El calor de febrero pesaba sobre la capitanía de Bahía como una maldición divina. En la hacienda Ingenio de la Esperanza, perteneciente a la familia Vasconcelos, la tarde se arrastraba con la lentitud característica de los días que anteceden a las tormentas tropicales. Las nubes se acumulaban en el horizonte, oscuras y premonitorias, pero la lluvia aún no venía; solo su promesa, aumentando la humedad ya insoportable del aire.
Dona Catarina de Vasconcelos estaba sentada junto a la ventana de su cuarto, un abanico de marfil moviéndose lánguidamente en su mano. Tenía 26 años, pero su belleza ya comenzaba a mostrar las señales del cansancio de quien ha vivido demasiado en pocos años. Cabello negro preso en un moño elaborado, piel clara que raramente veía el sol, y ojos castaños que guardaban secretos que ninguna dama de la sociedad colonial debería tener.
Estaba casada desde hacía seis años con Henrique de Vasconcelos, un hombre veinte años mayor que ella, señor de ingenio respetado y temido en igual medida. Henrique era todo lo que la sociedad esperaba de un patriarca: autoritario, exitoso en los negocios, católico devoto y completamente desinteresado en los deseos o sentimientos de su esposa. El matrimonio había sido arreglado cuando ella tenía solo 19 años, una transacción entre su padre arruinado y Henrique, que necesitaba una esposa joven y fértil para darle herederos.
Seis años después, no había hijos, y ella sabía exactamente por qué. Henrique raramente la tocaba. Quizás una vez cada dos o tres meses, siempre rápido, mecánico, como quien cumple una obligación desagradable. No había besos, no había caricias, ni siquiera conversación. Él entraba en su cuarto, hacía lo necesario y salía. Catarina había llegado a preguntarse si había algo mal en ella, si era repulsiva de alguna forma que no podía ver.
Pero no era eso. A través de susurros entre las mucamas y observaciones cuidadosas, había descubierto que el marido tenía sus propias preferencias. Visitaba regularmente los barracones de esclavos por la noche, siempre los mismos, donde se quedaban los esclavos hombres más jóvenes. Volvía de madrugada y evitaba su mirada por la mañana.
La ironía no se le escapaba. Vivía en un matrimonio con un hombre que prefería a otros hombres, mientras su propio cuerpo ardía con deseos que nunca eran satisfechos. A los 26 años, se sentía como una virgen frustrada, como si su vida estuviera pasando sin haber sido verdaderamente vivida.
Todo comenzó a cambiar tres meses atrás. Henrique había partido para uno de sus largos viajes de negocios a Salvador, dejándola sola con la administración de la casa. Entre las tareas, necesitó supervisar reparaciones en el tejado, lo que la puso en contacto frecuente con dos esclavos en particular: Tomás y Daniel.
Tomás tenía 28 años, alto y musculoso por el trabajo pesado, con la piel oscura que brillaba de sudor bajo el sol. Daniel era más joven, 23, más esbelto, pero igualmente apuesto, con ojos inteligentes que parecían ver demasiado. Ambos hablaban portugués perfectamente. Tomás había nacido en la propia hacienda, mientras que Daniel había sido comprado joven y había recibido una educación inusual de un antiguo señor.
Catarina no recordaba exactamente cuándo comenzó a notar cómo Tomás sujetaba la madera con una fuerza que hacía destacar sus músculos, o cómo Daniel tenía manos sorprendentemente delicadas. No recordaba el momento preciso en que las miradas accidentales comenzaron a durar un segundo más, o cuando la proximidad durante el trabajo comenzó a crear una tensión eléctrica en el aire.
Lo que sí recordaba perfectamente era la primera vez. Había sido de noche, durante una tormenta violenta. Había salido de su cuarto, preocupada por los caballos, y encontró a Tomás volviendo del establo, empapado por la lluvia, la camisa pegada al cuerpo. Sus ojos se encontraron en el pasillo oscuro y algo pasó entre ellos. Una comprensión mutua de soledad, de hambre no alimentada. No supo quién dio el primer paso, pero de repente estaba siendo besada con una pasión que nunca había experimentado. Había sido rápido, urgente, peligrosísimo.
Y sucedió de nuevo. Y de nuevo.
Daniel se unió pocos días después. Ella lo había convocado al cuarto con el pretexto de discutir reparaciones. Ella y Tomás ya estaban allí. Daniel, inteligente como era, comprendió la situación inmediatamente. La forma en que sus ojos se abrieron, primero con sorpresa, luego con comprensión, y finalmente con deseo, fue intoxicante.
En los tres meses siguientes, desarrollaron una rutina cuidadosa. Henrique pasaba semanas fuera. Cuando estaba en casa, iba a los barracones por la noche. Catarina aprovechaba esos momentos para llamar a Tomás y a Daniel. Siempre tarde, siempre con máxima discreción.
No era solo sexo, aunque había mucho de eso. Era conversación, risas ahogadas, momentos de humanidad que ella nunca había tenido. Tomás contaba historias de su infancia; Daniel recitaba poesía. Y Catarina, por primera vez, se sentía vista, no como una propiedad, sino como una persona.

Sabía que estaba jugando con un fuego que podría destruirlos a todos. Si Henrique lo descubría, Tomás y Daniel serían torturados y asesinados. Ella, probablemente, devuelta a su familia en desgracia. Pero el peligro era parte de la atracción.
Esa noche sería diferente. Henrique había partido hacía una semana a una cacería que tradicionalmente duraba de diez a quince días. Catarina había planeado algo especial. Un baño perfumado, su mejor camisón de seda, velas. Tomás y Daniel vendrían y, por primera vez, tendrían la noche entera, sin prisa.
Lo que no sabía era que la cacería había terminado antes. Una discusión entre los señores hizo que el anfitrión cancelara el evento. Henrique estaba volviendo a casa. En ese exacto momento, cabalgaba por el camino lodoso, irritado por el final abrupto de su diversión.
La noche cayó. Catarina despidió a sus mucamas, alegando dolor de cabeza. Maria Joana, la mucama jefe que la servía desde hacía años, le lanzó una mirada conocedora, pero no dijo nada. Maria Joana sabía. Los esclavos siempre sabían los secretos de los señores. Pero Maria Joana apreciaba a Catarina; era la menos cruel de las señoras. “Descansad bien, Sinhá“, dijo al salir. “Estaré en la cocina hasta más tarde”. Era un aviso velado: si algo sale mal, estaré despierta.
Catarina se miró en el espejo veneciano. Se veía diferente. Confiada. Tres meses con Tomás y Daniel le habían devuelto el sentido de agencia. Se puso el camisón de seda, se soltó el cabello. Un suave golpe en la puerta. Eran ellos.
Tomás entró primero, seguido por Daniel. Ambos se habían lavado. Tomás vestía pantalones simples; Daniel, siempre más vanidoso, una camisa limpia. “Ah…”, la voz de Tomás era cálida. “Catarina”, lo corrigió ella, como siempre. “Aquí, llámame por mi nombre”. Daniel cerró la puerta con llave. “Estáis especialmente bella esta noche”. “Tenemos la noche entera”, dijo ella, sintiendo un rubor. “Henrique no vuelve hasta la próxima semana”.
Tomás la atrajo, besándola lentamente. Daniel se acercó por detrás, deslizando sus manos por los hombros de ella. “El baño”, sugirió Daniel, “se va a enfriar”.
Los tres se movieron hacia la bañera de cobre. La ropa cayó al suelo. Tomás entró primero y la ayudó a entrar. Ella se acomodó contra su pecho. Daniel entró después, posicionándose frente a ella. Por largos minutos, solo hubo manos explorando y labios encontrando piel. Daniel comenzó a lavar sus hombros con una esponja; Tomás masajeaba su cabello.
“Nunca pensé que podría sentirme así”, susurró Catarina. “Tan completa”. “Tampoco yo”, admitió Tomás. “Pensaba que mi vida sería solo trabajo y supervivencia”. “¿Qué es esto exactamente?”, musitó Daniel. “¿Amor, lujuria? ¿Locura?” “Quizás todo eso”, dijo Catarina. “Y quizás no importe”. “Yo querría más”, confesó Daniel. “Una vida real juntos”. “No hables así”, interrumpió Tomás bruscamente. “No podemos tener más. Fuera de este cuarto, somos solo…” “¿Solo qué?”, replicó Catarina. “¿Esclavos y señora? Yo también soy una prisionera, solo que en una jaula diferente”. “Una jaula dorada”, observó Daniel. “Pero sigue siendo una prisión”.
El peso de la realidad penetró en la fantasía. “Entonces”, murmuró Tomás contra el cuello de Catarina, “aprovechemos lo que tenemos. Hoy, aquí, somos libres”. Y lo fueron. El agua se enfrió. Salieron, se secaron mutuamente y se movieron hacia la cama con dosel, perdiéndose de nuevo en abrazos. El tiempo dejó de tener significado.
Fue Daniel quien oyó primero el sonido. Cascos de caballo en el camino de acceso. Distantes, pero inconfundibles. Se congeló. “¿Qué fue?”, sintió Catarina el cambio. “Caballos”. Daniel ya estaba en la ventana. “Viene hacia acá. ¡Dios mío! Es el Señor Henrique. Reconozco su caballo”.
El mundo se detuvo. Entonces, el pánico. “¡Vestíos!”, Catarina les arrojaba la ropa. “¡Rápido!” “No hay tiempo”, dijo Tomás, sus dedos temblando. “El pasadizo trasero…”, sugirió Daniel. “No funcionará. Os verá. ¡Escondeos!”. Señaló el gran armario de caoba. “Entrad ahí y no hagáis ningún ruido. ¡Ahora!”
Tomás y Daniel se apretujaron dentro. Catarina recogió la evidencia, se puso un camisón, desordenó su cabello y apagó algunas velas. Estaba sentándose en la cama, libro en mano, cuando la puerta de la casa se abrió con fuerza y pasos pesados subieron la escalera.
La puerta de su cuarto se abrió sin ceremonia. Henrique estaba en el umbral, cubierto de lodo, el rostro rojo de ira. Sus ojos barrieron el cuarto: las velas, el baño aún montado, el aire perfumado. “Henrique”, forzó ella la sorpresa. “No os esperaba”. “Claramente”, su voz era afilada. “La cacería terminó. Pensé en sorprender a mi esposa”. Se acercó a la bañera, tocó el agua. “Aún tibia. ¿Tomasteis un baño?” “Sí. La noche era calurosa”. “¿Y las velas, el perfume? ¿Todo eso para dormir?” “Intento hacer mi vida soportable, incluso en vuestra ausencia”, la respuesta salió más ácida de lo que pretendía. Henrique la estudió, y algo cambió en su mirada. “¿Dónde están ellos?” El corazón de Catarina se detuvo. “¿De qué estáis hablando?” “No me toméis por tonto, mujer”, su voz era baja, peligrosa. “Todo el cuarto huele a sexo. Hay marcas en vuestra piel que no hice”. Se movió súbitamente hacia el armario y abrió las puertas.
Tomás y Daniel estaban allí, parcialmente vestidos, los ojos desorbitados de terror. Por un momento que pareció una eternidad, los cinco quedaron congelados. “Salid”, ordenó Henrique a los dos hombres. Ellos miraron a Catarina, buscando una salvación imposible. “Haced lo que ordena”, dijo ella. Salieron, con la postura sumisa de esclavos. “No”, los detuvo Henrique. “Quedaos ahí. Quiero ver a los hombres que mi esposa eligió en mi lugar”. Se acercó a Tomás. “Te conozco. Tomás, ¿no? Hijo de Benedita”. Luego a Daniel. “El letrado. Siempre pensé que eras demasiado listo”. Se volvió hacia Catarina. “¿Cuántas veces? ¿Cuánto tiempo dura esto?” “¡Respóndeme!”, gritó. “Tres meses”, admitió ella, levantando la barbilla desafiante. “¡Tres meses!”, repitió él. “Tres meses de adulterio… con esclavos mientras yo…”. Se detuvo, dándose cuenta de que estaba a punto de revelar sus propios secretos. Pero Catarina ya sabía. Y decidió usar esa arma. “¿Mientras vos qué, Henrique? ¿Mientras vos hacíais lo mismo en las senzalas? ¿Mientras visitáis a los muchachos jóvenes por la noche, pensando que nadie se da cuenta?”
El silencio fue absoluto. El rostro de Henrique pasó de pálido a rojo y a pálido de nuevo. “¿Cómo te atreves?” “¿Cómo me atrevo?”, Catarina se levantó, toda la rabia de seis años explotando. “¡Toda la hacienda sabe lo que hacéis! Te casaste conmigo sabiendo que nunca me querrías. Me usaste como fachada. ¿Y ahora te atreves a juzgarme por buscar algo de humanidad?” “¡No es lo mismo!” “¿Por qué no? ¿Porque soy mujer? ¡Qué maldita hipocresía!”
La bofetada fue rápida. Catarina cayó sobre la cama. Tomás se movió instintivamente, un paso hacia Henrique, antes de controlarse. Demasiado tarde. Henrique lo vio. “¡Ah!”, su voz se volvió gélida. “Así que es así. El esclavo defiende a la señora. Interesante. ¿Crees que la amas? Eres propiedad, muchacho. Mía”. Se movió hacia la puerta y gritó: “¡Guardias!” Momentos después, dos hombres armados aparecieron. “¡Prended a estos dos!”, señaló a Tomás y a Daniel. “Llevadlos al pelourinho (picota). Mañana serán castigados públicamente”. “¡No!”, Catarina intentó levantarse, pero Henrique la empujó. “Tú te quedarás aquí. Y pensarás en lo que tu lujuria les ha costado a estos hombres”. Mientras eran arrastrados fuera, Tomás miró hacia atrás una última vez. Sus ojos encontraron los de Catarina, y en ellos ella no vio acusación, sino algo peor: perdón. Henrique salió, cerrando la puerta con llave desde fuera. Catarina se derrumbó, sola en la habitación que había sido un paraíso y ahora era una celda.
El amanecer llegó cruel. Catarina no había dormido. Oyó el movimiento en el patio. Maria Joana entró con café. “Sinhá…”, se sentó a su lado, un gesto de intimidad nunca antes permitido. “Tengo malas noticias”. “¿Peores?” “El Señor mandó llamar al feitor y al padre. Cincuenta latigazos a cada uno. Y después… serán vendidos. Hay un comerciante de esclavos viniendo de Recife. Compra hombres para las minas”. “Es una sentencia de muerte”, susurró Catarina. “Hay algo más”, dudó Maria Joana. “El Señor… confesó al Padre Vicente. Sobre sus propios pecados. Con los hombres de la senzala”. “¿Qué?” “Mandó llamar al padre durante la noche. Confesó todo. El Padre Vicente está furioso. Habló de escribir al obispo, de denunciar al señor a la Inquisición”. Catarina se levantó bruscamente. “Necesito hablar con él. Con Henrique”. “Está encerrada, Sinhá. ¿Y qué le diríais?” “Entonces hablaré con el padre”, decidió. “Si Henrique se arrepiente, quizás el padre pueda mediar”.
El Padre Vicente, un hombre mayor y de rostro severo, vino a mediodía. “Dona Catarina. Vuestro marido pidió que viniera. ¿Necesitáis orientación espiritual?” “No necesito orientación, padre. Necesito misericordia para Tomás y Daniel”. “¿Misericordia? Cometieron adulterio con la esposa de su señor. Es una abominación”. “¿Y lo que mi marido hizo no lo es? ¿O las reglas son diferentes para los hombres?”, desafió ella. El padre guardó silencio. “Vuestro marido ha confesado. Muestra verdadero arrepentimiento”. “¿Buscando arrepentimiento matando a dos hombres?” “Está administrando su propiedad como la ley permite”. “¡Al infierno con vuestra orden natural!”, explotó Catarina. “Vuestra orden natural permite toda suerte de crueldad e hipocresía mientras se mantengan las apariencias. Vuestra orden natural es una monstruosidad”. El padre se escandalizó. “Habláis peligrosamente cerca de la herejía”. “Entonces, que me denuncien. Pero no pretendáis que esto es justicia de Dios. Es solo la crueldad de los hombres”. El padre la estudió. “¿Los amáis?” “Me importan”, admitió ella, “más de lo que mi marido jamás me importó”. “Eso os hace una pecadora”, dijo él, pero suspiró, sentándose. “Mas no os puedo juzgar tan duramente, porque vuestro marido también confesó que nunca os amó. Eso también es un pecado”. “¿Entonces, podéis ayudar? ¿Convencerlo de tener misericordia?” “No lo sé”, fue honesto. “Vuestro marido está destrozado. Siente culpa, sí, pero también rabia, humillación y miedo. Es un hombre que quiere destruir el espejo en lugar de cambiarse a sí mismo. Pero lo intentaré. Mas, entended. Incluso si lo consigo, nunca podréis volver a verlos”. “¿Será suficiente?”, susurró ella. “Si viven… sí, será suficiente”.
El sol estaba en su cénit cuando Catarina oyó los gritos. Corrió a la ventana. Todos los esclavos de la hacienda estaban reunidos, forzados a mirar. Tomás y Daniel estaban atados al pelourinho, con las espaldas desnudas. Henrique observaba desde la escalinata, el padre a su lado. Y comenzó. El primer golpe rasgó la piel de Tomás. Él arqueó la espalda, sin gritar. Sangre. Segundo golpe. Tercero. Al quinto golpe, soltó un gemido bajo, animal. Catarina lloraba, forzándose a mirar. Diez. Quince. Veinte. Las costas de Tomás eran una masa sangrienta. Pendía de las cuerdas, semiconsciente. Lo desataron y ataron a Daniel. El primer golpe arrancó un grito de Daniel inmediatamente. Catarina se volvió, incapaz de ver más, tapándose los oídos. Pero cada grito resonaba en su alma.
Finalmente, el silencio. Volvió a la ventana. Tomás y Daniel yacían en el suelo. El Padre Vicente bloqueaba el camino de Henrique, discutiendo vehementemente. Henrique gesticulaba, negando. Finalmente, Henrique hizo un gesto brusco, como si aceptara algo solo para terminar la conversación.
Más tarde, Maria Joana le contó lo que había sucedido. El Padre Vicente había amenazado con denunciar a Henrique formalmente por crueldad excesiva. Henrique había cedido. Los cincuenta latigazos se convirtieron en veinte. La venta a las minas fue cancelada. En lugar de eso, Tomás y Daniel serían enviados a otra propiedad, lejos, en el interior de Maranhão, para nunca más volver.
Catarina no pudo verlos antes de que partieran. Pasó dos días encerrada, sin comer. Henrique no fue a verla. Al tercer día, Maria Joana trajo algo. “Tomás”, susurró, entregándole un pequeño pedazo de papel doblado. “Arriesgó mucho escribiendo esto”. Catarina lo desdobló con manos temblorosas. La letra era irregular, escrita con dificultad, pero las palabras eran claras:
“Sinhá. No lamentamos nada. Los momentos que tuvimos valieron todo el dolor”.
Catarina apretó el papel contra su pecho, la última reliquia de la única vida que había sentido como suya. Afuera, el calor de Bahía seguía pesando, pero la tormenta, por fin, había pasado, dejándolo todo arrasado. Quedó sola en su cuarto, prisionera de nuevo, pero ahora, con un recuerdo que nadie, ni siquiera Henrique, podría quitarle jamás.
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