El polvo del camino se levantaba con cada paso que daba el doctor Ignacio Ruiz hacia la vieja casona de adobe en las afueras de Aguascalientes. Era octubre de 1931, y el sol del atardecer teñía de naranja las paredes descascaradas de la propiedad que todos en el pueblo conocían, pero de la que nadie hablaba.

Su maletín médico le pesaba en la mano. Había recibido un mensaje urgente esa mañana: “Doña Carmela necesita ayuda. Venga pronto”. La nota no estaba firmada, pero la caligrafía temblosa le pareció antigua, como de manos que conocían otros tiempos.

La puerta principal se abrió antes de que pudiera tocar. Una mujer de unos cincuenta años, pero con el rostro marcado por setenta, lo miró con ojos hundidos y oscuros. Su vestido negro estaba manchado y un olor acre emanaba del interior. Era Doña Carmela, la mujer que solo existía en los susurros del pueblo.

Sin decir palabra, ella lo guio al interior oscuro, hacia una habitación al fondo donde cinco pequeñas cunas de madera estaban alineadas contra la pared. “Preguntó, aunque una parte de él ya sabía que algo estaba terriblemente mal”, murmuró el doctor, más para sí mismo que para ella.

Ella caminó hacia las cunas con pasos lentos, casi ceremoniales. “Aquí, doctor, aquí están todos. Angelito, mi primero, luego Pedrito, Rosita, Juanito y mi pequeña Magdalena”. Sus manos acariciaron el borde de cada cuna.

El doctor Ruiz se acercó a la primera, preparándose para encontrar niños enfermos. Pero lo que vio lo hizo retroceder con un grito ahogado. Dentro, envuelto en mantas amarillentas, había un bulto pequeño. No se movía, no respiraba. Era los restos momificados de un bebé muerto hacía años. Con manos temblorosas, revisó las otras cunas. En cada una encontró lo mismo: pequeños cuerpos preservados por el clima seco, algunos con décadas de antigüedad.

“Están durmiendo, doctor”, dijo Doña Carmela con voz quebrada, “pero no despiertan para comer. Por eso necesito su ayuda”. Con naturalidad, se desabrochó la blusa, exponiendo sus pechos marchitos. “Los amamanto todos los días, pero no mejoran. ¿Qué me recomienda?”.

En su mente fracturada, ella realmente creía que estaban vivos.

“¿Cuánto tiempo llevan así?”, preguntó él, tratando de mantener la calma profesional.

Carmela tomó uno de los pequeños cuerpos con una ternura que partía el alma. “Angelito nació en 1905. No lloró. El viejo doctor Salazar dijo que había nacido dormido, que nunca despertaría, pero yo sabía que estaba equivocado. Una madre sabe estas cosas”. Acercó el cuerpo momificado a su pecho. “Los demás vinieron después. Todos nacieron igual, dormidos. Mi esposo Rodrigo, que en paz descanse, decía que era un castigo de Dios, pero yo sabía la verdad. Dios me los dio así para que yo pudiera cuidarlos sin que lloraran”.

El doctor observó la habitación. Las paredes tenían dibujos infantiles desvaídos. Había juguetes de madera cubiertos de polvo y una mesa pequeña con cinco platos de comida podrida. “¿Cuándo fue la última vez que comió usted?”, preguntó.

Carmela lo miró confundida. “Como cuando los niños comen. No puedo comer si ellos tienen hambre”.

El doctor Ruiz sabía que necesitaba más información. Recordaba los rumores sobre Rodrigo Mendoza: un borracho violento que aterrorizaba a Carmela. Rodrigo había aparecido muerto al pie de las escaleras en 1925. Un “accidente” que nadie investigó.

Al día siguiente, el doctor visitó a Refugio, la hermana de Carmela. “Sabía que eventualmente alguien vendría”, dijo Refugio, sirviéndole café. “He intentado ayudarla durante años, pero ella vive en su propio mundo”.

Refugio le contó la verdad. Rodrigo era un demonio. El primer bebé, Angelito, nació muerto con el cordón umbilical enrollado en el cuello. Rodrigo, furioso, lo enterró en el patio trasero en un ataúd improvisado. “Nunca supimos quién lo hizo”, dijo Refugio, mirando al doctor con ojos llenos de significado, “pero el ataúd apareció vacío. Carmela lo desenterró”.

Uno tras otro, durante años, Carmela dio a luz a cinco bebés; todos nacieron muertos. La comadrona decía que su útero estaba maldito. Rodrigo la obligaba a seguir intentándolo, buscando un heredero. “Y la muerte de Rodrigo”, preguntó el doctor. “Cayó por las escaleras, borracho”, dijo Refugio sin convicción. “Nadie preguntó demasiado”.

Después de eso, Carmela se encerró. Refugio le llevaba comida, pero la encontraba intacta. Los vecinos oían canciones de cuna por la noche y juraban ver sombras pequeñas en las ventanas.

Armado con la trágica verdad, el Dr. Ruiz regresó. Encontró a Carmela meciendo a “Magdalena”. Él intentó razonar, explicarle que sus bebés no estaban durmiendo, que habían nacido sin vida.

Carmela lo miró, y por un instante, la locura pareció retroceder. “Cinco veces, doctor”, susurró. “Cinco veces sentí cómo mis bebés dejaban de moverse dentro de mí. Cinco veces los di a luz sabiendo que nunca llorarían. Cuando se lo dije a Rodrigo, me golpeó tan fuerte que no pude levantarme”.

Se puso de pie, sosteniendo a Magdalena. “Después de que él murió, finalmente pude ser la madre que siempre quise ser. Sin gritos, sin golpes. Mis bebés no me necesitan menos por estar dormidos. De hecho, me necesitan más. Son perfectos, eternos”.

El doctor comprendió. En su realidad distorsionada, sus hijos muertos eran preferibles a la violencia que había soportado. Había creado una familia de sombras porque era la única que se le permitió tener.

“Doña Carmela”, dijo suavemente, “Necesito que venga conmigo al hospital. Podemos ayudarla”.

Ella negó con la cabeza, sonriendo. “Pero si ellos están aquí. Yo estoy aquí. Estamos bien”.

El doctor Ruiz decidió no forzarla. ¿Quién era él para destruir la única realidad que la mantenía cuerda? Durante las siguientes semanas, la visitó regularmente. Le llevaba comida, insistiendo en que era para “darle más leche para los niños”. Ella le contó sobre su infancia, sobre cómo Rodrigo le prometió una vida mejor y cómo esa promesa se convirtió en pesadilla en su noche de bodas.

En diciembre, durante una visita nocturna, el doctor presenció algo que lo perturbó. Carmela cantaba una nana, rodeada por las cunas. Las sombras en las paredes parecían moverse con vida propia, y por un momento, el doctor juró que escuchó voces pequeñas y agudas uniéndose a la de Carmela. Se sacudió, atribuyéndolo a la fatiga, pero la sensación persistió.

El tiempo pasó. La casa parecía detenida, pero Carmela se marchitaba. Estaba más delgada, su piel cerosa.

Un día de marzo, la encontró débil en su sillón. “Estoy cansada, doctor”, dijo con voz etérea. “Tan cansada. Veintiséis años es mucho tiempo para cuidar sola de cinco niños”.

“Déjeme internarla”, rogó él.

Ella sonrió, mirando las cunas. “No. Ya es hora. Nos vamos a un lugar… donde finalmente podrán despertar y ser la familia que siempre debimos ser”. Cerró los ojos.

Cuando el doctor Ruiz y Refugio, a quien él había llamado de urgencia, estaban arrodillados junto al sillón, justo en el momento en que Carmela exhaló su último aliento, ambos juraron haber escuchado algo: el sonido tenue de una canción de cuna cantada por voces pequeñas e infantiles, que flotó en el aire por un instante antes de desvanecerse en el silencio.

El funeral fue pequeño. Carmela fue enterrada en el cementerio municipal. Y junto a ella, en cinco pequeños ataúdes que el carpintero del pueblo hizo sin hacer preguntas, fueron enterrados finalmente Angelito, Pedrito, Rosita, Juanito y Magdalena. El padre Esteban les dio los sacramentos negados por tantos años.

La casa fue vendida, demolida y reemplazada. La historia de Doña Carmela se convirtió en una leyenda urbana, un cuento para asustar a los niños.

El doctor Ruiz vivió muchos años más. En su testamento, dejó instrucciones específicas: quería ser enterrado cerca de Carmela Mendoza, “para que alguien que la trató con compasión en vida pueda acompañarla en la muerte”.

Y así fue. En una esquina del cementerio de Aguascalientes, bajo un mezquite, descansan Carmela, sus cinco bebés y el doctor que intentó salvarla. Las lápidas están gastadas, pero los que entienden que el amor y el dolor dejan marcas en el mundo, saben la verdad. Carmela finalmente encontró lo que buscó: sus bebés despiertos, jugando eternamente entre las sombras.

Y si pasas por esa tumba al anochecer y escuchas con el corazón, tal vez, solo tal vez, los escucharás tú también: una madre cantando a sus hijos, y cinco voces pequeñas respondiendo finalmente, después de todo este tiempo: “Mamá”.