Capítulo I: La sombra en el 3C

 

Mi nombre es Elena y vivía en el apartamento 3B de un antiguo edificio en el corazón de Buenos Aires. Durante meses, mi vida transcurrió en la rutina silenciosa de una diseñadora gráfica freelance, con poco contacto con mis vecinos. Pero había una presencia que, sin hablar, me perturbaba: el señor Henríquez, mi vecino del 3C.

Era un hombre anciano, viudo, que se había encerrado en sí mismo. Su puerta, de madera oscura y pesada, rara vez se abría. Cuando lo hacía, su figura era una sombra. Había adelgazado tanto que su ropa parecía colgarle del alma. Su rostro era un mapa de melancolía y sus ojos, grises y apagados, reflejaban un vacío que dolía con solo mirarlo.

Todo comenzó una tarde cualquiera, a finales de otoño, cuando lo encontré en el pasillo, mirando fijamente la pared. Me atreví a acercarme.

—¿Ha comido hoy, señor Henríquez? —le pregunté con voz suave.

Él apenas levantó la vista, como si mi presencia fuera una intrusión molesta.

—¿Qué importa? —susurró, con una voz rasposa por el desuso, antes de cerrar la puerta con un golpe sordo que pareció resonar en todo el edificio.

Esa noche, no pude dormir. Su mirada vacía, su resignación, se habían grabado en mi mente. Me di cuenta de que su problema no era la falta de dinero para comprar comida, sino la falta de ganas de vivir para prepararla. El silencio que había dejado la muerte de su esposa había engullido todo lo demás.

Capítulo II: La sopa y la palabra escrita

 

Al día siguiente, tomé una decisión. Preparé una abundante sopa de lentejas, el guiso reconfortante que mi abuela solía hacer en los días fríos. Toqué su puerta, esperé unos segundos, y al no obtener respuesta, dejé el plato caliente en el felpudo con una servilleta y una nota:

“De su vecina del 3B. No importa si no tiene apetito, solo un poquito. Buen provecho.”

A la mañana siguiente, el plato había desaparecido. En su lugar, encontré el mismo plato, limpio y lavado, junto a mi puerta. No había ninguna nota.

Durante las semanas siguientes, mi rutina cambió. Cada tarde, a las cinco en punto, dejaba un plato de comida frente a su puerta. Pan casero recién horneado los lunes, guisos sustanciosos los miércoles, y siempre algo caliente, algo hecho con mis propias manos. El ritual era siempre el mismo: el plato lleno por la tarde, el plato vacío y lavado por la mañana. Un intercambio silencioso, una conversación sin palabras.

Hasta que un día, junto al plato lavado, encontré una pequeña hoja de papel con una letra temblorosa, casi ilegible.

“Gracias. Hacía años que la comida no me sabía a nada. Henríquez.”

Aquella pequeña nota me emocionó hasta las lágrimas. Desde entonces, empezamos a comunicarnos por escrito. Yo le contaba recetas, le preguntaba cómo le había ido el día, o le dejaba mensajes sobre el clima. Él me respondía hablándome de los muebles de madera que solía construir en su juventud, de su esposa, Clara, y del silencio pesado que dejó su ausencia.

—Usted me hace creer que todavía hay gente buena —me escribió una tarde, con una caligrafía que se había vuelto un poco más firme.

 

Capítulo III: Un día más

 

Los meses siguieron, y el señor Henríquez empezó a cambiar. Aquella puerta que antes se cerraba al mundo empezó a abrirse un poco más cada día.

A veces, cuando dejaba la comida, él abría la puerta y conversábamos quince minutos. Me contaba anécdotas de su vida con su esposa, sobre el jardín que ella cuidaba con tanto amor. En esas conversaciones, ya no había desesperación, sino una tranquila aceptación. A veces, solo bastaba con una mirada agradecida y una sonrisa temblorosa que le iluminaba el rostro.

Su salud física también mejoró. Había recuperado peso y su ropa ya no le “colgaba del alma”. Había encontrado una razón, pequeña pero suficiente, para enfrentar el día.

—Ya había decidido irme —me confesó una tarde de agosto, mientras yo le entregaba unas empanadas recién hechas—. Había vendido casi todo, y había dejado de tomar mis medicamentos. Pero entonces llegó usted con su comida y sus notas tontas… y pensé: “Quizás pueda quedarme un día más.”

Me quedé sin habla, con el corazón encogido por la honestidad de sus palabras. Sentí el peso de la responsabilidad, pero también la alegría de haber sido, sin querer, un ancla para alguien que se estaba dejando llevar por la marea.

Dos días después de que le llevara aquellas empanadas, me despertó el sonido de una sirena. Asomándome por la mirilla, vi una ambulancia frente al edificio. Supe que aquel “día más” había llegado a su fin.

 

Capítulo IV: La mariposa blanca

 

Una semana después del funeral, mientras regresaba a casa, encontré a una mujer en el pasillo, parada frente a mi puerta. Llevaba los ojos hinchados y un sobre de papel crema entre las manos. Era la hija del señor Henríquez, que había venido a vaciar el apartamento.

—Usted es Elena, ¿verdad? La vecina del 3B —dijo con un hilo de voz—. Papá dejó esto para usted.

Tomé el sobre con manos temblorosas. Ella continuó:

—Yo no entendía por qué, pero me pidió que lo encontrara y le agradeciera. Dice que usted le hizo volver a comer y que la comida no era solo para el cuerpo.

—Lo siento mucho —logré decir.

—No lo sienta. Usted le devolvió las ganas de vivir.

Abrí el sobre en la privacidad de mi apartamento. Dentro había una nota escrita con la letra temblorosa, pero ya firme, del señor Henríquez:

“Para la vecina del 3B:

Usted no me salvó la vida… me devolvió las ganas de vivirla. Gracias por recordarme que aún existía bondad en este mundo, que no todo era dolor y olvido. Me fui en paz, sabiendo que todavía hay personas que cocinan con el corazón.

Con infinito cariño, Su amigo, Henríquez.”

Esa noche, preparé sopa de lentejas. Serví dos platos. Uno para mí y otro que, como había hecho durante seis meses, dejé frente a la puerta vacía del 3C. No sé por qué lo hice; tal vez era mi manera de cerrar el ciclo, de despedirme de mi amigo silencioso.

A la mañana siguiente, me desperté temprano con una sensación de ligereza. Fui a retirar el plato. Sobre el borde de cerámica, descansaba una mariposa blanca, con las alas plegadas. Al verme, batió las alas suavemente, con un movimiento etéreo. Voló hacia la ventana, hacia la luz del amanecer, y se perdió en el cielo.

Sonreí, sintiendo que no era solo una mariposa, sino un mensaje. El señor Henríquez se había ido en paz, y me había dejado la lección más grande: que a veces, un simple plato de comida, acompañado de una pequeña nota de cariño, puede ser la llave para abrir un corazón que se ha cerrado al mundo. La comida, como la bondad, es un lenguaje universal que tiene el poder de devolverle el sabor a la vida.