El Evangelio de la Carne: La Perdición de San Lázaro

En el invierno de 1909, el tiempo parecía haberse detenido en el norte de España, congelado bajo una capa de escarcha perpetua que cubría la cordillera de los Picos de Europa. Allí, en una geografía hostil de desfiladeros de piedra caliza y bosques de robles centenarios que susurraban advertencias a los viajeros, se ocultaba San Lázaro de las Sombras. No era un lugar que apareciera en los mapas gubernamentales ni en las guías de viaje; era una aldea enquistada en un valle profundo donde el sol, tímido y lejano, apenas se atrevía a rozar los tejados de pizarra negra más de unas pocas horas al día.

Dominando el pueblo desde una colina ventosa, aislado por la niebla y la superstición local, se alzaba el Hospicio de la Sagrada Agonía. Era una estructura de piedra gris, severa y gótica, cuyas gárgolas desgastadas no miraban al cielo buscando redención, sino al suelo, como depredadores acechando una presa invisible. La institución era regentada con mano firme y silenciosa por las hermanas Hidalgo: Valeriana, Ginebra y Sancha. Para los aldeanos, ellas eran santas vivientes, figuras de reverencia y temor que operaban bajo una reputación de milagrosas curanderas. Sin embargo, la línea entre la santidad y la herejía se había desdibujado en aquel lugar hasta desaparecer por completo.

La llegada del padre Julián Bros a San Lázaro fue el evento que rompió la estática grisura del invierno. Julián no era un sacerdote rural de manos callosas y fe ciega. Enviado desde la Nunciatura en Madrid con órdenes selladas por el Santo Oficio, era un hombre de biblioteca, un investigador del Vaticano cuya misión era desmentir los rumores de éxtasis místicos y herejías que habían llegado a oídos de Roma. No llegó en carruaje, pues el barro y la nieve habían hecho los caminos impracticables, sino a lomos de una mula alquilada, con la sotana manchada de viaje y el frío calándole los huesos.

Al golpear la aldaba de hierro del hospicio, el sonido resonó como un tañido fúnebre en el valle. Fue Sancha, la menor de las hermanas, quien abrió la puerta. Su juventud insultante y sus mejillas del color de las manzanas maduras contrastaban violentamente con la decrepitud del edificio. No mostró sorpresa, sino un reconocimiento divertido en sus ojos oscuros, como si hubiera estado esperando pacientemente su turno en un juego que Julián desconocía.

—Lo estábamos esperando, padre —dijo ella, con una voz que era a la vez dulce y áspera—. La fe siempre trae a los peregrinos a nuestra puerta.

El interior del hospicio estaba impregnado de un aroma dulce y pesado, una mezcla narcótica de incienso litúrgico, valeriana y almizcle que adormecía los sentidos. Julián fue presentado a las otras hermanas en una sala austera donde el fuego crepitaba con furia contenida. Valeriana, la mayor, lo recibió con la inmovilidad de una estatua y una mirada que parecía haber visto el final de los tiempos. Ginebra, de belleza pálida y melancólica, lo observó con una intensidad clínica, como si evaluara su constitución biológica más que su alma.

Aquella primera noche, el insomnio acosó al sacerdote. Desde la ventana de su celda, fue testigo de la primera grieta en la realidad. Bajo la luz de la luna llena, las tres hermanas caminaban en procesión hacia el pozo del claustro, vestidas con túnicas blancas que resplandecían en la oscuridad. No portaban rosarios, sino un libro pesado y antiguo. Julián observó, conteniendo el aliento, cómo realizaban una danza lenta y sincrónica, una invocación que tenía más de rito pagano que de oración cristiana. Cuando el viento golpeó su ventana, ellas desaparecieron, dejándolo con la duda de si había sido una visión o una pesadilla.

Pero la luz del día no trajo alivio. En el refectorio, Julián conoció a los “pacientes”. Eran hombres de diversas edades, sentados frente a sus cuencos de caldo, con la mirada vidriosa y una expresión de beatitud vacía. Comían mecánicamente, sin hablar. Al intentar conversar con uno de ellos, un granjero llamado Anselmo, Julián recibió respuestas inconexas sobre “la purga” y “el regalo del dolor”. Anselmo hablaba de su virilidad como si fuera un veneno que las hermanas debían extraer para dejarlo puro. Era evidente que no estaban curando a estos hombres; los estaban vaciando, convirtiéndolos en recipientes dóciles.

Decidido a encontrar la verdad, Julián se infiltró en la biblioteca del hospicio. Allí, ocultos tras libros de contabilidad falsos, halló los diarios de Teófilo Hidalgo, el padre de las hermanas y teólogo excomulgado. Las páginas revelaron el horror: El Código de la Carne. Teófilo teorizaba que el Pecado Original era una corrupción biológica transmitida por la simiente masculina, y que solo a través de rituales de sumisión sexual y eugenesia mística se podía purificar la raza humana. El hospicio no era un hospital; era un laboratorio para crear una nueva especie.

La confirmación final llegó esa misma noche. Siguiendo un cántico gutural hasta la cripta del sótano, Julián presenció el ritual. Sobre un altar de piedra negra, uno de los pacientes yacía atado con cuerdas de seda carmesí. Las hermanas, vestidas de rojo sangre, oficiaban la ceremonia. No era un acto de lujuria desordenada, sino una extracción clínica y fría. Sancha manipulaba el cuerpo del hombre para llevarlo al borde del dolor y el placer, rompiendo su voluntad hasta que él suplicaba la liberación. Cuando finalmente recogieron la semilla en un cáliz de oro, Julián, horrorizado, hizo crujir una piedra al retroceder. Fue descubierto, pero logró huir a su habitación, donde encontró sobre su almohada un cordón de seda roja anudado: una promesa de que él sería el siguiente.

El intento de huida de Julián al día siguiente fue un fracaso absoluto. La mula había sido sacrificada en el establo, el pueblo le dio la espalda con hostilidad silenciosa y la tormenta cerró el paso de montaña. Atrapado, regresó al hospicio, donde las hermanas ya no disimulaban. El cerrojo de su puerta fue retirado. Era un prisionero.

La noche final comenzó con un llanto. A las tres de la madrugada, un sonido agudo y múltiple lo despertó. Provenía del ático, un lugar prohibido. Forzando la cerradura, Julián entró en una enfermería clandestina, un vivero grotesco caldeado por estufas industriales. Filas de cunas albergaban bebés de una palidez marmórea y ojos demasiado inteligentes que lo miraban en silencio. Al fondo, mujeres drogadas servían como madres de alquiler.

Julián encontró correspondencia en un escritorio. Las cartas llevaban el sello del Vaticano. La Iglesia no investigaba para detenerlas; estaba financiando el experimento para crear una casta de sacerdotes puros, una “mente colmena” sin voluntad propia, conectada a la divinidad por la biología y no por la fe.

Fue entonces cuando Ginebra apareció, sosteniendo a uno de los bebés contra su pecho.

—No lloran porque no conocen el deseo, padre —dijo ella con su voz suave y terrible—. Son puros. Son el futuro. Y usted nos ayudará a engendrar la siguiente generación. Su intelecto, combinado con nuestra purificación, dará frutos magníficos.

Julián intentó retroceder, llevarse la mano al crucifijo que colgaba de su cuello, pero sus extremidades no respondieron. Un sopor pesado, repentino y abrumador, se apoderó de sus músculos. Recordó el agua que había bebido en la cena, el agua del pozo sagrado. Valeriana y Sancha emergieron de las sombras detrás de Ginebra. Sancha sostenía el cordón de seda carmesí, tensándolo entre sus manos con una sonrisa depredadora.

—La resistencia es parte del sacramento, Julián —susurró Sancha, acercándose a él mientras el mundo del sacerdote comenzaba a inclinarse—. El dolor purifica lo que la oración no puede alcanzar.

Julián Bros, el hombre de razón, el enviado de Roma, quiso gritar, quiso lanzar una excomunión, pero solo salió de su garganta un gemido ahogado. Cayó de rodillas, no en oración, sino por la parálisis química que invadía su sistema nervioso. Las hermanas lo rodearon, figuras altas y rojas como cardenales de una nueva y sangrienta iglesia.

Lo arrastraron no de vuelta a su habitación, sino hacia abajo, pasando la biblioteca, pasando el refectorio, descendiendo hacia la oscuridad de la cripta. Mientras su mente se fracturaba bajo el peso de la droga y el terror, Julián comprendió la verdad última de San Lázaro: no había salvación, porque Dios no miraba hacia aquel valle. O peor aún, Dios estaba mirando y aprobaba el experimento.

Fue colocado sobre el altar de piedra fría. Las cuerdas de seda carmesí se apretaron alrededor de sus muñecas y tobillos, mordiendo la piel. A través de la bruma de su consciencia, vio a Valeriana abrir el gran libro, El Código de la Carne, y comenzar a recitar la liturgia de su propia condenación. Ginebra preparó los aceites y Sancha se inclinó sobre él, su rostro hermoso y terrible llenando todo su campo de visión.

—Bienvenido a la Sagrada Agonía, padre —susurró ella, antes de apagar la última vela.

En la oscuridad, el grito de Julián se unió al coro silencioso de San Lázaro, y fuera, la nieve continuó cayendo, sepultando la aldea, el hospicio y sus secretos bajo un manto blanco, perfecto y eterno. Nadie volvió a saber del investigador del Vaticano, aunque meses después, en los registros secretos de la Santa Sede, apareció una nota al margen de un expediente archivado: “Sujeto J.B. asimilado con éxito. La cepa mejora. El Reino de los Cielos se acerca a la Tierra, un nacimiento a la vez”.