curva de La Pera!
La anciana suspiró, un sonido sibilante y cansado. —La muchacha del retrato era Elena. La única hija de los dueños de esa casa. Una chica buena, alegre… hasta esa noche. Hace veinte años hoy. Iba a casarse. Su novio la esperaba aquí, en el pueblo, pero ella nunca llegó.
Un trueno retumbó, haciendo vibrar los vidrios de la casa de la anciana.
—¿Qué… qué le pasó? —preguntó Julián, aunque una parte de él ya sabía la respuesta y no quería oírla.
—Un trailero, un desgraciado que venía como alma que lleva el diablo, la atropelló en La Pera. La aventó a la barranca. Su cuerpo no lo encontraron hasta días después. El cobarde ni siquiera se detuvo. Huyó y nunca se supo quién fue.
Julián sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
—Dicen que su alma no puede descansar —continuó la anciana, bajando la voz—. Dicen que cada aniversario de su muerte, se aparece en la curva, buscando a alguien que la traiga a casa. Buscando al que le arrebató la vida… para llevárselo con ella y que su alma por fin pueda cruzar al otro lado.
El rostro de Julián perdió todo color. Veinte años. Una noche de tormenta. La Pera. Los recuerdos, enterrados por dos décadas de negación y alcohol, emergieron con la fuerza de un tsunami.
Tenía veintidós años. Era un chamaco irresponsable y soberbio. Trabajaba para una compañía de transportes, conduciendo un tráiler viejo y destartalado. Esa noche llovía a cántaros. Venía rápido, demasiado rápido, con la música a todo volumen. Recordaba haber sentido un golpe, un ruido sordo. En su estupidez juvenil, se convenció de que había sido un perro, o una rama caída. Sintió pánico, pero el miedo a perder su trabajo fue más grande. Así que pisó el acelerador y no miró atrás. Nunca.
Se quedó mirando a la anciana, incapaz de articular palabra. El horror lo paralizó. No había sido un encuentro casual. No había sido una simple alma en pena.
Había sido una cita.
Veinte años después, ella había venido a cobrar la deuda.
Se despidió de la anciana con un murmullo incoherente y caminó de regreso a su coche como un autómata. El olor a flores y a tumba lo seguía, pegado a él. Se sentó al volante, pero sus manos temblaban tanto que no podía meter la llave en el encendido.
Miró por el espejo retrovisor.
Y ella estaba ahí.
Sentada en el asiento trasero.
Pero ya no era la joven triste y pálida. Su rostro estaba desfigurado por la ira y la pena de dos décadas. Sus ojos no eran pozos de tristeza, sino abismos de una furia helada que prometía una eternidad de sufrimiento. El vestido blanco estaba manchado de lodo y sangre.
Levantó una mano espectral y señaló directamente a su corazón.
Y entonces, por primera vez, habló con una voz clara y resonante, una voz que no venía del asiento trasero, sino de dentro de la propia cabeza de Julián.
—Ya te encontré.
El corazón de Julián se detuvo. Un dolor agudo y cegador le atravesó el pecho. El aire se le escapó de los pulmones en un gemido. Su última visión no fue la carretera, ni su casa, ni el rostro de su hija. Fue el reflejo de esos ojos oscuros en el espejo, observándolo mientras su propia alma, por fin, era reclamada.
A la mañana siguiente, cuando la lluvia cesó y el sol iluminó los estragos de la noche, encontraron un Tsuru varado en la Calle Olvido. Adentro, un hombre muerto, con el rostro congelado en una máscara de terror absoluto. La causa oficial fue un infarto masivo. Pero los viejos del pueblo, al pasar, se santiguaban y susurraban que el alma en pena de la curva de La Pera, por fin, después de veinte largos años, había llegado a casa. Y ya no viajaría sola.
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