En las calles empedradas de Oaxaca, cuando el siglo apenas comenzaba a despuntar en 1905, la vida transcurría entre el polvo y la tradición. Las casas de adobe y cantera se alineaban como testigos silenciosos de generaciones, mientras los mercados bullían con el colorido de frutas tropicales y el aroma penetrante de las especias. Era una época en que la mortalidad infantil acechaba como una sombra constante y la figura de la cuidadora de niños se volvía tan esencial como temida.
Doña Matilde Ruiz Ordóñez había llegado a la ciudad desde un pequeño pueblo de la sierra diez años atrás. Nadie conocía con certeza su pasado, pero su presencia imponente y sus manos hábiles pronto la convirtieron en una figura reconocida en el barrio de Jalatlaco. Era una mujer de estatura mediana, con el cabello siempre recogido en un moño severo. Sus ojos, negros como obsidianas pulidas, parecían tener la capacidad de escudriñar el alma.
“La señora tiene buena mano con los niños”, decían las madres que trabajaban en los telares o en el servicio doméstico. “Nunca lloran con ella”. Lo que pocas mencionaban era la quietud extraña que mostraban los pequeños después de pasar varios días bajo su cuidado, como si algo en su interior se hubiera apagado.
La casa de doña Matilde estaba ubicada al final de una calleja estrecha. “Mi casa siempre está abierta para los niños que necesiten cuidado”, solía decir. Su tarifa era modestamente baja, atrayendo a familias de escasos recursos.
La primera familia que le confió el cuidado permanente de un niño fueron los Méndez. Isabel Méndez, una joven viuda, le entregó a su hijo Joaquín, de apenas tres años. “Le suplico que me ayude, doña Matilde”, rogó.
Doña Matilde observó al niño como si evaluara un objeto. “Tiene buena Constitución”, comentó con voz grave, “pero noto que respira con cierta dificultad. ¿Ha estado enfermo?” “Tuvo un resfriado”, admitió Isabel. “Los pulmones débiles son peligrosos”, sentenció doña Matilde. “Pero no se preocupe, tengo experiencia con niños enfermizos”.
Pronto se le unieron otros: Lucía Jiménez, los hermanos Rodrigo y Carmen Velasco, y el pequeño Miguel Torres, cuya madre había fallecido en el parto.
La rutina en la casa era estricta. Los niños se levantaban al amanecer, se lavaban con agua fría y pasaban el día en silencio, aprendiendo letras o sentados en pequeños taburetes. “El orden es la base de la buena crianza”, repetía doña Matilde. Las comidas eran frugales y silenciosas.
Por las tardes, doña Matilde les contaba historias de su infancia en la sierra. “Mi abuela me enseñó que los niños que no obedecen atraen la desgracia”, les decía. Relataba cuentos de niños desobedientes que tosían por la noche hasta que su alma abandonaba el cuerpo. Los pequeños escuchaban aterrados, sin atreverse a moverse.
A medida que pasaban las semanas, los padres notaban cambios. Joaquín, antes parlanchín, ahora solo respondía con monosílabos. Lucía se mordía las uñas hasta sangrar. “Es normal”, explicaba doña Matilde. “Están aprendiendo a pensar. Es madurez”.
Sin embargo, Josefina Torres, la tía del pequeño Miguel, comenzó a inquietarse. El niño, que antes la recibía con entusiasmo, ahora permanecía inmóvil y distante. “¿Qué le pasa a mi sobrino, doña Matilde?”, preguntó una tarde. “El niño está aprendiendo a controlar sus emociones”, respondió la cuidadora. “Además, he notado que tose por las noches. Los pulmones débiles son especialmente vulnerables”.
Josefina se marchó intranquila y comentó sus miedos a su esposo, Ernesto. “Hay algo extraño en esa mujer. La manera en que mira a los niños… como si evaluara ganado”. “Son imaginaciones tuyas”, respondió él al principio.

La conversación fue interrumpida por golpes urgentes. Era Martina, una vecina de doña Matilde. “Llevo semanas escuchando llantos de niños por la noche”, dijo nerviosa. “Y no son llantos normales, son como ahogados. Y la semana pasada, muy tarde, la vi salir al patio trasero con algo envuelto en una sábana… del tamaño de un niño pequeño. Cavó durante casi una hora”.
El silencio que siguió fue denso. “Mañana mismo iré a buscar a Miguel”, sentenció Ernesto.
Pero esa noche, el pequeño Miguel comenzó a toser. Doña Matilde se levantó, su figura proyectándose como una sombra amenazante. Se detuvo junto a la cama del niño, que luchaba por respirar. Sus ojos negros no mostraban preocupación, sino determinación. “Otra alma que no podrá resistir el invierno”, murmuró.
Comenzó a preparar una infusión en un brasero. El aroma amargo de hierbas desconocidas impregnó el aire. “El descanso eterno es a veces más misericordioso”, susurró, regresando junto al niño con una taza humeante. “Pronto dejarás de toser, pequeño Miguel. Pronto descansarás”.
La mañana siguiente, Ernesto y Josefina se presentaron en la casa. “Venimos por Miguel”, anunció Ernesto. “Me temo que eso no será posible”, respondió doña Matilde con calma. “El niño empeoró anoche. Tiene fiebre. Moverlo sería peligroso. Ya he mandado llamar al doctor Vega”. “Queremos verlo”, insistió Josefina. Justo en ese momento, llegó el Dr. Vega, un hombre de métodos anticuados. Tras un breve examen, dictaminó: “Tiene los pulmones congestionados. Podría ser bronquitis o neumonía. Recomiendo reposo absoluto”.
Josefina quiso llevarse al niño, pero doña Matilde y el propio Ernesto la detuvieron. “Moverlo sería imprudente”, dijo la cuidadora. “Tal vez sea mejor esperar”, concedió Ernesto, aunque tenía otro plan.
Una vez fuera, Ernesto le dijo a Josefina: “No confío en ella, pero necesitamos ser inteligentes. Vamos a hablar con las otras familias y voy a investigar”.
Descubrieron que todos los niños bajo el cuidado de Matilde estaban más callados y tosían con frecuencia. Ernesto acudió entonces al padre Miguel, en la iglesia de Santo Domingo. “Doña Matilde Ruiz Ordóñez”, repitió el sacerdote. “Llegó hace unos diez años. Dijo venir de San Juan Teposcolula. Está sola”. “Padre, mi sobrino está enfermo bajo su cuidado. ¿Sabe si ha cuidado a otros niños antes?”, insistió Ernesto. El sacerdote suspiró. “Ha habido rumores. Hace unos cinco años, la familia Gómez le dejó dos hijos. Cuando regresaron, ella les informó que los niños habían muerto de difteria. El médico certificó las muertes, aunque nunca examinó los cuerpos”. “¿Ha habido otros casos?” “Al menos tres más”, admitió el padre. “Siempre niños pequeños, siempre enfermedades respiratorias. Muertes rápidas y enterramientos apresurados”. “¿El doctor Vega?”, murmuró Ernesto. “Así es”, confirmó el sacerdote. “El mismo que ahora atiende a su sobrino”.
Ernesto y Josefina, horrorizados, decidieron actuar esa misma noche. Reunirían a las otras familias para rescatar a todos los niños.
Mientras tanto, en la casa de la calleja, la tarde transcurría. Joaquín, el hijo de Isabel Méndez, tosió varias veces. “Parece que tú también estás empeorando, Joaquín”, comentó doña Matilde. “Esta noche te prepararé una infusión especial. Pronto dejarás de toser. Lo prometo”.
Al atardecer, mientras los niños se preparaban para dormir, Matilde entró en la habitación de Miguel. La fiebre lo consumía. “Ya no hay mucho tiempo”, murmuró. Abrió un cajón con una llave que llevaba al cuello y extrajo una caja de madera. De ella sacó frascos y polvos, mezclándolos en un mortero. “Este remedio alivia todos los males, trae el descanso eterno”.
Disolvió la mezcla en agua tibia, obteniendo un líquido verdoso turbio. “Vamos, Miguel”, dijo, acercando el vaso a los labios del niño. “Bebe esto y pronto dejarás de toser”.
En ese momento, golpes insistentes sonaron en la puerta principal. Molesta, Doña Matilde dejó el vaso en la mesilla y fue a abrir.
Se encontró con Josefina, Ernesto y las otras familias. “Venimos por los niños”, anunció Ernesto. “Todos ellos”. “Señor Torres, ya discutimos esto. El doctor Vega…” “¡Sabemos lo que ha estado haciendo!”, intervino Josefina. “Sabemos sobre los otros niños. ¡Los Gómez, los Vargas, los Pineda!” Por primera vez, doña Matilde perdió la compostura, aunque la recuperó rápido. “No sé de qué hablan. Esos niños enfermaron. Dios decidió llevárselos”. “¿Y por qué nadie pudo ver los cuerpos?”, espetó Ernesto. “¡Mentira!”, gritó Isabel Méndez. “¡Mi hijo Joaquín está enfermando igual!”
La situación se tensaba, y más vecinos se acercaban. “Les sugiero que se retiren”, dijo doña Matilde con voz glacial, “antes de que llame a las autoridades por calumnia”.
Fue entonces cuando un grito desgarrador surgió del interior de la casa. “¡Miguel!”, exclamó Josefina.
Ernesto sujetó a doña Matilde por los brazos mientras las mujeres entraban corriendo. Lo que encontraron fue una escena de horror. Miguel estaba incorporado en la cama, su cuerpo sacudido por violentas convulsiones, mientras una espuma sanguinolenta brotaba de sus labios. Junto a él, el vaso con el líquido verdoso yacía volcado.
“¡Mi niño se está muriendo!”, gritó Josefina.
Los otros niños observaban aterrorizados. Joaquín, aprovechando la confusión, susurró algo al oído de su madre: “Ella los entierra en el patio… cuando tosen por la noche, les da algo de beber y luego los entierra mientras dormimos”.
Un silencio sepulcral cayó sobre la habitación, roto solo por los gemidos agónicos de Miguel, que se debilitaban. Al oír las palabras de Joaquín, doña Matilde, aún sujeta por Ernesto, se tensó. “Es una locura”, articuló, pero su voz temblaba de miedo.
“¡Vamos a comprobarlo!”, declaró un vecino. “¡Traigan lámparas y palas!”
Arrastraron a doña Matilde, que ahora forcejeaba y gritaba, hacia el patio trasero. A la luz vacilante de las lámparas, los hombres comenzaron a excavar donde Joaquín, temblando, señalaba. “Allí… y también allí, bajo el naranjo”.
Cerca de la medianoche, una pala golpeó algo que no era tierra. “Aquí hay algo”, exclamó un hombre. Apartaron la tierra y la luz reveló un pequeño bulto envuelto en una sábana desgastada. Con manos temblorosas, retiraron la tela, exponiendo los restos parcialmente descompuestos de un niño pequeño.
Un clamor de horror se elevó. “Sigan cavando”, ordenó Ernesto con voz ronca. “Hay que encontrarlos a todos”.
La excavación continuó bajo la luz de las antorchas. El patio de Doña Matilde no era un jardín; era un cementerio infantil. Uno tras otro, los hombres encontraron cuatro bultos más, enterrados superficialmente cerca del muro. Eran los restos de los niños Gómez, los Vargas y otros que se habían perdido en la “buena mano” de la cuidadora.
Mientras el horror se desenterraba en el patio, la tragedia se consumaba en el interior. El pequeño Miguel Torres dejó de respirar en los brazos de una destrozada Josefina. El remedio de Doña Matilde había sido, como ella prometió, un alivio para todos los males: el descanso eterno.
Doña Matilde, su rostro ahora una máscara de locura silenciosa, fue sujetada por los vecinos, que evitaron un linchamiento justo antes de que llegaran las autoridades, alertadas por el escándalo.
Los niños supervivientes —Joaquín, Lucía y los hermanos Velasco— fueron rescatados esa noche, pero el horror les había robado la voz. Quedaron marcados para siempre por la quietud que Doña Matilde tanto valoraba.
Doña Matilde Ruiz Ordóñez, conocida desde entonces como “El Ángel de la Muerte de Jalatlaco”, fue juzgada y condenada. Nunca mostró arrepentimiento, murmurando solo sobre la debilidad de los pulmones y la necesidad de la disciplina. El Doctor Vega, cuya negligencia o complicidad permitió la tragedia, desapareció de Oaxaca al día siguiente.
La casa al final de la calleja estrecha quedó vacía, sus ventanas cerradas como ojos muertos, convertida en un monumento silencioso a los susurros de los niños que tosían en la noche.
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