1. El estallido en el restaurante

Larisa nunca olvidaría el momento en que todo comenzó a resquebrajarse. Una noche cualquiera, en un restaurante del centro, descubrió que su marido llevaba un año entero viviendo a su costa, mientras escondía cada rublo para comprarle un piso a su madre.

Cuando lo confrontó, no gritó ni lloró. Simplemente, tomó las maletas de Nikita —que había preparado en secreto— y se las lanzó en plena cena, frente a camareros y clientes. El murmullo del lugar se volvió silencio sepulcral. Y luego, sin temblar, le vació encima un plato entero de sopa hirviendo.

El grito de Nikita se mezcló con el escándalo de los presentes. Larisa salió de allí con la cabeza alta, convencida de que nada volvería a ser igual.

2. La suegra que exigía más

Aquella noche, ya en el apartamento, la tensión escaló. Apenas cruzó la puerta, Elena Ígorevna, su suegra, apareció con exigencias nuevas.

—Larisa, cariño, ¿qué cuesta ayudar al hermano de tu marido? —empezó con su tono lánguido, mirando alrededor con codicia—. Tienes dinero de sobra…

Pero Larisa ya no era la misma mujer que siempre cedía.
—Sí, dinero tengo, pero lo que tú tengas que ver con mis billetes es lo mismo que un copo de nieve con el desierto del Sahara —escupió con sarcasmo.

La discusión creció como fuego en pasto seco. Elena trató de hacerse la víctima. Había un niño pequeño, decía. Estaban en mala racha. Pero Larisa estaba harta de financiar caprichos. Recordó una a una las “cositas sin importancia” que ya había pagado: lavadora, neumáticos, vacaciones, transferencias constantes.

Finalmente, le metió el abrigo en los brazos y la echó sin miramientos.
—¡Cada segundo que estás aquí, me hierve más la sangre! —gritó al cerrar la puerta.

Pero la amenaza de la suegra quedó flotando en el aire:

—Se lo contaré todo a Nikita. Cómo maltratas a su madre

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3. El enfrentamiento con Nikita

Horas más tarde, Nikita volvió. Ni un beso, ni un saludo. Solo reproches:
—¿Por qué no le diste el dinero a mi madre? —exigió, tirando la chaqueta sobre el sofá.

Ny Fiverenana tsy Nampoizina

Larisa levantó la vista de su libro, incrédula.
—¿En serio estás diciendo que debo pagar el piso de tu hermano?

—Todos estamos aportando —replicó él—. Yo ya metí algo. Ahora te toca.

Ella estalló en una carcajada amarga.
—¿Tú aportando? Si en un año entero no trajiste más de cuarenta mil al mes. Yo hago medio millón. ¡Medio millón, Nikita! Entre los dos hay un abismo del tamaño de Moscú.

Él se encendió.
—¡Yo te he mantenido desde que nos casamos! ¡Tu ropa, tus créditos, el viaje a la playa! ¿Quién es el hombre aquí?

La conversación terminó con un portazo. Nikita se encerró en la habitación, murmurando que pronto todo cambiaría, que su “proyecto” explotaría.

Larisa, sola en el salón, se quedó temblando. —¿Y encima tengo que rogarte por un hijo? —pensó—. ¿Ni eso puedes darme?

4. La llamada en la cocina

Esa noche, cerca de la medianoche, se levantó para ir al baño. Pero un rayo de luz bajo la puerta de la cocina la detuvo. Se acercó en silencio.

Dentro, Nikita hablaba por teléfono, susurrando.
—No, no sospecha nada… Pasado mañana doy el adelanto. Casi tengo toda la suma.

Larisa se paralizó. ¿Adelanto? ¿Suma?

—Tranquila, tú eres lo más importante para mí… —dijo él con voz melosa.

El corazón de Larisa se heló. ¿Tú? ¿Otra mujer?

Siguió escuchando, incrédula.
—Mudarnos a casa de Larisa fue una idea genial. Gracias por el consejo.

Brindó con vino, solo, riendo.

Larisa retrocedió hasta el sofá, temblando. Apenas respiraba. “No fue después de casarnos. Lo planeó desde antes. Me ha usado…”, pensó con horror.

5. El rastreador

La mañana siguiente, Larisa se levantó con decisión. Si Nikita creía que podía engañarla, estaba muy equivocado. Preparó un plan: cuando él salió, colocó en su maletín un diminuto llavero rastreador que había comprado semanas atrás para el coche.

Esperó. Fingió normalidad. Y al lunes siguiente, cuando Nikita dijo que iba “a trabajar”, Larisa lo siguió desde el móvil.

El punto rojo en la pantalla se movía, no hacia ninguna oficina, sino hacia un barrio residencial en las afueras.

Larisa tomó un taxi.

6. El descubrimiento

Lo vio con sus propios ojos. Nikita entró en un edificio gris, subió al tercer piso y tocó una puerta. Una joven lo recibió con los brazos abiertos. En el pasillo, un carrito de bebé esperaba apoyado contra la pared.

Larisa sintió que las piernas le fallaban. El mundo se derrumbaba. Su marido tenía otra vida, otra mujer… y quizá hasta un hijo.

Apretó el móvil con tanta fuerza que casi lo rompió.
—Todo este tiempo… todo este maldito tiempo…

No entró. No hizo escándalo. Solo tomó una foto, clara, innegable, y se fue.

7. El contraataque

De vuelta en casa, Larisa se permitió llorar. Pero no mucho. Pronto el llanto se convirtió en una rabia fría, calculadora.

Se pasó la noche revisando cuentas, transferencias, papeles. Descubrió vacíos, gastos ocultos, movimientos que confirmaban lo que había escuchado. Nikita había estado drenando sus ingresos hacia una cuenta conjunta con la otra mujer.

A la mañana siguiente, llamó a un abogado.
—Quiero el divorcio. Y quiero hacerlo de manera que no pueda quedarse con nada mío.

El hombre la escuchó con atención. Había visto muchos casos, pero pocos con una esposa tan decidida y con pruebas tan claras.

8. La confrontación final

Esa noche, cuando Nikita volvió, Larisa lo esperaba en la sala. Sobre la mesa, un sobre con fotografías, copias de transferencias y un contrato de divorcio preparado.

—Siéntate —ordenó con voz helada.

Nikita la miró confundido.
—¿Qué es esto?

—La verdad —respondió ella.

Él hojeó los papeles. Su rostro pasó del desconcierto a la furia, luego al miedo.
—Larisa, escucha… Yo puedo explicarlo.

—Explícaselo a tu madre. O a tu amante. O al juez. A mí ya no.

Él intentó acercarse, pero Larisa retrocedió.
—No me toques. Has vivido un año entero de mi trabajo, de mi esfuerzo, mientras planeabas tu nidito con otra. Se acabó.

El silencio que siguió fue peor que cualquier grito. Nikita entendió que había perdido.

9. La liberación

Las semanas siguientes fueron un torbellino de abogados, papeles, reproches familiares. La suegra, furiosa, la acusaba de destruir a su hijo. Pero Larisa ya no escuchaba.

Se concentró en reconstruir su vida. Poco a poco, la rabia se transformó en una determinación tranquila. Compró nuevas cortinas, redecoró la sala, cambió las cerraduras. Cada gesto era un símbolo: el pasado quedaba atrás.

Una tarde, mientras organizaba libros, encontró la libreta donde años atrás había anotado sus sueños: viajar, estudiar arte, abrir una galería. Sonrió. Quizá había llegado el momento de cumplirlos.

10. Epílogo

Un año después, Larisa estaba irreconocible. Más fuerte, más serena, más libre. Había aprendido que la traición más dolorosa podía convertirse en la chispa de un renacer.

De Nikita y su “otra vida” apenas quedaban rumores. Larisa, en cambio, había escrito la suya desde cero.

Y cada vez que alguien le preguntaba cómo había logrado salir adelante, respondía con calma:
—El día que descubrí la mentira más grande de mi vida… fue también el día que me devolví a mí misma.