Vera estaba lavando los platos tras la cena cuando su marido la rodeó con los brazos desde atrás. Normalmente, ese gesto le resultaba reconfortante, pero aquella vez, por alguna razón, le generó una sensación extraña. Tras diecisiete años de matrimonio, había aprendido a reconocer cuándo Igor planeaba algo.
—Verochka, ¿recuerdas cuando hablé sobre las vacaciones? —Su voz era sospechosamente suave.
—Lo recuerdo. Queríamos ir a Sochi para las vacaciones de mayo —continuó fregando la sartén sin volverse.
—Bueno, verás… —Igor la soltó y se sentó a la mesa—. Los chicos del trabajo organizaron un viaje a Turquía. Todo incluido, un gran hotel, solo por dos semanas.
Vera se giró, secándose las manos con una toalla.
—¡Genial! Hace tiempo que sueño con ver Turquía. ¿Cuándo vamos?
Igor dudó, frotándose el cuello, señal segura de que estaba a punto de decir algo desagradable.
—Verás, es… es un viaje de chicos. Solo empleados del departamento, sin esposas.
—Ah, ya veo —pensó Vera, sintiendo una decepción familiar—. Otra vez.
—Entonces, ¿tú te vas de vacaciones y yo me quedo en casa? —intentó hablar con calma.
—Ver, no te pongas triste —Igor se levantó y la abrazó—. Es un viaje de trabajo, para hacer equipo. Lo paga la empresa, es incómodo rechazarlo.
—¿Trabajo en un hotel cinco estrellas con todo incluido? —Vera levantó una ceja con escepticismo.
—Sí, combinando negocios con placer —sonrió incómodo—. Pero en verano volaremos juntos a donde tú quieras, lo prometo.
Vera ya había escuchado esas promesas antes. El verano pasado también lo prometió, pero al final no fueron a ningún lado: o el trabajo, o el dinero para arreglar el coche, o cualquier otra excusa.
—Está bien —suspiró—. ¿Cuándo te vas?
—En dos semanas, el 3 de mayo —Igor se relajó, pensando que la tormenta había pasado—. Gracias por entender, gatita.
La besó en la mejilla y fue al salón a ver fútbol. Vera se quedó en la cocina, sintiendo un amargo resentimiento. “Gatita comprensiva. Siempre comprensiva. ¿Pero cuándo alguien me entenderá a mí?”
Los días siguientes pasaron entre el bullicio habitual. Igor se preparaba entusiasmado para el viaje: compró nuevos bañadores, protector solar, hasta pidió cita en la peluquería. Vera observaba sus preparativos con creciente irritación.
El viernes por la noche, una semana antes de la partida de Igor, llamaron a la puerta. Vera abrió y gimió por dentro. Su suegro, Nikolai Petrovich, estaba en el umbral, tambaleándose y despidiendo un fuerte olor a alcohol.
—Verka, hija, deja entrar al viejo —murmuró, agarrándose al marco de la puerta.
—Nikolai Petrovich, otra vez usted… —empezó, pero él ya había pasado a la fuerza al apartamento.
—¿Dónde está mi hijo? ¡Igor! —gritó el suegro, dirigiéndose al salón.
Igor salió de la habitación, vio a su padre y se puso serio.
—¿Papá, otra vez has bebido? ¡Habíamos quedado!
—¿Quedado? —se burló Nikolai Petrovich, dejándose caer en el sofá—. ¿Con quién has quedado? ¡Nadie ha quedado conmigo! Soy adulto, hago lo que quiero.
Vera se apoyó cansada contra la pared. Era la cuarta visita del suegro borracho en un mes. Tras la muerte de la suegra hace tres años, Nikolai Petrovich se había derrumbado por completo: bebía sin parar, tenía el apartamento hecho un desastre, se peleaba con todos los vecinos.
—Ver, hazle un té fuerte a papá —pidió Igor, tratando de acomodar a su padre.
—Claro, hazlo, prepáralo, tráelo, limpia —se burló mentalmente Vera, pero fue a la cocina.
Cuando regresó con el té, el suegro ya dormía en el sofá, e Igor estaba sentado cerca, con expresión sombría.
—Tenemos que hacer algo —dijo—. Así no puede seguir.
—¿Quizá un centro de rehabilitación? —sugirió Vera.
—No va a aceptar. Ya se lo propuse —Igor se frotó la cara con las manos—. Escucha, ¿y si… Ver, tengo una idea.
Vera se puso alerta. Las ideas de Igor rara vez prometían algo bueno.
—Mientras estoy en Turquía, ¿y si papá se queda con nosotros? Bajo tu supervisión seguro que no bebe. Y cuando vuelva, decidimos juntos qué hacer.
Vera se quedó helada, la taza en la mano, sin creer lo que oía.
—¿Quieres que cuide a tu padre alcohólico durante dos semanas mientras tú tomas el sol en Turquía?
—Bueno, no cuidar, solo vigilarlo —Igor intentó tomarle la mano, pero ella se apartó—. Ver, ¿quién más puede ayudar? Mi hermana está en América, no hay otros familiares.
—¿Y sus amigos? ¿Vecinos? —Vera sentía la ira crecer.
—Todos se apartaron de él —suspiró Igor—. Los hartó con la bebida. Solo quedamos nosotros.
A la mañana siguiente, Vera se despertó con la cabeza pesada. El suegro seguía durmiendo en el sofá, roncando y esparciendo un olor agrio. Igor ya se había ido al trabajo, dejando una nota: “Gracias por acoger a papá. Hablamos por la tarde. Te quiero.”
—¿Acoger? ¿Lo acogí? —arrugó la nota—. ¡Como si tuviera elección!
Preparó café fuerte y se sentó en la mesa de la cocina, pensando en la situación. ¿Tolerar las travesuras del suegro borracho durante dos semanas mientras su marido se divierte con los amigos? Era demasiado.
Sonó el teléfono: su amiga Larisa.
—¡Hola, amiga! ¿Qué tal? ¿Preparándote para las vacaciones de mayo?
—Ojalá —Vera le contó los planes de su marido.
—Espera, espera —Larisa se indignó—. ¿Él se va a Turquía sin ti y tú tienes que cuidar a su padre borracho? ¿Ver, estás loca?
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Vera, cansada.
—¿Y si dices que no? Dile: no, querido, o vamos juntos, o te quedas con tu padre.
—Ya conoces a Igor. Él ya decidió todo.
—¡Eso! ¡Él decidió! ¿Y tú qué? ¿Eres un mueble? ¿Tu opinión no cuenta?
Después de la conversación, Vera se sintió aún peor. Larisa tenía razón: ¿por qué debía sacrificar su tiempo y sus nervios?
El suegro se despertó cerca del mediodía, quejándose y lamentándose.
—Verochka, agua —gimió.
Ella le llevó agua y una pastilla para el dolor de cabeza. Nikolai Petrovich la bebió de un trago y la miró con ojos nublados.
—Gracias, hija. Eres buena, no como mi idiota.
—No hable así de Igor —objetó automáticamente Vera.
—¿Y por qué no? ¿No es cierto? —el suegro se sentó, haciendo muecas—. Se va a Turquía, me lo soltó ayer borracho. Deja a su viejo padre y se va a descansar.
—Es por trabajo —Vera no sabía por qué defendía a su marido.
—¡Por trabajo! —bufó Nikolai Petrovich—. Lo mismo le decía a Ninka, que en paz descanse. Por trabajo, por negocios. Pero se fue a Sochi con su secretaria.
Vera se quedó fría.
—¿Qué está diciendo?
—Lo que digo —el suegro se levantó, tambaleándose—. De tal palo, tal astilla, como dicen. ¿Dónde puedo fumar?
Vera señaló el balcón pero se quedó sentada, digiriendo lo que había oído. No, Igor no es así. No puede ser. Aunque… esos “viajes de chicos”, regresos tarde de fiestas de trabajo, nuevos perfumes…
Por la noche, Igor volvió con un enorme ramo de rosas y una caja de bombones.
—Para ti, por ser tan comprensiva —la besó en la mejilla.
—Igor, tenemos que hablar —Vera dejó las flores—. Sobre tu padre.
—¡Ah, por cierto! —se animó—. Ya hablé con la vecina de papá, ella dará sus cosas. Las traeré mañana.
—¡Igor, basta! —Vera alzó la voz—. ¡No acepto cuidar de tu padre mientras tú te vas de vacaciones!
El marido se quedó paralizado, sorprendido.
—¿Cómo que no aceptas? Ver, lo hablamos ayer.
—¡Lo hablaste contigo mismo y me pusiste ante el hecho consumado! —Vera sentía la ira subir como una ola—. ¡No firmé para ser niñera!
—¿Qué niñera? ¡Es mi padre! ¡Familia! ¿O eso no significa nada para ti?
—¿Para mí? —Vera se levantó—. ¿Yo soy la que no aprecia la familia? ¿Yo, que he llevado la casa diecisiete años? ¿Cocinando, lavando, limpiando para todos?
—¡Nadie te obligó! —replicó Igor—. ¡No tienes que cocinar, pedimos comida!
—¡No se trata de cocinar! —Vera intentó no gritar—. ¡Se trata de que decides todo por mí! Vacaciones —decidiste tú. Que tu padre viva aquí —decidiste tú. ¿Y mi opinión?
—Siempre considero tu opinión —Igor se sentó, demostrativamente calmado—. Pero a veces hay que tomar decisiones que no gustan a todos. Papá necesita ayuda.
—¡Entonces quédate y ayúdalo! —Vera explotó—. ¡Cancela el viaje!
Igor la miró como si estuviera loca.
—¿Estás bromeando? ¡No puedo rechazarlo, es un viaje de trabajo! Lo paga la empresa, los billetes ya están comprados.
—¿Puedo rechazar el papel de niñera? —Vera cruzó los brazos.
—Ver, no empieces —Igor se frotó las sienes—. Papá solo vivirá aquí dos semanas. ¿Qué tiene de malo? Le das de comer, vigilas que no beba. Incluso puede ayudar en la casa si le pides.
Vera se rió —amargamente, enfadada.
—¿Ayudar? ¿Tu padre, que convirtió el apartamento en un basurero? ¿Que ni siquiera lava sus propios platos?
—¡Está enfermo, Vera! ¡Tiene depresión desde la muerte de mamá!
—¡La depresión no es excusa para beber hasta destruirse y ser una carga para la familia! —Vera ya no pudo contenerse—. ¿Y sabes qué? ¡No voy a quedarme con tu padre alcohólico mientras tú te relajas en Turquía!
Tras la discusión, Igor se fue a dormir al salón con su padre. Vera se tumbó en la cama mirando el techo. Las palabras del suegro sobre infidelidades, sobre “de tal palo, tal astilla”, le daban vueltas en la cabeza. “No, son tonterías de un borracho”, intentó convencerse.
El desayuno fue tenso y silencioso. El suegro, resacoso y triste, picoteaba los huevos revueltos con el tenedor. Igor no miraba a su esposa.
—No parecen felices —gruñó Nikolai Petrovich—. ¿Se pelearon?
—Todo bien, papá —gruñó Igor.
—Ajá, ya veo —el suegro entrecerró los ojos con astucia—. ¿Por mí, verdad? ¿Vera no quiere cuidarme?
—Nikolai Petrovich… —empezó Vera, pero él la interrumpió.
—¡Y con razón! Yo tampoco querría cuidar a un borracho. Me voy a casa.
—No vas a ningún lado —interrumpió Igor—. Vera está cansada, pero aceptó.
—No acepto —dijo Vera firmemente.
Igor le lanzó una mirada feroz.
—Ver, ¿puedo hablar contigo un minuto? —Se levantó de la mesa.
Fueron al pasillo. Igor cerró la puerta de la cocina y se volvió hacia su esposa.
—¿Qué haces? ¿Estas escenas delante de papá?
—Digo la verdad. No quiero cuidar de una persona que bebe durante dos semanas.
—¡Es mi padre! —susurró Igor—. ¡Y está enfermo! ¿Dónde está tu compasión?
—¿Y tu compasión por mí? —replicó Vera—. Yo también soy persona, tengo planes, deseos. Pero tú no piensas en eso.
—¿Qué planes? ¿Ver series en casa?
Esas palabras dolieron más que una bofetada. Vera dejó su trabajo hace cinco años por insistencia de Igor —quería la casa siempre limpia y la cena caliente. Ahora la reprochaba por ello.
—¿Sabes qué? —La voz de Vera se volvió fría—. Haz lo que quieras. Trae a tu padre. Pero yo me voy.
—¿A dónde vas? —se burló Igor.
—Al pueblo de mi madre. Me pidió ayuda en el jardín.
—Ver, no digas tonterías. No vas a ir a ningún lado.
—Ya veremos —se fue al dormitorio.
Los días siguientes pasaron en guerra fría. Igor fingía que nada pasaba, seguía preparando el viaje. El suegro, notando la tensión, evitaba cruzarse con su nuera.
Tres días antes de la partida de Igor, Vera hizo la maleta.
—¿Qué haces? —su marido estaba en la puerta del dormitorio.
—Me voy con mamá. Ya te lo dije.
—Ver, deja el teatro. No vas a irte.
—¿Por qué no? —seguía haciendo la maleta.
—Porque eres mi esposa y tu lugar es aquí.
—Mi lugar es donde me respetan —cerró la maleta—. El autobús sale pasado mañana por la mañana. Volveré cuando regreses de Turquía.
—¿Hablas en serio? —Igor palideció—. ¿Y papá?
—Contrata una niñera. O cancela el viaje. O llévalo a una residencia. Hay muchas opciones.
—¡Las niñeras cuestan dinero!
—Turquía también cuesta dinero —replicó Vera—. Pero encontraste dinero para las vacaciones.
Igor guardó silencio, apretando los puños. Luego se fue, dando un portazo.
Por la noche, llamó la hermana de Igor, Tatiana, desde América. Al parecer, Igor se había quejado.
—Vera, ¿qué pasa? Igor dice que te niegas a ayudar con papá.
—Tatiana, me niego a trabajar como niñera gratis dos semanas —respondió Vera con calma.
—¡Pero es familia! ¿Cómo puedes?
—¿Y tú cómo puedes vivir en América sabiendo que tu padre se está destruyendo? —Vera estaba harta de la hipocresía—. ¿Por qué tengo que solucionar los problemas de tu familia?
—¡Porque eres la esposa de Igor!
—Esposa, no sirvienta. Si tanto te importa papá —tómate vacaciones, ven y cuídalo tú.
Tatiana murmuró algo indignada sobre los billetes y el trabajo, pero Vera ya había colgado.
La mañana de la partida, Igor hizo un último intento.
—Ver, hablemos tranquilos —se sentó en la cama donde ella revisaba la maleta—. Entiendo que estás cansada. ¿Qué te parece esto? Te pago tratamientos de spa cuando vuelva. O vamos juntos a un balneario.
—Igor, no se trata del spa —Vera lo miró—. Se trata de respeto. No preguntaste mi opinión, solo me pusiste ante el hecho.
—Pensé que lo entenderías. Es fuerza mayor.
—No, fuerza mayor es cuando pasa algo inesperado. Y tu padre lleva tres años bebiendo. En ese tiempo se podía haber hecho algo.
—¿Por ejemplo? —Igor parecía confundido.
—Convencerlo de tratarse. Buscar una buena residencia. Contratar un cuidador permanente. Pero elegiste lo más fácil: dejarme la carga a mí.
Llamaron a la puerta. El suegro asomó la cabeza.
—Perdón por molestar. Vera, ¿puedo hablar contigo?
Ella fue al pasillo. Nikolai Petrovich parecía sobrio y serio.
—Hija, escuché todo. No discutan por mi culpa. Me voy a casa.
—Nikolai Petrovich…
—No, no, lo entiendo —levantó la mano—. Tienes razón. No hay que ser una carga. Tengo pensión, me las arreglaré.
—Papá, ¿a dónde vas? —Igor salió del dormitorio—. No vas a irte.
—Me voy, hijo. No hay que atormentar a Vera. Es buena mujer, no la valoras.
—Mira tú —pensó Vera—. ¿Esto es lucidez?
—Papá, habíamos quedado —Igor estaba confundido.
—Quedaste contigo mismo —negó con la cabeza—. Pero no preguntaste a Vera. Eso está mal. Yo hice lo mismo con tu madre: decidí todo solo. Luego me preguntaba por qué siempre estaba infeliz.
Vera miró sorprendida a su suegro. Sobrio, resultaba bastante sensato.
—Miren, chicos —continuó Nikolai Petrovich—. Vera va a descansar con su madre, y está bien. Igor se va a Turquía, que lo haga. Y yo me voy a casa. Quizá no muera en dos semanas.
—Pero papá…
—Ya está decidido —cortó el padre—. Vera, hija, perdona al viejo tonto. Gracias por el refugio.
Fue a empacar sus pocas cosas. Igor se quedó en el pasillo como si le hubieran dado un golpe.
—¿Ves? Hasta papá entiende que tengo razón —dijo Vera.
—Solo… no quiere ser una carga —murmuró Igor.
—¿Quizá simplemente respeta los límites ajenos? A diferencia de otros.
Una hora después, el suegro se fue en taxi, abrazando a Vera y susurrándole: “No dejes que te pisoteen, hija.” Igor se encerró en sí mismo, dando portazos.
Por la mañana, Vera estaba en la parada de autobús con su maleta. Igor la llevó en silencio, sin ayudar con el equipaje.
—¿De verdad te vas? —preguntó al llegar el autobús.
—De verdad. Que tengas buen descanso en Turquía —Vera metió la maleta en el compartimento.
—¡Ver, esto es una tontería! ¡Montar un drama por nada!
—Para ti es nada, para mí es cuestión de principios —se volvió hacia su esposo—. Igor, piensa por qué tu padre alcohólico resultó ser más sensible que tú.
El autobús arrancó. Vera se sentó junto a la ventana y suspiró aliviada. Dos semanas en el pueblo de su madre: silencio, aire fresco, sin suegros borrachos ni maridos egoístas.
El teléfono sonó casi de inmediato: Igor. Colgó. Luego llegó un mensaje: “Te comportas como una niña. Espero que recapacites y vuelvas.”
“Ni lo sueñes”, pensó Vera, borrando el mensaje.
Su madre la recibió con los brazos abiertos.
—¡Verochka! ¡Por fin! ¡Ya me habías olvidado!
—Mamá, estuve aquí en Año Nuevo —Vera la abrazó.
—¡Hace cuatro meses! Bueno, entra. Hice empanadas, voy a poner el té.
Durante el té, Vera contó la situación. Su madre escuchó, negando con la cabeza.
—Ay, Verochka. Te lo dije: Igor es egoísta. Se notaba incluso en la boda.
—Mamá, no empieces —Vera se frotó las sienes, cansada.
—¿Qué? ¿No es cierto? ¿Cuántas veces pensó en tus deseos? Siempre hace todo a su manera.
Vera pensó. Su madre tenía razón —Igor siempre decidía solo. Dónde vivir, dónde vacacionar, cuándo tener hijos… Incluso dejar el trabajo fue idea suya.
—Estoy cansada, mamá. Cansada de ser conveniente.
—Y qué bueno que viniste —le acarició la mano—. Descansa, piensa. Quizá Igor recapacite.
Por la noche llegó un mensaje del suegro: “Vera, estoy en casa. Todo bien. No bebo. Gracias por abrirme los ojos. Igor también necesita despertar.”
Vera sonrió. ¿Quién iba a decir que el suegro borracho sería un aliado?
Las dos semanas pasaron volando. Vera ayudó a su madre en el jardín, fue a buscar setas, nadó en el río. Igor escribió los primeros días, luego se quedó en silencio, aparentemente para castigarla con el silencio.
El día antes de regresar, llamó:
—Ver, vuelo mañana. ¿Cuándo vuelves?
—Pasado mañana —respondió tranquila.
—Bien. Espero que hayas descansado y dejado de enfadarte.
—No estoy enfadada, Igor. Defiendo mis límites.
—Bueno, hablamos en casa —se notaba irritación en su voz—. Por cierto, papá llamó. Dice que aguanta, no bebe. ¿Ves? Todo salió bien.
—Sí, salió bien. Sin mí —remarcó Vera.
En casa, Igor la recibió bronceado, descansado, pero con expresión agria.
—Espero que estés feliz —dijo en vez de saludar—. Por tus caprichos tuve que dar explicaciones a los colegas. Todos preguntaron por mi esposa.
—¿Y qué dijiste? —Vera desempacaba la maleta.
—Que se fue con su madre. Creen que estamos peleados.
—¿No lo estamos?
Igor se sentó en la cama mirando a su esposa.
—Ver, no sigamos. Yo descansé, tú descansaste. Todo terminó bien.
—Para ti sí. Pero yo entendí algo importante —Vera se volvió hacia él—. Que no volveré a aceptar tus decisiones en silencio. Voy a dar mi opinión. Y si vuelves a decidir algo por mí, me iré otra vez.
—¿Eso es un ultimátum? —frunció el ceño Igor.
—Nuevas reglas. O empiezas a respetarme, o…
—¿O qué? —cruzó los brazos.
—O pensaremos si este matrimonio merece la pena —dijo Vera firme.
Igor palideció. Parecía que por fin entendía la gravedad.
—¿Quieres divorciarte por un viaje?
—No por el viaje. Por diecisiete años de no considerar mi opinión. Por haber sido siempre una función: cocinar, limpiar, cuidar. Por decidir dejarme el cuidado de tu padre sin preguntar.
Igor guardó silencio, asimilando lo que oía. Luego suspiró pesadamente.
—Está bien. Quizá sí me pasé. ¿Qué sugieres?
—Para empezar: hablar. Decidir juntos. Y además —Vera lo miró a los ojos— quiero volver a trabajar.
—¿Por dinero?
—No es por dinero. Quiero ser más que esposa y ama de casa. Quiero sentirme realizada.
Igor asintió, aunque no le gustaba la idea.
Por la noche llamó el suegro.
—Verochka, ¿ya volviste? ¿Cómo fue el descanso?
—Bien, Nikolai Petrovich. ¿Y usted?
—Aguantando. Sabes, pensé… Quizá sí debería ir a un balneario. Tratarme. Solo soy una carga para todos.
—Es una gran idea —dijo Vera sinceramente—. ¿Quiere que le ayude a buscar uno bueno?
—Gracias, hija. Que Igor pague, mejor que gastar en Turquía.
Vera rió. El suegro definitivamente había madurado.
Pasó un mes. Nikolai Petrovich fue al balneario, Vera consiguió trabajo en una biblioteca cerca de casa. Igor protestó al principio, luego se acostumbró. Incluso aprendió a calentar la cena cuando su esposa llegaba tarde.
Una noche dijo:
—Sabes, Ver, papá tenía razón. Fui el mayor egoísta.
—Vaya, iluminación —Vera sonrió.
—No te rías. Hablo en serio. Perdóname.
—Te perdono. Pero no lo repitas.
—Lo intentaré —la abrazó—. Oye, ¿y si este verano realmente viajamos juntos? A donde tú quieras.
—Ya veremos —Vera se apoyó en él—. Pero todo lo discutimos juntos. Con anticipación.
—Hecho —asintió Igor.
Y aunque Vera sabía que cambiar diecisiete años de costumbres no sería fácil, creía que lo lograrían. Lo principal era que ya había dado el primer paso. Defendió su derecho a opinar, a ser respetada, a tener espacio propio. Y el mundo no se derrumbó. Al contrario, se volvió más honesto y justo.
Y Nikolai Petrovich desde el balneario envió una foto: sobrio, saludable, sonriente. Y la nota: “Gracias, hija, por no cuidarme. A veces uno necesita estar solo para entender cosas simples.”
Vera guardó esa foto como recordatorio de que a veces decir “no” también es ayudar. Y que el respeto por uno mismo empieza por saber decir “no”.
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