Su novio había matado a su esposa, la había enterrado bajo el suelo de su salón y ahora quería que ella la reemplazara. Lina acababa de descubrir lo impensable. La noche se convirtió en una pesadilla. Su corazón se detuvo.
Lina había conocido a ese chico unas semanas antes. Al principio, le pareció encantador, atento, casi perfecto. Cuando finalmente le propuso ir a su casa, ella aceptó sin dudar, convencida de que sería un hermoso paso en su relación. Esa noche, pasó a recogerla en coche. Lina, con un maquillaje ligero, llevaba un vestido sencillo pero elegante. Estaba nerviosa, como cualquier chica que va a conocer por primera vez la intimidad de su pareja. Sin embargo, en cuanto entró en el coche, un ligero escalofrío la recorrió. Él sonreía, pero sus ojos parecían ocultar algo.
El trayecto fue silencioso. Sin música, sin la conversación ligera de siempre. Simplemente el ronroneo del motor y, a veces, una mirada furtiva que él le lanzaba. Lina intentaba tranquilizarse. Seguro que son los nervios. Solo quiere que todo salga bien.
Después de unos treinta minutos, abandonaron la carretera principal. El coche se adentró en un camino oscuro, bordeado de árboles con ramas retorcidas. No había farolas, solo los faros del coche que cortaban la noche negra. “Ya verás, mi casa es única”, dijo él con una voz baja, casi un susurro. Lina esbozó una sonrisa incómoda, pero su corazón latía más rápido. Tenía la impresión de que algo invisible los seguía en esa oscuridad opresiva. Cuando el coche por fin se detuvo, Lina levantó la vista y descubrió una gran edificación, fría y silenciosa. Sin saberlo, acababa de entrar en su peor pesadilla.
El coche se inmovilizó lentamente frente a la imponente residencia. Lina sintió que se le cortaba la respiración. Ante ella se alzaba una casa maciza de muros grisáceos, que parecía envejecer desde hacía décadas. Las contraventanas estaban cerradas, como si la casa hubiera decidido permanecer ciega al mundo exterior. Un viento frío se coló entre los árboles, haciendo crujir un viejo letrero oxidado que colgaba a medias sobre el portón.
“Es inmensa”, susurró Lina, tratando de parecer impresionada, pero su voz delataba una cierta incomodidad.
Su novio sonrió, orgulloso pero sin calidez. Se limitó a responder: “Sí, y ya verás, el interior es aún más especial”.

Al salir del coche, Lina notó que todo a su alrededor parecía muerto. Ni un pájaro, ni un insecto, nada. Incluso la hierba alrededor del camino parecía reseca, como si la casa absorbiera toda la vida. Se estremeció y se ajustó la chaqueta sobre los hombros.
Cruzaron el patio. Cada paso resonaba con un eco extraño, como si el suelo hueco escondiera algo debajo. El portón se cerró tras ellos con un chirrido largo y siniestro. Lina dio un respingo. “No te preocupes”, dijo él rápidamente. “Es un poco viejo, eso es todo”.
La puerta de entrada se abrió con dificultad, chirriando como una queja. Un olor fuerte se escapó de inmediato. No era un olor claro, sino una mezcla indefinible, húmeda, casi metálica. Lina arrugó la nariz. “¿Hueles eso?”, preguntó.
Él se volvió, con la mirada sombría. “No. Estás imaginando cosas”.
El vestíbulo era espacioso, pero el aire era pesado, estancado. La luz de una vieja bombilla parpadeaba, proyectando sombras movedizas en las paredes. Los muebles estaban cubiertos de polvo; algunos parecían olvidados desde hacía años. Su malestar creció aún más cuando entraron en el salón. El silencio allí era opresivo. Pero lo que captó la atención de Lina fue una enorme alfombra colocada en el centro de la habitación. Una alfombra oscura con motivos indescifrables que contrastaba con el resto de la decoración anticuada. Cubría una gran superficie, como si ocultara algo.
“¿Quieres tomar algo?”, propuso su novio, dirigiéndose a la cocina. Lina asintió mecánicamente, pero sus ojos permanecían fijos en la alfombra. Sentía una extraña atracción, casi una orden silenciosa que le susurraba que se acercara. Mientras daba un paso hacia ella, un ruido sordo resonó, como un crujido ahogado que venía del suelo. Lina dio un respingo y retrocedió de inmediato.
“¿Todo bien?”, preguntó su novio, regresando con dos vasos. Ella dudó antes de responder. “Sí, creo que la casa cruje un poco”.
Él le dedicó una sonrisa fría. “Aquí, nada cruje”.
En ese instante, Lina supo que esa casa no solo era silenciosa. Estaba viva, y la estaba observando.
No podía apartar los ojos de la alfombra. Parecía demasiado nueva en comparación con el resto de la casa, como si la hubieran colocado recientemente. Su color oscuro absorbía la luz, y sus motivos retorcidos parecían deformarse si los miraba fijamente durante mucho tiempo.
Su novio dejó los dos vasos en la mesa y se sentó frente a ella. “Entonces, ¿qué te parece?”, preguntó en un tono falsamente juguetón, pero sus ojos permanecían helados.
“Tu casa es especial”, respondió Lina, buscando las palabras.
“Especial”, repitió él en un susurro casi satisfecho, como si saboreara el término. Un pesado silencio se instaló. Lina bajó la mirada y fue entonces cuando notó algo extraño. La alfombra parecía ligeramente elevada en el centro, como si el suelo debajo no estuviera plano. Una especie de bulto redondeado, casi imperceptible, pero que no se le escapó. Quiso desviar la atención, pero un olor regresó, más fuerte esta vez: un olor a tierra húmeda mezclado con algo más orgánico.
Él la observaba fijamente, como si pudiera leer sus pensamientos. “No pareces cómoda”, dijo de repente.
“Sí, sí, solo estoy un poco cansada”, mintió ella. Una sonrisa torcida se dibujó en sus labios. “Te acostumbrarás”.
Mientras él se alejaba para contestar una llamada telefónica, Lina aprovechó. Discretamente, puso un pie sobre la alfombra. El suelo cedió ligeramente bajo su peso, como si estuviera pisando tierra blanda y no parquet. Su corazón se aceleró. Presionó más fuerte. La alfombra se hundió un poco más. Retrocedió bruscamente, sin aliento. De repente, oyó un ruido ahogado, como un suspiro lejano que venía del suelo.
Levantó la vista. Su novio la observaba desde el umbral de la puerta, con el teléfono todavía pegado a la oreja. Sus labios esbozaban una sonrisa casi imperceptible, pero sus ojos ardían con un brillo inquietante. Lina apartó la mirada de inmediato, con el corazón desbocado.
La noche avanzaba lentamente. Lina seguía sentada en el sofá, con los ojos fijos en la alfombra, como hipnotizada. De repente, sin previo aviso, un nuevo sonido resonó. Un ruido sordo, como un golpe seco dado desde debajo del suelo.
“¿Has oído eso?”, preguntó con voz temblorosa. Él frunció el ceño, fingiendo incomprensión. “¿Oír qué?”. “¡Ahí!”, insistió ella. “Un ruido debajo”. Hubo un silencio, y luego él soltó una risita nerviosa. “La casa es vieja, es normal que cruja”. Pero Lina negó con la cabeza. No era un crujido. Era un ruido deliberado. Como si… como si alguien estuviera golpeando para salir.
Quiso levantarse, pero su novio la agarró suavemente por la muñeca. “Quédate tranquila”, susurró, su sonrisa se estiró de forma inquietante.
Unos minutos después, el ruido volvió. Más fuerte esta vez. Un arañazo. Un largo arañazo, como uñas rozando contra madera o tierra. Los ojos de Lina se posaron en la alfombra. El bulto que había notado antes parecía haberse movido, solo un poco, como si la tierra debajo respirara.
“No”, susurró ella a pesar de sí misma. “¿Qué?”, dijo su novio en tono seco. “Creo… creo que hay alguien ahí debajo”. Un silencio pesado siguió a su frase. Luego, con una voz glacial, dijo simplemente: “No digas tonterías”.
Pero el ruido volvió, esta vez más violento. Tres golpes secos resonaron, repercutiendo a través del parquet. Lina se tapó la boca con una mano para no gritar.
Su novio se levantó de un salto y se acercó a ella. Su rostro se ensombreció. “¡Escúchame bien!”, siseó, sus labios muy cerca de su oído. “Aquí no hay nada. Absolutamente nada. ¿Entendido?”.
Ella asintió, incapaz de hablar. En el silencio que siguió, Lina rezó para que los ruidos cesaran, pero en el fondo de su ser, una certeza nacía. Lo que había oído, lo que había sentido, no era una ilusión. Alguien, o algo, vivía bajo esa alfombra.
Tras mucho insistir, su novio finalmente la llevó a una habitación en el piso de arriba. La habitación era grande pero fría. Se sentó en la cama, con el corazón todavía desbocado. Él le dedicó una sonrisa mecánica. “Descansa”, dijo. “Aquí estás a salvo”. Cerró la puerta tras de sí.
El silencio regresó, aún más pesado que en el salón. Lina se tumbó, cerró los ojos, intentó respirar con calma. Pasaron los minutos. Entonces, un sonido se deslizó en la noche. Un arañazo débil pero real. Se incorporó de un salto, el corazón a punto de salirse del pecho. El ruido venía del suelo, justo debajo de la habitación. Aguzó el oído, conteniendo la respiración. Sí, ahí estaba. Un roce, como dedos tratando de cavar en la tierra.
Luego, el ruido cesó. Un silencio total. Pero justo cuando sus pensamientos intentaban calmarla, un nuevo sonido se elevó, lento, regular. Golpes. Tres golpes secos, como si alguien pidiera entrar.
Lina se llevó las manos a la boca para ahogar un grito. Su cuerpo entero temblaba. Quería huir, pero sus piernas se negaban a moverse. De repente, otro ruido. Un aliento. Un aliento largo, ronco, casi humano. Cogió su teléfono para encender la linterna. La luz pálida barrió la habitación, revelando las paredes agrietadas, las cortinas inmóviles. Nada. Pero el ruido continuaba, siempre debajo, como si el propio suelo respirara. Cuando el reloj dio la medianoche, Lina comprendió algo espantoso: no estaba sola, y lo que había bajo la alfombra intentaba salir.
A la mañana siguiente, Lina bajó las escaleras con los ojos hundidos. Apenas había dormido. Su novio ya la esperaba en la cocina, con una sonrisa demasiado amplia congelada en el rostro. “¿Has dormido bien?”, preguntó con una alegría artificial.
Él se ausentó unos instantes. Lina aprovechó. Sus pasos la guiaron, casi a su pesar, hacia el salón. La alfombra estaba allí, maciza, oscura, como una herida en medio de la habitación. Se arrodilló lentamente y tiró suavemente de una esquina. La alfombra se levantó, revelando una tabla de parquet ligeramente suelta. Su respiración se aceleró. Continuó, centímetro a centímetro, hasta que apareció una abertura. Vio tierra negra, compacta, húmeda. Y con ella, un olor insoportable, una mezcla de podredumbre y carne en descomposición.
Lina se tapó la nariz con la mano, lista para retroceder. Pero fue entonces cuando lo vio. Un trozo de piel blanca, aún parcialmente cubierto de tierra. Mechones de pelo sucio y pegado. Y luego, una cara. La cara de una mujer. Los ojos entreabiertos, la boca congelada en una mueca silenciosa.
Lina ahogó un grito, retrocediendo a cuatro patas. Sus ojos permanecían fijos en el cadáver, incapaz de apartarse de ese espectáculo macabro. La mujer, enterrada allí, justo debajo de la alfombra, parecía mirarla.
Un sollozo se le escapó. Quiso correr, huir lejos de esa casa, pero una voz glacial resonó detrás de ella.
“No deberías haber tocado eso”.
Se giró lentamente. Su novio estaba allí, inmóvil en el marco de la puerta. Su sonrisa había desaparecido, reemplazada por una expresión dura, casi inhumana.
“¿Quién… quién es?”, gritó Lina, con la garganta atenazada por el horror. Él se acercó a ella lentamente. “Ella ya no existe. Nunca existió para ti”, respondió con una voz baja y cortante.
“Tú… mataste a tu mujer”. Su rostro se ensombreció. “No era nada. Me impedía vivir. Así que decidí enterrarla aquí, para que se quedara conmigo para siempre. Y ahora… ahora tú la reemplazas”.
Sus palabras helaron a Lina. Comprendió que ella no era una novia para él. Era una presa, una nueva víctima en un ciclo macabro. De repente, él dio un paso brusco hacia ella. Lina gritó y le lanzó un jarrón con todas sus fuerzas. El objeto se estrelló contra su hombro, pero él ni se inmutó. Al contrario, estalló en una risa siniestra.
“Eres perfecta. Me encanta cuando te resistes”.
Lina corrió hacia la puerta, pero se negó a abrirse. Estaba cerrada con llave. Se giró y lo vio agitando una llave entre sus dedos. “Como ves, no puedes irte. Esto es mi casa. Nuestra casa”.
El suelo vibraba bajo sus pies. Lina, con los ojos desorbitados, sintió que toda la habitación respiraba como un cuerpo monstruoso. La alfombra se levantaba en oleadas, hinchándose y luego hundiéndose, como si la tierra debajo latiera al ritmo de un corazón invisible. Su novio, todavía agarrado a su brazo, parecía alimentarse de su terror.
“¿La oyes, Lina?”, susurró él. “¡Te está llamando!”.
El ruido se amplificaba. Un gruñido sordo ascendía desde el suelo, mezclándose con arañazos desesperados y siseos que no tenían nada de humano. El rostro de la mujer muerta, medio visible bajo la tierra, se retorcía. Sus labios agrietados parecían abrirse lentamente, como para pronunciar su nombre.
Entonces, la tierra cedió. Una grieta enorme se dibujó bajo la alfombra, dejando escapar un olor pútrido y sofocante. Dedos esqueléticos surgieron de la abertura, agarrándose a la tela, arañando la madera del parquet.
Lina gritó, tratando de liberarse, pero su novio la arrastró hacia la falla. “Tienes que quedarte con nosotros”. Su voz vibraba con una locura exaltada.
El cadáver emergió aún más, como impulsado por una fuerza oscura. Un gemido gutural escapó de su boca entreabierta. El suelo entero temblaba. De la tierra surgían manos, no una, ni dos, sino docenas. Manos blancas cubiertas de tierra que se aferraban a todo.
Lina luchó con todas sus fuerzas. Sus uñas se hundieron en el brazo de su novio, que reía como un poseído. Pero su risa se quebró cuando una mano helada se enroscó alrededor de su tobillo. Su rostro se contrajo de miedo. “¡A mí no!”, gritó, pero las manos eran implacables. Lo agarraron, lo arrastraron hacia el abismo abierto. Sus gritos resonaron por toda la casa, ahogados por la tierra que lo engullía.
Aprovechando ese instante, Lina corrió hacia la puerta, pero apenas había dado un paso cuando el suelo bajo ella también se abrió. Gritó, agitó los brazos, pero todo se deslizaba, todo desaparecía. La casa se convirtió en un abismo. Una mano helada le agarró la muñeca, tirando de ella hacia abajo. Sus gritos se perdieron en el caos. Su última mirada se cruzó con la del cadáver de la mujer, que ahora sonreía. Una sonrisa congelada y monstruosa. Luego, Lina cayó al vacío y la tierra se cerró sobre ella.
El sol se levantó tímidamente. Dentro de la casa, todo estaba en calma, demasiado en calma. El salón parecía intacto. El parquet había recuperado su aspecto sólido y liso. Una nueva alfombra cubría el suelo, perfectamente alineada en el centro de la habitación. Era de un rojo intenso, más elegante que la anterior.
En la cocina, él estaba allí, sentado, inmóvil, con una taza de café humeante delante. Su rostro lucía la misma sonrisa congelada y artificial. Levantó la taza y bebió un sorbo. Su mirada se desvió lentamente hacia el salón. La alfombra roja parecía esperarlo, respirando suavemente bajo los rayos de la mañana.
Sobre la mesa, dos vasos seguían allí. El suyo, vacío. El de ella, todavía medio lleno, con un rastro de pintalabios en el borde.
El teléfono vibró de repente. Descolgó al instante, su voz se volvió dulce, seductora. “Hola. Sí, justo estaba pensando en ti… Claro, me encantaría que nos viéramos esta noche. Perfecto”.
Colgó y sus ojos se deslizaron de nuevo hacia la alfombra roja. Una chispa enfermiza iluminó su mirada. Se levantó y, al pasar por el salón, su mano acarició por un instante la superficie de la alfombra, como un gesto tierno. Un crujido infinitesimal respondió bajo sus dedos, como un suspiro ahogado. Él sonrió.
La casa permaneció en silencio. Afuera, el sol ascendía, pero adentro, todo permanecía congelado en una espera glacial. Bajo la alfombra, la tierra se agitó una última vez, imperceptible, y la casa, de nuevo, parecía perfectamente normal.
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