El Adiós de Leah: Un Beso Que Viajó a Través del Tiempo

Introducción: El Eco de la Luz

El mundo de Leah de Jong no siempre había sido de grises y sombras. Existió un tiempo, que ahora parecía una vida pasada, en el que su mundo se tejía con los vibrantes colores de Ámsterdam. Tenía 23 años y sus días eran un lienzo de felicidad. Estaba casada con David, un joven y brillante ebanista con manos que podían transformar la madera en poesía. Su pequeño apartamento, enclavado en el corazón del Barrio Judío, era un santuario de risas, el aroma a pan recién horneado y el dulce sonido de la música clásica que salía de un viejo gramófono.

La luz que iluminaba sus vidas se hizo más brillante cuando nació su hija, Hannah. Una niña con el pelo oscuro y los ojos de su madre, una réplica exacta de la esperanza que se aferraba a su alma. David la acunaba en sus brazos, le cantaba canciones de cuna y le prometía un futuro que nunca llegaría. Leah la alimentaba, la mecía y la cubría de besos, cada uno de ellos una oración silenciosa para que la niña no conociera el mundo que se asomaba tras la ventana.

Pero el mundo, su mundo de colores, comenzó a desvanecerse. Las noticias de la guerra, que antes eran un eco lejano, se convirtieron en un grito ensordecedor. Las calles de Ámsterdam se llenaron de soldados con uniformes grises y de regulaciones que les robaban su libertad, una a una. Las estrellas amarillas, que tenían que coser en sus abrigos, eran un estigma, una marca de infamia que los hacía vulnerables.

David, el valiente y protector David, fue el primero en ser arrebatado. Los soldados vinieron una mañana, lo sacaron de su cama y se lo llevaron en un camión. Leah, con Hannah en sus brazos, se quedó en la puerta, con el corazón roto. No hubo un adiós, solo una mirada, una promesa de amor que se selló en el silencio. Su mundo se hizo más pequeño, más oscuro, hasta que solo existió la habitación de su hija, un refugio de la brutalidad que se desataba afuera.

Los siguientes meses fueron un borrón de miedo, hambre y desesperación. Leah se movía como una sombra, vendiendo las pocas joyas de la familia para comprar comida, para mantener viva la llama de la vida de su hija. Pero la inevitable se acercó. La noche en que tocaron a su puerta, Leah ya sabía lo que sucedería. Empacó lo poco que tenía, envolvió a su hija en una manta deshilachada y se unió al largo desfile de personas que eran arrastradas a una estación de tren, el primer paso en un viaje a un lugar que nadie conocía.

Capítulo 1: La Niebla de Westerbork

El campo de tránsito de Westerbork no era un campo de exterminio, pero era el preludio de la muerte. Las vías del tren se extendían como venas de acero, que latían con el miedo y la desesperación de miles de personas. El aire, frío y húmedo, olía a ceniza, a tierra mojada y a la tristeza de almas rotas. Leah, con Hannah en sus brazos, se unió a la multitud. Su corazón era un bloque de hielo, su mente un torbellino de pánico.

El campamento era un purgatorio. Los días eran largos, llenos de trabajo monótono, de filas para la comida, de la constante humillación de los guardias. Las noches eran una pesadilla, en la que el frío y el miedo se apoderaban de su alma. Leah, sin embargo, se aferraba a la vida. Su única razón de ser era su hija. La alimentaba, la acunaba, la mantenía caliente con el calor de su propio cuerpo. Y en las noches, le cantaba las mismas canciones de cuna que David le había cantado, con una voz suave que era un eco de la vida que una vez tuvieron.

Pero la vida en Westerbork tenía un solo propósito: la muerte. Cada semana, los trenes salían, repletos de gente que se dirigía a un destino desconocido, un lugar que todos llamaban “el Este”. El término se había convertido en un susurro, un sinónimo de una muerte que era más terrible que la imaginación. Los rumores se extendían como un virus. Los trenes, la gente, el destino. Los rumores hablaban de un lugar llamado Auschwitz.

El 18 de diciembre de 1942, una fecha que quedaría grabada en la memoria de Leah, la nieve comenzó a caer. El campamento se cubrió con un manto blanco, un manto de pureza que contrastaba brutalmente con la oscuridad que había en su interior. La mañana era un borrón de frío, de hambre y de la constante humillación. A las 10 de la mañana, un oficial, con una voz que era una máquina de muerte, empezó a llamar los nombres. Los nombres se escuchaban en el silencio, un silencio que era una promesa de muerte.

Leah, con Hannah en sus brazos, escuchó. Escuchó los nombres de sus amigos, de sus vecinos. Y luego, escuchó el suyo.

“Leah de Jong”.

El corazón de Leah se detuvo. Un pánico primario, un miedo que no era humano, se apoderó de ella. La fila de personas que la rodeaba, las personas que habían sido llamadas, se movían hacia un tren, un tren que esperaba en la oscuridad. El tren, con sus vagones de ganado, con sus puertas cerradas, era un ataúd en movimiento.

Pero en ese momento, en medio del caos, Leah vio algo que la detuvo. Vio un tren, que estaba a solo unos metros de distancia, en otra vía. Era un tren diferente, no era un tren de ganado, era un tren de pasajeros. Y, lo más importante, se rumoreaba que ese tren se dirigía a un campo de trabajo, un campo en el que la muerte no era el destino, sino la supervivencia.

Capítulo 2: La Decisión Imposible

El tiempo se detuvo. El mundo de Leah se redujo a su hija. Hannah, que dormía plácidamente en sus brazos, no sabía el horror que la rodeaba. No sabía que su madre, su protectora, su mundo, estaba a punto de tomar la decisión más dolorosa de su vida.

Leah miró a su hija, la niña que había amado más que a su propia vida. Sabía que si iba en el tren a “el Este”, Hannah no sobreviviría. El viaje, el frío, el hambre, la falta de aire, la muerte. La muerte era el destino. La muerte de David, la muerte de sus padres, la muerte de la vida que conocía. Y no podía, no podía permitir que Hannah, su pequeña Hannah, siguiera ese camino.

Miró al otro tren, el tren de la esperanza. Las personas que estaban en la fila de ese tren, que se rumoreaba que iba a un campo de trabajo, se veían diferentes. No había la resignación en sus ojos, no había la desesperación. Había un rayo de esperanza. Una de las mujeres, una mujer de unos treinta años, con una belleza triste, sostenía a su hija, una niña de unos cinco años. La mujer, que parecía fuerte, segura, tenía una mirada de compasión.

Leah, con la determinación de una leona que protege a su cría, se acercó a ella. No había tiempo para hablar, para explicar. El oficial estaba gritando su nombre, la estaba buscando. El tren a “el Este” estaba a punto de partir.

Leah se acercó a la mujer. Sus ojos le hablaron. Le rogaron, le suplicaron.

—Creo que te enviarán al Este —le dijo la mujer, con una voz suave, pero con una honestidad brutal.

Leah asintió, las lágrimas le caían por la cara. La mujer, que había visto la desesperación en los ojos de Leah, la miró con profunda compasión. Leah, sin pensarlo dos veces, se quitó su abrigo, su único abrigo, y envolvió a su hija en él. La niña, acunada en la tela de lana, se veía tan pequeña, tan frágil.

Leah, con una voz que era un susurro, con el corazón roto, se inclinó y besó la frente de su hija.

—Si ella crece… dile que la besé de despedida —dijo, con una voz que era una promesa, un juramento.

La mujer, que había visto el amor en los ojos de Leah, tomó a la niña. Sus manos temblaban, pero su mirada era firme. Vio el nombre de Leah, un nombre bordado con hilo de oro en el interior del abrigo. El nombre, el nombre de la madre, el nombre de la niña. El nombre de una promesa.

El oficial, con una voz de trueno, le gritó a Leah. “¡De Jong! ¡Date prisa! ¡El tren está a punto de partir!”

Leah se giró. Vio a la mujer con su hija, su pequeña Hannah, en sus brazos. Y se fue. Su alma, su corazón, su vida, se quedó en los brazos de la mujer.

Capítulo 3: Dos Caminos Diferentes

El tren a Auschwitz, un ataúd de metal en movimiento, se fue. El frío, el olor a metal oxidado y el miedo de las personas que la rodeaban eran la nueva realidad de Leah. Se sentó en un rincón, con la cara entre las manos, su cuerpo temblando, no de frío, sino de un dolor que era un universo.

No pensó en David, en su vida pasada. Pensó en Hannah. En el olor de su pelo, en el calor de su cuerpo, en sus ojos que eran un reflejo de los suyos. Pensó en la mujer, la mujer que tenía su abrigo, su hija y su promesa. Rezó, no a Dios, sino a la vida, para que la mujer fuera buena, que fuera un ángel, que cuidara a Hannah.

Y así, Leah se fue. Se fue, no para morir, sino para vivir en el recuerdo de su hija. Se fue, no para ser olvidada, sino para ser recordada, como la madre que la besó de despedida.

El otro tren, el tren de la esperanza, se fue en dirección contraria. La mujer, Elara, con Hannah en sus brazos, se sentó en un rincón. Su hija, una niña de unos cinco años, que dormía plácidamente a su lado, no sabía el peso que su madre cargaba. El peso de una vida, de una promesa.

Elara era una mujer de fe. Había perdido a su marido en la guerra, pero había mantenido su fe en la vida. Había estado en Westerbork por meses, y había rezado, cada noche, para que ella y su hija, Rivka, sobrevivieran. Y su oración había sido contestada. El tren, el tren de la esperanza, se dirigía a un campo de trabajo, un campo en el que, se rumoreaba, la vida era posible.

Pero ahora, tenía otra vida en sus manos. Una vida que le había sido dada por una mujer que se había ido a la muerte. Elara, con el corazón lleno de una tristeza que era un universo, miró a la niña en sus brazos. El abrigo de Leah, con el nombre de “Leah” bordado en él, era un testamento de un amor que era más grande que la muerte. La niña, Hannah, que ahora era su hija, su segunda hija, se llamaría Rivka, como su propia hija, en honor a la esperanza.

Capítulo 4: El Legado del Abrigo

Elara y las dos niñas sobrevivieron. Sobrevivieron al campo de trabajo, a la guerra, a la brutalidad de la vida. El abrigo de Leah, que había sido el primer regalo de una madre a su hija, era un símbolo de su amor. Elara lo guardó, lo protegió, como si fuera un tesoro.

Después de la guerra, Elara, que había perdido a su propia familia, adoptó a Hannah. Le cambió el nombre, la llamó Rivka, el nombre de su hija. La crió, la amó, la cuidó, como si fuera su propia sangre. Pero el pasado, como un fantasma, siempre estaba ahí. Elara nunca le habló del abrigo, del nombre, de la promesa.

Rivka, que creció en el campo holandés, era una niña de risa fácil, pero con una mirada de tristeza. No sabía por qué, pero sentía que había algo que le faltaba, un vacío en su alma que no podía llenar. Sus padres adoptivos, Elara y su nuevo esposo, un hombre amable que había perdido a su familia en la guerra, la amaban, pero el amor, el amor de una madre que se ha ido, era una herida que no sanaba.

Rivka creció, se casó, tuvo hijos. Su vida, en la superficie, era un lienzo de felicidad. Pero en su interior, el vacío se hacía más grande. Una noche, mientras limpiaba la casa de su madre adoptiva, encontró un baúl en el ático. El baúl, cubierto de polvo, estaba lleno de recuerdos de la guerra. Y en el baúl, en un rincón, encontró un abrigo, un abrigo de lana, con un nombre bordado en él.

“Leah de Jong”.

El mundo de Rivka se desmoronó. El abrigo, el nombre, el nombre de la madre, el nombre de la niña. El nombre de una promesa.

—¿Quién es Leah de Jong? —preguntó a su madre adoptiva, con el corazón latiéndole a mil por hora.

Elara, con lágrimas en los ojos, le contó la historia. Le contó la historia de la mujer que le dio a su hija, la mujer que se fue a la muerte, el abrigo, la promesa. Le contó la historia del beso, del último beso de una madre a su hija.

Rivka escuchó, con la garganta anudada, cada palabra, cada suspiro, cada lágrima. El vacío en su alma se llenó, no de dolor, sino de amor. Había encontrado la respuesta a la pregunta que la había perseguido toda su vida. Había encontrado a su madre.

Conclusión: La Promesa Cumplida

La historia de Rivka y de Leah no era una historia de la muerte, sino una historia del amor. Rivka, que ahora era madre, abuela, se sentó en su jardín, con el abrigo de Leah en sus manos. El abrigo, que había sido el último regalo de su madre, era un símbolo de un amor que era más grande que la guerra, que la muerte, que el tiempo.

Y cada noche, Rivka, con el abrigo de su madre, le contaba a sus nietos la historia de Leah. La historia de la mujer que la besó de despedida. La historia de la mujer que la salvó. La historia de la mujer que, incluso en la muerte, le enseñó a vivir. Y en su corazón, Rivka, la niña que había sido abandonada, se sintió en paz, con el corazón lleno de amor y de gratitud.

El beso de Leah, el beso que viajó a través del tiempo, había llegado a su destino. Había llegado a la boca de su hija. Y en ese beso, en ese recuerdo, en ese amor, la llama de la vida de Leah, la llama de la vida que se había apagado en Auschwitz, se encendió de nuevo. Y esta vez, el sueño no fue eterno.