Después de despedirse de su amante, Ramírez le dio un beso suave y se marchó rumbo a casa. Al llegar al edificio, se quedó unos segundos en la entrada, repasando mentalmente el discurso que pensaba darle a su esposa. Subió los escalones, respiró profundo y abrió la puerta.

—Hola —saludó Ramírez—. Clara, ¿estás ahí?

—Aquí estoy —contestó ella con serenidad—. Hola. Entonces, ¿pongo los escalopes en la sartén?

Ramírez había decidido ser claro: firme, decidido, como un hombre que no se esconde. Tenía que cortar de raíz su doble vida antes de que los recuerdos de los besos de su amante se enfriaran y la costumbre volviera a atraparlo.

—Clara —Ramírez aclaró la garganta—. Vine a decirte… que debemos separarnos.

Ella lo tomó con calma total. Alterarla era casi imposible. Por esa manera inmutable de enfrentar todo, él la llamaba desde hacía tiempo “Clara la Fría”.

—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó desde la cocina—. ¿Que no fría los escalopes?

—Como quieras —respondió Ramírez—. Si los hacés, bien; si no, tampoco importa. Yo me voy con otra mujer.

La mayoría de las esposas, ante semejante declaración, habrían perdido el control, gritado o lanzado la sartén. Pero Clara no reaccionaba como las demás.

—Vaya, cuánto te creés —dijo ella con ironía—. Por cierto, ¿trajiste mis botas del zapatero?

—No —titubeó Ramírez—. Pero si hace falta, voy ya mismo a buscarlas.

—Ajá… —murmuró Clara—. Así sos vos, Ramírez. Mandás a alguien por botas nuevas y vuelve con las viejas.

Ramírez se sintió tocado. La conversación no se parecía en nada a lo que esperaba: faltaban lágrimas, reclamos, escenas. Pero, ¿qué podía esperar de “Clara la Fría”?

—Clara, creo que no entendés —levantó la voz—. ¡Te lo digo en serio: me voy con otra, te abandono, y vos hablás de botas!

—Claro —replicó ella con calma—. A diferencia de mí, vos podés irte donde quieras. Tus botas no están en el zapatero, ¿verdad? Entonces, andá.

Habían compartido muchos años, y sin embargo Ramírez nunca estaba seguro de si su esposa hablaba en serio o en broma. Al principio se había enamorado justamente de ese carácter imperturbable, además de su eficiencia en la casa y su belleza tranquila.

Clara era leal, estable, sólida como un ancla pesada. Pero ahora él decía estar enamorado de otra: Lorena, ardiente, peligrosa, apasionada. Era momento de poner las cartas sobre la mesa y marcharse.

—Entonces, Clara —dijo Ramírez con solemnidad, tristeza y un dejo de culpa—, te agradezco por todo, pero me voy. Amo a otra mujer. A vos ya no.

—Qué maravilla —respondió ella—. Dice que no me ama, este pobre iluso. Mirá: mi mamá, por ejemplo, amaba al vecino. Y mi papá, al dominó y a la bebida. ¿Y qué? Acá estoy yo, un resultado espléndido.

Ramírez sabía que discutir con Clara era como chocar contra un muro: cada frase suya pesaba como plomo. Toda su determinación se desinfló; ya no quería pelea.

—Clara, sos admirable —dijo con amargura—. Pero yo amo a otra. La amo con locura, con deseo, con ternura. Y voy a irme con ella, ¿lo entendés?

—¿Otra? ¿Quién? ¿Natalia, tal vez? —preguntó Clara.

Ramírez retrocedió un paso. Un año antes había tenido un romance con Natalia, pero nunca imaginó que Clara lo supiera.

—¿Cómo…? Bah, no importa. No, Clara, no es Natalia.

Ella bostezó.

—¿Entonces Sofía? ¿Te vas con ella?

Ramírez sintió un escalofrío. Sofía también había sido su amante. Si Clara lo sabía, ¿por qué calló tanto tiempo? Claro: porque era impenetrable.

—No adivinaste —dijo él—. Ni Sofía ni Natalia. Es otra mujer, única, la cima de mis sueños. No puedo vivir sin ella y me voy con ella. ¡Y no intentes detenerme!

—Entonces debe ser Lorena —concluyó Clara—. Ay, Ramírez, Ramírez… siempre tan evidente. El gran secreto resulta ser Lorena Valentina Guzmán: treinta y cinco años, un hijo, dos abortos… ¿acerté?

 

Ramírez se llevó las manos a la cabeza. Había dado en el clavo: sí, se trataba de Lorena Guzmán.

—Pero… ¿cómo? ¿Quién te lo contó? ¿Me estabas vigilando?

—Es elemental, Ramírez —contestó Clara—. Querido, vos nunca fuiste discreto. Dejás huellas como un elefante en la nieve.

Ramírez se quedó mudo. En su interior bullía una mezcla de miedo, rabia y vergüenza. Había imaginado esta escena de mil formas distintas: gritos, insultos, llanto, incluso súplicas. Pero nunca la había imaginado así, con Clara imperturbable, desarmándolo con frases secas y verdades que lo dejaban desnudo.

—No… no podés saberlo todo —balbuceó él.

Clara salió de la cocina con un repasador en la mano, lo dobló con precisión matemática y lo dejó sobre la mesa. Se acomodó el cabello detrás de la oreja, sin alterarse.

—Claro que lo sé. No todo, porque tu vida es larga y tus errores infinitos, pero lo esencial, sí. Y lo acepté hace tiempo.

Ramírez sintió un escalofrío. —¿Lo aceptaste? ¿Qué querés decir?

Ella lo miró con la calma de quien ha visto pasar tormentas más grandes. —Que nunca fuiste un misterio para mí. Siempre supe que buscabas calor en otros brazos. Natalia, Sofía, y ahora Lorena. ¿Qué cambia? Yo ya lo sabía.

Él se tambaleó, como si las palabras de su esposa fueran bofetadas invisibles. —¿Y entonces por qué no me lo dijiste? ¿Por qué te quedaste callada?

—Porque no valía la pena. —Clara se encogió de hombros—. ¿Para qué armar escenas? Vos ibas a volver igual, cansado, arrepentido o aburrido, y la casa iba a seguir siendo la misma. Yo preferí el silencio.

Ramírez tragó saliva. Todo el discurso que había preparado se le desmoronaba. En su interior sentía un ridículo creciente: él había planeado ser el protagonista de una tragedia sentimental, y Clara lo convertía en un bufón con cada frase.

—Pero esta vez es diferente —insistió él—. A Lorena la amo de verdad. No es un juego, ni un capricho. Me voy a vivir con ella. Voy a empezar una nueva vida.

Clara lo observó en silencio unos segundos, luego se sirvió un vaso de agua y bebió con calma. —Qué curioso —dijo—. Justo ayer recibí una llamada.

Ramírez se tensó. —¿De quién?

—De Lorena. —Clara dejó el vaso sobre la mesa con un golpe seco—. Me dijo que vos le recordabas demasiado a su exmarido. Que estabas empezando a agobiarla. Que no quería verte más.

Ramírez abrió los ojos de par en par. —¡Eso es mentira! ¡No puede ser! ¡Estuve con ella esta tarde! Me besó, me juró que…

—Que te amaba, ¿no? —Clara lo interrumpió con una media sonrisa helada—. Sí, claro. Lo mismo te dijeron Natalia y Sofía. Vos confundís pasión con permanencia.

Él dio un paso hacia ella, como buscando una grieta en ese muro de serenidad. —¿Qué hiciste? ¿La llamaste para envenenarla contra mí?

—No hizo falta. —Clara lo miró a los ojos—. Ella misma me llamó. Parece que necesitaba advertirme. Curioso, ¿no?

Ramírez sintió que las piernas le temblaban. Todo lo que había imaginado se desmoronaba: el futuro con Lorena, el discurso heroico, incluso la victoria moral.

—No… no puede ser… —murmuró, hundiendo el rostro entre las manos.

Clara lo observó en silencio unos segundos más, luego se acercó y le apoyó una mano en el hombro. Su gesto no fue de ternura, sino de piedad distante.

—Ramírez, siempre fuiste un hombre buscando algo que no existe. Querés pasión eterna, deseo inagotable, emoción constante. Y eso, querido, no lo da ninguna mujer, ni Lorena, ni Sofía, ni Natalia. Lo da el cine, las novelas baratas… pero no la vida real.

Él levantó la cabeza, con lágrimas contenidas. —¿Y vos? ¿Nunca me amaste?

Clara suspiró. —A mi manera, sí. Con paciencia, con estabilidad, con rutina. Eso es amor también, aunque vos lo confundas con aburrimiento. Pero ya no importa.

Se alejó unos pasos, abrió un cajón y sacó un sobre blanco. Se lo tendió. —Acá están los papeles del divorcio. Hace meses que los tengo listos. Sabía que tarde o temprano ibas a pronunciar tu gran discurso.

Ramírez lo tomó con manos temblorosas. Se sintió derrotado, diminuto. Todo lo que pensó que controlaba se le había escapado entre los dedos.

Clara regresó a la cocina, encendió el fuego y colocó la sartén en la hornalla. —Ahora sí, voy a freír los escalopes. ¿Querés comer antes de irte?

Él se quedó de pie, sin saber qué responder. Quiso gritar, romper algo, suplicar… pero no tenía fuerzas.

Finalmente murmuró: —No. Me voy.

Tomó el sobre, salió del departamento y cerró la puerta con un golpe seco.

Clara, sola en la cocina, dio vuelta los escalopes con serenidad. Una leve sonrisa apareció en sus labios.

—Al fin —susurró—. Se fue.

Y el chisporroteo de la sartén llenó el silencio de la casa, como un himno tranquilo a la libertad recién recuperada.

FIN